Tres tristes rostros por Ahmed Oubali

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Ahmed Oubali

La conducta moral del hombre se parece a su aspecto físico,

                               que no es más que una caída continua. (J. P. Richter)

Reseña  por Azeddine Ettahri, doctor en sociolingüística.

El relato expone una intriga sencilla pero a la vez enigmática, por recordar el tipo de estructura de los “escritores duros” de los más representativos de la escuela norteamericana del thriller psicológico: está ambientado en Casablanca y trata de un misterioso psicópata, asesino en serie muy astuto y genial que, movido por un pasado tortuoso lleno de pasiones violentas y desenfrenadas, mata a rubias adolescentes sin motivo aparente y sin dejar huellas.

¿Logrará el periodista Serfati Mimún desenmascararlo y llevarlo ante la justicia?

Un relato a catalogar cabalmente en la lista del género negro pero con el sello propio de su autor, Ahmed Oubali, que otra vez más nos hipnotiza con su técnica peculiar: un estilo directo, unos diálogos breves y concretos y un desenlace sorprendente, todo ello envuelto en unas descripciones impresionistas impresionantes. Cabe destacar en este relato la gran maestría con que el autor expone y usa el código penal marroquí.

Como todas sus historias son cortas (entre 10 y 20 páginas), pueden fácilmente ser adaptadas al cine (cortometraje) porque constan de acciones rápidas donde la mezcla de elementos de sexualidad y de violencia, de angustia y anhelado consuelo causa tanta conmoción en el lector que resulta difícil olvidarlas.

El tercer homicidio sembró el terror esta vez en la localidad rural de Bni Zihir, al sureste de Casablanca, una fría y luminosa madrugada de otoño. Una pesadilla para aquella región agrícola que hasta entonces fue un remanso de paz y donde nunca hubo ni el más insignificante delito, salvo algunos robos de poca monta. El aldeano que descubrió el cadáver y alertó a la gendarmería fue llevado a urgencias poco después a causa de la gran conmoción que recibió. En su declaración tartamudeó lo que vio, después de cumplir con la oración del alba, primero un saco arrojado al arcén de la carretera, que imaginó lleno de patatas, y al acercarse más vislumbró algo que sobresalía, una mano humana, nudillos asomando como garras. Presa de la curiosidad, deshizo el nudo y entonces notó lo indescriptible: una adolescente acurrucada, desnuda y en estado de congelación, como un maniquí doblado, la boca rajada, los ojos desorbitados, la mirada fija. El hombre se echó a correr, horrorizado, pidiendo socorro. La brutalidad del crimen era tal que la noticia se extendió en pocas horas, como pólvora, por la aldea. La policía y la gendarmería, igual que en los anteriores asesinatos, se esmeraron de inmediato en procesar información, recabar pistas y notar todos los indicios determinantes en la escena del crimen. Rastrearon toda la zona, con los rostros desencajados por el pesar y la impotencia.

Siendo yo periodista delincuencial acreditado ante la corte de apelación de la capital económica y convocado para la ocasión por mi amigo el juez de instrucción, Abdelhak Zwitni, me esmeré, antes de que levantaran el cadáver, en tomar fotografías forenses de la escena del crimen, centrándome primero en la vista general de aproximación (todos los ángulos del lugar) y luego en la vista en detalle o macro instantánea (cada zona del cuerpo de la víctima), para posteriores ampliaciones de los detalles más  ínfimos. Todas en color, para obtener un registro cromático exacto del cadáver y sus lesiones.

Poco después, en el laboratorio de la criminalística, el servicio forense estableció la misma patología que la anterior al perfilar la mentalidad del asesino y su acto abyecto. El mismo patrón de conducta: otro cadáver sin marcas de estrangulamiento ni de violación sexual, sin raspaduras en las nalgas ni cortes en las tetas, como suele ser el caso en las películas. Apenas algunos indicios sugestivos en la epidermis, de objetos determinantes en esta historia: el de un bisturí que desfigura la boca, el de una jeringuilla que adormece, restos de un sutil olor a cloroformo, un imperceptible vestigio de cinta adhesiva que amordaza y ata. Y ese grotesco e incomprensible detalle ritual, con una macabra firma del asesino: en el pubis depilado de la víctima aparecían grabadas con el bisturí dos enigmáticas vocales en mayúscula: O, C, y en la vagina, varias monedas embutidas. No pude evitar pensar en Jack el destripador, no el inglés, sino el francés, apodado el verdugo de Toulouse, por la prensa internacional, cuyas macabras hazañas ocuparon los titulares durante meses, fascinado también por la muerte, con los mismos rasgos depravados que su precursor, pero moderno, sumamente inteligente y limpio porque no descuartiza ni desmiembra cuerpos que mete luego en bolsas de plásticos y abandona en basureros públicos. La policía gala descubrió hacía un año cuatro áticos, en diferentes barrios de Toulouse, con diez cadáveres aglutinados de niñas rubias en cada. Boca rajada, vagina repleta de monedas. Una expresión de extremo pavor congelado en el rostro. Un lienzo de la más espeluznante y escalofriante pesadilla criminal jamás descrita. Ningún paradero conocido del aterrador verdugo hasta el momento. Aparentemente nuestro actual psicópata imitaba al francés hasta con su firma. Como él, sin dejar huellas, por usar guantes quirúrgicos. Idéntico escenario: la víctima es parsimoniosamente amordazada y drogada, puesta en un congelador, en espera de ser arrojada en la lejanía, al borde de la carretera, para evitar posibles testigos oculares y dejar huellas de neumáticos.

Aquel horrendo crimen dio de nuevo lugar al mismo proceso judicial que anteriormente. Otra vez el ministerio público, informado por la policía que precintó el lugar del crimen tras la denuncia del aldeano, inició la acción pública, decretando el secreto del sumario y habilitando al juez de instrucción a dirigir las fases del proceso. La instrucción es un procedimiento inquisitorial que se propone reunir información para dilucidar el crimen. Basándose en el informe policial, mi amigo el juez verificó todos los hechos en relación con la víctima y su entorno social y reunió todas las pruebas existentes para pronunciarse sobre la detención de los sospechosos, si llevarlos ante la sala criminal de la corte de apelación o dictaminar su sobreseimiento.

Aquella vez se llevó a cabo una investigación mucho más severa y minuciosa. Se elaboró primero una lista de todos los delincuentes de la ciudad. Se consultó el registro estatal de vehículos con congeladores de fruta y carne y todos los camioneros de la región fueron interrogados. Se desplegaron varias estrategias para confrontar a los sospechosos, presentándoles los hechos incriminatorios e indicándoles al mismo tiempo su derecho a ser defendidos. Se estrechó el cerco en torno a dos conductores en particular, al hallar en sus respectivos congeladores ropa interior femenina (braguitas de nailon con lacitos en los lados, suéteres con florituras, faldas y condones usados) e indicios de que hubo sexo. El primer sospechoso, carirredondo y con ojos saltones, de 50 años, había sido ya condenado por regentar un burdel; el segundo, un carnicero con cara de buey, de 37 años, con antecedentes penales por atentado al pudor y acoso a menores. Se interpeló paralelamente a otros tres peligrosos delincuentes, uno con una orden de comparecencia y los demás con una orden de detención, acusados respectivamente por tenencia ilícita de armas, material pornográfico y pedofilia. El juez delegó una comisión rogatoria al comisario para que operara en sus ciudades de origen y recabara más información sobre dichos individuos.

Tras varias confrontaciones y múltiples interrogatorios, tanto en la primera como en la segunda comparecencia, el señor Zwitni llegó a la conclusión de que aquellos sospechosos no tenían de momento relación con el homicidio investigado y por ende presentó los informes incriminatorios al procurador, especificando que fueran procesados por sus delitos en otra jurisdicción, en espera de nuevos indicios en la investigación del homicidio. Total: nada en concreto sobre el asesino en serie. Una profunda frustración empezó entonces a apoderarse de nosotros. Desilusión y cansancio también. De nada me sirvió ser un maniaco del orden y de la observación. Hasta entonces había notado los detalles más ínfimos y grabado los testimonios, teléfonos y anécdotas más anodinos. Había sido muy acucioso, con respecto a las víctimas y su entorno familiar y social, en tomar apuntes de los datos de las entrevistas a testigos y otras precisiones obtenidas directamente de la fuente policial. Contaba con un archivo personal de los casos más sonados: fotos, videos, atestados, manifestaciones, resultados de pericias, informes de condenaciones, etc.  Sin embargo, sobre el homicidio de las niñas no tenía prácticamente nada, salvo cómo actuaba el asesino: mataba sin dejar heridas ni huellas sospechosas. Solo un cadáver con esa espeluznante y obscena firma que repugna al más indiferente. Nada sobre la causa ni el móvil. Ningún testigo presencial. Ninguna prueba material en la escena del crimen, ningún objeto a sellar. De nada había servido hurgar en las vidas de las víctimas y sus familiares: eran meras muertes aleatorias, perpetradas por un demonio llamado: OC.

Dos semanas después, me contactó el juez para informarme sobre el desarrollo de la investigación. Nos citamos para almorzar en una de las cafeterías de Twin Towers que acababan de ser inauguradas. Se trata de dos espectaculares rascacielos de 28 plantas y 115 metros de altura situadas en el centro de la ciudad. Su diseño corrió a cargo del arquitecto español Ricardo Leví. Un hito a nivel nacional e internacional, al convertirse en los edificios más altos de todo el norte de África. Ubicados en una gran plaza central con varios espacios ajardinados separando ambos edificios y con los mayores centros comerciales de África, además de numerosas tiendas, oficinas y el cosmopolita y lujoso hotel de cinco estrellas, el Kenzi Tower Hotel, en cuya terraza soleada nos encontrábamos, rodeados de turistas.

El  juez era como yo, un cuarentón, alto, delgado, deportivo pero poco jovial por haberse divorciado de una francesa a la que paga una pensión mensual para mantener a sus tres hijas. Un hombre honesto y apasionado por su trabajo. Un fanático de las novelas policíacas y de las películas de terror, mientras que yo, del ajedrez y de filosofía. Después del Bachillerato, él fue a estudiar derecho en Toulouse y yo, semiótica y periodismo en Rennes.

—¡Serfati Mimún! —exclamó, abrazándome, como si lleváramos siglos sin vernos y al sentarnos, añadió, efusivo—: ¿Cómo van esos viejos huesos?

—¡Amigo Abdelhak!  Pues bien, aunque muy abatido por este caso, si quieres que te sea sincero.

—Lo estamos todos, por desgracia  —puntualizó en tono triste, al mismo tiempo que encargaba dos cafés al camarero que acudía—, un caso de los más enigmáticos.

—Y lamentables  —completé—. Son niñas llenas de vida que dejan a unas familias destrozadas.  ¿Alguna novedad?

—Sí. Te voy a presentar a una persona que ahora forma parte de nuestro equipo de investigación. El ministerio público tuvo que solicitar la cooperación de un profesional de la salud y eligieron a un psiquiatra privado, médico forense también. Se doctoró en la Sorbona. El procurador le confió los informes de los tres asesinatos, pidiéndole que sacara algunas conclusiones concretas.

—Por fin algo prometedor  —afirmé, esperanzado y optimista—, peor dime, ¿es juerguista como nosotros?

—Sí, sí, compagina.  Bebe   y es también bereber.  Pero él tiene novia y es aficionado al teatro y no hace deporte por su leve cojera y su mano derecha lastimada en un incendio donde murieron sus dos hermanas y su tío. Tiene su consulta aquí en la  planta 4 pero vive en Mohamedia.

En ese preciso momento llegaba un hombre pulcramente vestido, traje marrón, corbata verde, bonachón e idealista. Nos levantamos para saludarle.

—Soy Abdessamad  Mrabet  —declaró, sonriéndome—, supongo que el juez le habrá hablado de mí.

—Por supuesto. Y en elogios. Encantado, amigo Abdessamad. Podemos tutearnos.

—Un placer, Mimún. Tus artículos han tenido una extraordinaria repercusión en la prensa, sobre todo al hacer énfasis en el dolor de los familiares. Haces un trabajo digno de admiración.

—Muy amable. Espero que tu colaboración contribuya a desvelar la verdad sobre este penoso caso.

—Así lo deseo. Pero uniendo nuestros esfuerzos —sentenció, dubitativo—. De momento creo que hay que descartar la pista del zafio y tosco camionero, ávido de perversiones sexuales y centrarnos en la imagen de un asesino de aspecto amable y galante ya que sus víctimas no desconfiaron de él, al ser abordadas, tras salir del instituto y de los comercios. —Se interrumpió un momento para pedir un zumo al camarero que llegaba y prosiguió luego—: Podría ser un sonriente y afable profesor, un agradable y esbelto representante de cosméticos o una simpática y generosa vendedora de lencería. Los peores asesinos son gente ordinaria como nosotros, pero con mente retorcida y depravada. Los más inteligentes quedan impunes porque matan sin ningún móvil, por puro placer de ver sufrir a sus víctimas, como el actual psicópata. Estoy de momento intentando dilucidar unos hechos intrigantes y sin conexión aparente. Son pistas que pueden delatar al criminal: edad y semejanza física de las víctimas y el escabroso uso ritual de las monedas. La tercera víctima, sin embargo, presenta una diferencia estrambótica: el análisis forense mostró restos de ladillas en el flujo vaginal cuando se le retiró la gasa para sacar las monedas y examinarlas. Debemos ahondar en las relaciones de esta malograda chica, para aclarar este detalle.

—¡Dios mío!  —proferí, estupefacto—. Nadie se ha percatado antes de estos detalles   En mis fotos, en efecto, las niñas son rubias, se parecen como gotas de agua y tienen casi la misma edad.

—¿Qué le sugiere ese grotesco acto ritual, doctor? —inquirió el juez, disgustado y frunciendo el ceño.

—Solo caben dos posibilidades  —puntualizó el forense—: o es un sustituto de la penetración, siendo el criminal un impotente sexual, o una cruel venganza perpetrada por una mujer frígida. No olvidemos que no ha habido semen en los cuerpos ni violación efectiva. La incapacidad para experimentar placer sexual y llegar al orgasmo causa alteraciones psicosomáticas devastadoras en la persona y puede llevar al suicidio o al crimen.

—Muy sórdido, en efecto, doctor   —señaló el juez, con languidez en la voz—,  veo  que la policía ha obrado a diestro y siniestro. Debemos empezar con un nuevo enfoque, según lo que acabas de revelarnos.  ¿Alguna táctica?

—Sí. Volver a interrogar a cuatro de los sospechosos que, por falta de pruebas, fueron puestos a disposición de otra jurisdicción por sus otros delitos, me refiero al hombre de los ojos saltones, al de la cara de buey, al acusado de pedofilia y a una mujer, la alcahueta. El estudio analítico que hice de los informes me sugiere que de una forma u otra están involucrados en nuestro caso.

—Ello podría ayudarnos a esclarecer otro enigma, doctor —sugerí, desconcertado—: ¿Por qué introducir monedas y no otros objetos más escandalosos y horrendos?

—En los anales del crimen  —replicó el forense, sin ademán de sabihondo—, la diversidad de objetos insertos en la vagina de las víctimas por psicópatas es escabrosamente inimaginable.

—Mañana mismo expediré una orden de comparecencia por separado a nombre de esos individuos;  hay que apretarles las truecas antes de que perpetren otro homicidio  —impuso el juez y a modo de conclusión añadió enfáticamente—: Y para celebrar este feliz encuentro, quedáis invitados a almorzar en el prestigioso Balzac   Restaurante  aquí en la planta 3.  Os propongo un tayín individual de cordero con verduras fusionadas con ciruelas, membrillo, limón y aceitunas. Luego fruta, dulces y el té a la menta.

—¡Waw!, acepto gustoso tal generosa oferta y de paso os enseño mi consulta en la otra torre  —confesó entusiasmado el médico, luego añadió—: Pero he de avisar a mi dama. Ya sabéis lo que pueden imaginar las mujeres fantasiosas en estas circunstancias.

—Un inconveniente cuando se tiene pareja, amigo mío  —repuse, guiñando un ojo al juez pero sin dejar de sonreír al aludido quien captó el matiz de la anécdota.

Y los tres prorrumpimos en estrepitosas  y cínicas carcajadas.

Al día siguiente por la mañana me llamó el procurador para anunciarme una aterradora historia, un brutal y monstruoso parricida cometido por un menor. Me pedía presentarme urgentemente al lugar del crimen para tomar fotos y redactar un artículo para la edición vespertina. El chalet se erguía en un barrio residencial, cerca de un parque, a la salida de la ciudad, en dirección de Mohamedia. Era un edificio solariego y linajudo, hecho de piedra color rosa pálido pero que el sol matinal mostraba resplandecido, ubicado en medio de un ancho jardín desde donde provenían cantos de grillos. Paré el coche cerca del porche y abrí paso hacia el portal entre la multitud de policías que se afanaban en llevar a cabo sus respectivas tareas de investigación.

El cadáver flotaba vestido en la piscina, boca abajo, brazos extendidos, rodeado de anchas manchas de sangre que parecían aún brotar de su cabeza. En el fondo del agua pude percibir nítidamente el arma homicida. Una pesada barra de hierro. La habían arrojado probablemente para borrar cualquier huella incriminatoria. Supe luego que la víctima era el conocido dueño de varias fábricas de confección, Rahal Misuri, de 60 años, viudo, con un menor a su cargo (en islam no existe la adopción) y casado recientemente en segundas nupcias con una joven y flamante maniquí de 30 años, Zinab  Serguini, profesora de educación física. Un matrimonio feliz. El hombre había entrado de repente en una locura consumista incomparable: vendió su apartamento, por ser del año de la pera, y se compró un chalet lujoso. Ropa cara, manicuras, saunas…  Saltaba a los ojos que era feliz con su nueva pareja. Mucho bienestar, buena mesa, inolvidables viajes, todo estupendo hasta el macabro y fatal desenlace. En estado de shock, la esposa alertó a los vecinos con sus gritos de auxilio y estos llamaron a la policía. La declaración de la viuda fue inequívoca, por coincidir con los indicios previamente examinados: su hijastro Mhand  la agredió sexualmente mientras se duchaba. El esposo, que llagaba a casa en ese momento, intervino para separarlos. Hubo enfrentamiento y forcejeo. El joven intentó liberarse y escapar pero su padre lo persiguió, mientras ella se vestía y recobraba sus espíritus, y en el jardín, junto a la piscina, ocurrió lo inevitable.

Me inspiré en la declaración de la afligida viuda para elegir el siniestro titular de la noticia:

«Un niño mata a su padre para consumar sexo con su madrastra».

El anterior titular, dedicado a la tercera víctima, era también impactante:

«El más repudiable de los crímenes: una niña aparece desnuda, asesinada   y violada con siniestros objetos».

Respecto a los titulares sobre las primeras víctimas, el procurador general me había aconsejado filtrar las noticias y ser menos sensacionalista, para  mantener el secreto del sumario y evitar herir la sensibilidad de la población.

Poco después, y antes de que levantara el cadáver, la policía encontró al joven sentado en los rieles del tren, al otro lado del barrio, absorto, con intención de suicidarse. Tenía el rostro atormentado y al borde de romper a llorar. La policía le tomó declaración.

La autopsia aclaró más tarde las circunstancias del parricidio. El rígor mortis y la medición de la temperatura del cuerpo con la del ambiente y la comida ingerida, las raspaduras y los fragmentos mellados en la pelea plasmaron la hora del homicidio y la culpabilidad del joven. Por ser Mhand menor de edad, el procurador general del Rey de la corte de apelación lo confió al magistrado de menores quien lo ingresó provisionalmente en una institución antes de iniciar la instrucción preparatoria del caso.

Dos días después, cuando mi amigo Zwitni me reveló que el parricida era íntimo amigo de las tres niñas asesinadas y que podría estar relacionado con sus muertes, se me revolvió el estómago. La segunda noticia me aturdió y me sentí como si estuviera en el ojo de un huracán: la policía investiga también la relación ambigua que mantenía el menor con el hombre de la cara de buey. Y la idea de que fueran los autores de esos siniestros rituales me dejó tan deshecho como una res recién marcada. No pude conciliar el sueño. En mi pesadilla yo  era un  sagaz  detective en París investigando los siniestros cadáveres del verdugo de Toulouse que finalmente descubrí una mañana en una remota y lúgubre aldea. Eran maniquíes fragmentados y amontonados en chatarra. Me acerqué con mi lupa para escrutar sus cuerpos desfigurados, sus zonas íntimas mancilladas, intentando hallar algún indicio, alguna prueba. De repente, empezaron a moverse estrepitosamente, se irguieron de golpe y me fulminaron con sus ojos desorbitados, alzando sus garras corroídas para estrangularme. Tres de ellos en particular, tres tristes rostros, esgrimían tres horripilantes objetos, uno el bisturí, otro las monedas y el tercero, la jeringuilla. Logré liberarme y darme a la fuga pero los ensangrentados maniquíes me persiguieron, se echaron sobre mí y me asesinaron: el bisturí, lacerándome el corazón; la jeringuilla, perforándome el cuello y las monedas en la boca, asfixiándome.  Me desperté en la cama, irguiéndome como un resorte, sudando como un cerdo, la cara deshecha.

El juicio de menores se realiza a puerta cerrada y el sumario queda secreto, por confidencialidad. El homicidio calificado, con dolo, ensañamiento y agravado con alevosía, es un asesinato castigado con pena capital, sujeta a un posible recurso en casación, pero en caso de menores, la pena aplicable suele ser mínima o sustituida por medidas de reeducación.

En la sala criminal de menores, el procurador expuso ante el tribunal sus observaciones sobre el parricida, basadas en los informes de mi amigo el juez; exhibió las pruebas y propuso la sentencia consecutiva. La defensa, por su parte, presentó sus alegatos, haciendo hinca pie en las circunstancias atenuantes del acusado, impugnando la severa requisitoria del procurador, cuyas pruebas eran deleznables, intentando hacerla trizas. La intervención del psiquiatra fue decisiva en el fallo final. El forense reveló los antecedentes delincuenciales del joven para demostrar que este fue víctima de una reacción disociativa o impulso fugaz irresistible de matar. Recordó muchos precedentes de este ataque de demencia temporal donde los menores, en vez de ser sentenciados, fueron ingresados en instituciones de rehabilitación. Estar en la edad del pavo tiene sus inconvenientes y cuando uno ve que es la oveja negra de la familia, sin dar un palo al agua, pierde los parámetros sociales y comete lo irreparable. La salud psíquica de Mhand, explicó el médico, empezó a desmoronarse al fallecer su madre de cáncer y al ser sustituida por su madrastra de la que se enamoró ciegamente. Esta pasión provocó en él la conocida crisis iniciática, una transgresión patológica al pasar precozmente de la adolescencia a la madurez, cambio que motivó su inadaptación escolar y su adicción a los alucinógenos causantes de sus alucinaciones auditivas y visuales y su confusión mental.

Terminada la deliberación, el tribunal aceptó la decisión del forense que estipulaba el ingreso inminente del menor, primero en un hospital para una urgente cura de desintoxicación y después en una institución de reeducación, con medidas cautelares. En cuanto a la viuda, el señor Mrabet le propuso sesiones de psicoterapia basadas en el tratamiento integrado del trastorno de estrés postraumático.

El forense procedió días después a los interrogatorios programados pero faltaron el hombre de la cara de buey y la alcahueta. Ambos abandonaron sus domicilios y se hallaban en paradero desconocido. El hombre resultó ser Mustafa Umghir, un conocido del difunto y su viuda, por suministrarles carne a domicilio. Una niña declaró a la policía que la abordaron una mujer y un hombre, invitándola a seguirles para llevarla a casa porque su madre la reclamaba urgentemente. Sospechando que había gato encerrado, la niña se opuso y se dio a la fuga. La mujer llevaba velo. En cuanto a la descripción que dio la niña del hombre, la policía no descartó que fuera la de Mustafa Umghir. Tampoco era una idea chamuscada que ambos fueran cómplices.

Una semana después del juicio de Mhand, el descubrimiento por la tarde en Aín  Jarrada  del cadáver de la cuarta adolescente nos dejó a todos consternados y complicó nuestra investigación. Una febril actividad de los policías y gendarmes se desplegó en el lugar, aprovechando la intensa luz del crepúsculo para hallar posibles indicios. La víctima, una de las niñas  ya supuestamente desaparecidas, era rubia y se parecía a las anteriores víctimas, pero curiosamente no mostraba ninguna mutilación bucal ni las marcas obscenas citadas. Su rostro indicaba que había habido lucha encarnecida entre ella y su agresor. La contundente y mortal herida que tenía en la sien era reciente porque la sangre aún seguía brotando cuando tomé las fotos, con la neta sensación de que se me caía el alma a los pies. Aquello era descorazonador. Filtré las noticias para mi artículo vespertino, descartando las más chocantes. Llegó la ambulancia y se llevó a la malograda, metida en una bolsa negra y puesta en una camilla parecida a la que había llevado a las demás víctimas.

Era ya de noche cuando abandonamos la escena del crimen. Por haber acudido el juez y yo en el furgón policial, el forense se ofreció a llevarnos a casa y volver luego a su domicilio. Mientras conducía, exhibía una expresión huraña y enojada ante esa horrenda e inesperada escena. El juez, sentado en el asiento trasero, guardaba silencio pero se notaba que estaba también muy afectado por estos hechos. La agudeza de la tensión que me embargaba me impedía hablar, de modo que hice una mueca y sacudí la cabeza, mirando en derredor. Para eludir aquel sepulcral silencio, el forense comentó un incidente anodino, el haber atropellado a un perro en la autovía, dada la velocidad con que acudía al lugar del crimen. Bajó un momento las ventanas para que el aire disipara el olor nauseabundo que aún provenía de los neumáticos, pese a haber pulverizado el interior  con colonia en espray.

—No me gusta nada la dirección que está tomando este caso   —habló por fin, con una oficiosidad enérgica, a la vez que tamborileaba deprimido con los dedos en el volante—, y no sé qué pensar de mi paciente, Zinab   Serguini. Lleva una semana sin acudir a la consulta. La llamé en vano, luego pasé a su domicilio. Nadie. Ni siquiera estaba el vigilante del chalet.

El juez se revolvió en su asiento ante este nuevo evento, inspiró hondo, soltó el aire despacio y balbuceó, aturullado:

—Me apuesto el cuello a que lo que vio la niña era la viuda en compañía de su amante, el hombre de la cara de buey, que conoce desde hace tiempo. No tengo pruebas pero mi intuición me dice que ambos mataron al viejo, endosando el crimen a Mhand, para quedarse con su fortuna. Y no me extrañaría que fueran los verdaderos autores de esas matanzas de niñas, por pura perversión.  —Pronunció estas palabras con una contundencia escalofriante. Fui a responder pero me detuve. En lugar de eso, miré al forense que tenía arqueadas sus pobladas cejas negras, como si no suscribiera aquella alucinante declaración. Esbozó una sonrisa forzada y terció, sin ninguna jocosidad en su voz.

—No hay que precipitarse en sacar conclusiones. Tengamos confianza y fe  —proveyó, enderezando los hombros, a modo de alivio, con su habitual mueca irónica en los labios.

Todos asentimos con la cabeza, pero consternados por esa posible interpretación.

Nos apeamos en el cruce Anfa-Zerktuni, a dos pasos de nuestros pisos. El juez se dirigió al suyo y yo, al mío. Abrí el portal, tomé el ascensor, saqué la llave en el pasillo para abrir la puerta y, como de costumbre, alargué el brazo en el penumbroso umbral para encender la luz, palpando la pared con la mano hasta encontrar el interruptor, que accioné al instante y de golpe, la habitación se iluminó. Todo normal. Hogar, dulce  hogar.  Me preparé un buen Whisky para reforzar mis reflejos antes de meterme en mi pequeño estudio para ampliar y redimensionar con lightroom las últimas fotos forenses. Mientras efectuaba ajustes en la configuración de la nitidez y el matiz de los colores en el rostro y la entrepierna de la víctima, me detuve de golpe ante una instantánea que no encajada entre las demás: junto al cadáver de la adolescente, a nivel del brazo derecho que tenía doblado a la espalda, aparecían groseramente unas gafas de hombre. El detalle me chocó bastante  porque cuando levantaron el cadáver, estaba claro para todos nosotros que no había ningún objeto sospechoso en la escena del crimen. Alguien lo había sustraído antes del levantamiento y después de la captura de las fotos.

El timbre del teléfono me sacó de mi ensimismamiento. Descolgué el auricular.

—Soy Zinab  Serguini, la madrastra de Mhand, tengo algo urgente que revelarte para que lo publiques  —sollozó la voz de una mujer desesperada—, nos vemos dentro de 20 minutos en Twin Towers, en la azotea de la torre este, lado hotel Kenzi. Sé quién es Oc. Estoy en peligro de muerte.

Sin pensármelo un segundo, salí del edificio rumbo al lugar de la cita. Era medianoche pero en el edificio había mucha animación, por ser sábado. Dejé el coche junto al café Venecia. Tomé el ascensor, después de cerciorarme de que nadie me espiaba, y pulsé el número 28 de la última planta. Empezó de repente a lloviznar en la azotea, mientras la noche se ponía más oscura. A lo lejos en la distancia se podía distinguir, por las diminutas luces parpadeantes, la mezquita Hassan II, el faro El Hank  y el parque de la Liga árabe.

Miré alrededor. Nadie a la vista porque todos estaban   concentrados, viendo en la tele del bar el último festival de los Guenaúa, organizado en colaboración con músicos de jazz, interpretando el Lila, o trance espiritual, un ritual comparable al vudú de Haití y al macumba de Brasil, pero más místico, donde son utilizados el laúd, el guembri y el Qraqeb, en armonía con los instrumentos de jazz.

Me iba a marchar cuando finalmente apareció una sombra ante mí, una silueta que llevaba un pasamontañas negro. Evolucionó como un fantasma y se arrojó sobre mí, descargando su puño en mi rostro, un golpe rápido y fulminante que me derribó al suelo donde me retorcí de dolor, sin dejar de forcejear para  liberarme de sus garras que me apretujaban férreamente el cuello para estrangularme. El oxígeno empezó a faltarme. Encogí entonces mis piernas hacia el pecho y las descargué con fuerza en su abdomen. El brutal golpe le arrancó un rugido de dolor bestial y lo expidió hacia atrás, haciendo que chocara contra la barandilla de la azotea. En un lapso de tiempo pensé que había muerto porque había dejado de gruñir y de agitarse. Me acerqué entonces para descubrir quién era. Pero su postura era una engañifa porque, en el momento en que me agaché para arrancarle la capucha, se irguió esgrimiendo una navaja militar en la mano, decidido a hundírmela en el pecho. Esquivé el golpe, ladeando el cuerpo hacia la derecha, pero él maniobró hábilmente abalanzándose de nuevo sobre mí, como una pantera, arrimando peligrosamente la navaja a mi yugular. Con destreza, logré en un abrir y cerrar de ojos separar y alejar su brazo armado, haciendo que se desprendiera la navaja y fuera a parar lejos, al mismo tiempo, por estar el suelo mojado, ambos resbalamos y tropezamos, movimiento que aprovechó él para darme un tremendo garrotazo en la nuca, dejándome casi inconsciente. Me arrastró y alzó hasta el borde del parapeto, luego me arrojó al vacío. Por instinto de conservación, logré agarrarme férreamente al voladizo, los pies colgando fuera, absorbido en el espacio infinito por el abismo y el espantoso temor a caer me convulsionó el cuerpo entero. Antes de morir, la gente suele recordar su infancia, yo me acordé del poema de  Shelley: “¡hacia el abismo, desciendo! A través de la sombra del sueño y del combate tenebroso de la Muerte y de la Vida”.   Miré abajo, a 115 metros de profundidad, y los pocos coches que circulaban por la avenida Zerktuni me parecían como juguetes. Intenté enderezarme, luchando desesperadamente contra los brutales y lacerantes golpes que el agresor asestaba a mis manos para que cedieran. Cedió la derecha. Empezó a ceder la izquierda: visión de lo siniestro y del horror. Comprendí entonces que la muerte era simplemente el castigo cruel de un crimen que consistía en haber nacido.

Un agudo y sobrenatural grito desgarró entonces la noche, al mismo tiempo que un haz de luz barría la azotea del Twin Center. Sentí entonces un vértigo de órdago y una súbita modorra me invadió.

Me desperté con la cabeza dándome vueltas. Abrí los ojos y lo primero que vi, además de médicos con gorras y batas de quirófano verdes y camilleros arrastrando camas con ruedas, fueron dos mujeres. Una enfermera que acababa de asearme y cambiarme la gasa de la herida y una desconocida, una hermosa dama que según la enfermera, me había acompañado a la clínica y había permanecido toda la noche a mi lado. La observé un momento y me pareció leer por primera vez en mi vida un maravilloso poema: físico refinado y elegante, pura esbeltez, maquillaje caro y destacado, ojos azules y labios en rojo oscuro, pelo rojizo recogido en moño, pantalón gris, camisa blanca con chaqueta verde, todo bien ajustado, marcando una sensualidad sofisticada que me dejó embelesado.

—Soy Siham Amrani, dueña de una farmacia  en el Twin Center  —declaró en un francés impecable—, estaba viendo el festival de jazz; salí para tomar aire fresco cuando vi a ese asqueroso individuo intentando matarle. Grité entonces con todas mis fuerzas para ahuyentarle y, cuando se hubo escabullido, le tendí las manos y le alcé del precipicio, luego alerté a la policía y le trajimos aquí.

—Ahora lo recuerdo todo —susurré, emocionado, como si emergiera de una terrible pesadilla—. Gracias, señorita, por salvarme la vida. No sé cómo agradecérselo…

—El refrán dice: “haz bien y no preguntes a quien”  —citó la joven, mientras sacaba algo del bolso, antes de despedirse—,  aquí tiene mi tarjeta de visita.  Encantada de conocerle, señor  Serfati.

Cuando se hubo marchado la joven, le indiqué a la enfermera que llamara a mis amigos el juez y el forense, quienes no tardaron en llegar. Les expliqué acto seguido lo ocurrido. El juez, perspicaz como de costumbre, conjeturó que un golpe como el que recibí en la nuca solo podía haber sido asestado por un hombre fuerte como el de la cara de buey.

—El asesino te citó en Twin Center para acceder libremente a tu apartamento  —declaró gravemente el forense—. Te lo digo porque lo mismo ha hecho con mi consulta que encontré esta mañana todo patas arriba. Tenemos que saber qué es lo que nos robaron. Podría ser la resolución de nuestro caso.

—A raíz de lo cual  —explicitó el juez, triunfante—,  mandamos a un agente a tu apartamento pensando en lo peor y, en efecto, este nos confirmó por teléfono el allanamiento. No te preocupes: estará allí hasta que te cambien el cerrojo y averigüen qué se llevó el ladrón.

—Gracias, Abdelhak. ¿Y tu apartamento?  —pregunté, sin reconocer mi voz, algo intimidado.

—Nuestra residencia tiene agente de seguridad y no es zona comercial.

—¿Qué objetos se recogieron como pruebas en la escena del crimen? —pregunté a quemarropa.

—Ninguno —vociferó el juez—. ¿Por qué? —farfulló luego, visiblemente sorprendido y molesto, mientras se ajustaba un vendaje que le cubría una herida en la muñeca.

—Porque en una de mis fotos aparecen unas gafas de hombre junto al cadáver de la niña.

—¡Dios mío!  —prorrumpió el forense—, las habrá recuperado el criminal bajo nuestras propias narices.

—¿Y tu cámara fotográfica?  —curioseó el juez, nervioso.

—Por precaución me llevé ayer todo el material conmigo.

—Pero la policía nada encontró en la azotea  —insistió el juez, contrariado.

—Lo tengo todo en el coche. Dime, ¿y la viuda: sigue en paradero desconocido?

—No fue ella quien te llamó ayer. La encontraron esta madrugada en su bañera, electrocutada con su propio secador de pelo. Llevaba muerta hacía horas. Dejó una clara nota de remordimiento donde reconoce haber matado a su marido e inducido a Mhand drogarse para endosarle el parricidio. Como veis  —concluyó el juez, visiblemente eufórico—,  mi teoría se confirma y ahora solo nos queda echar el guante a su amante.

El procurador general del Rey nos invitó al almuerzo, para reconsiderar el caso. Era un hombre corpulento, de gran erudición, un asiduo lector del Corán, casado con dos esposas que le dieron tres varones y tres niñas, de familia de magistrados (su padre fue uno de los ulemas más influyentes de la escuela  Malikí), muy devoto y gran comilón pero con, según me reveló previamente el juez, un solo punto débil: no acudía a las escenas del crimen porque padecía de hemofobia. Nos recibió en su casa de Aín Diab, con gran entusiasmo y nos instaló en un salón tradicional donde habían ya dispuesto una majestuosa mesa repleta de golosinas y frutas, además de una jarra de agua que, según explicó el anfitrión muy orgulloso, trajo de la Meca, de la mismísima fuente sagrada de Zemzam. Unas rebanadas de pan en pequeñas cestas de mimbre adornaban el centro, donde dos fuentes color ocre brillante ocultaban manjares miliunanochescos. En otra mesa, más pequeña, reposaban una tetera dorada y una cafetera negra.

Terminado el almuerzo, el magistrado se fue a sentar detrás de un escritorio donde tenía un montón de documentos y archivos del caso y, tras realizar un rápido cotejo del conjunto, como si quisiera asegurarse de que no faltaba nada, se inclinó con los codos apoyados en la mesa y los antebrazos formando una V invertida para descansar el mentón en sus manos unidas.

—He repasado los informes judiciales y forenses, los testimonios, las fotos. He cotejado las fechas y considerado los últimos acontecimientos y, pese a tantos esfuerzos ingentes, veo que seguimos en plena niebla —masculló, visiblemente desanimado, arqueando las cejas y escrutando cada uno de nosotros. Vaciló un momento, rascándose la cabeza. Proyectó luego una sonrisa constreñida, antes de encogerse de hombros y declarar—: La  DGS  nos ha dado un ultimátum de 24 horas para esclarecer el caso o clasificarlo, y solo nos quedan ocho. Hemos incurrido en muchos errores. ¿Tenéis algunas sugestiones concretas y definitivas?  —escudriñó sarcástico, con los brazos ahora en jarras.

—Solo deducciones matemáticas, señoría —terció el juez, claramente apesadumbrado—. Ahora que la madrastra lo confesó todo, solo tenemos a ese individuo escurridizo y horrible de la cara de buey, alias Oc, el autor del allanamiento de los domicilios de nuestros colegas aquí presentes y de la lamentable y casi mortal emboscada de Twin Towers. El raciocinio basta para sacar sólidas conclusiones. Y esto no solo ocurre en las novelas. Y si no lo capturamos pronto, entonces nos habremos equivocado de cabo a rabo en esta historia.

—Sin pruebas será imposible   —puntualizó el magistrado—.  Bien es verdad que la medicina forense en nuestro país está aún en sus pañales   —concedió, tras encender un cigarrillo con una floritura. Acto seguido, abandonó el escritorio, llamó a la criada para servir té y café con los dulces y nos invitó a trasladarnos al salón moderno contiguo con sofás de cuero caro, en uno de los cuales fue a retreparse—. Por desgracia —prosiguió algo malhumorado—,  la situación se atascó bastante por tratarse de un asesino extremadamente hábil e inteligente puesto que no dejó ningún rastro que nos hubiera permitido determinar el perfil de su ADN. Ninguna mancha de sangre que analizar, ningún pelo posible ni fluidos corporales, semen, saliva, orina o tejidos o restos que tengan células en objetos que él hubiera tocado.

Yo tenía la garganta seca. Vacilé como si algo en las palabras del juez me suscitase una pregunta. Su voz contenía un matiz de recelo mordaz que el forense pareció ignorar pero no el procurador que se encogía de hombros al mismo tiempo que sus ojos expresaban una convicción que contradecía su lenguaje corporal. Cuando hablé, las palabras parecieron rasparme los labios:

—Creo que el asesino va ahora a por nosotros. A mí casi me mata ayer en las Torres Gemelas. Creo que lleva tiempo espiándonos y estudiándonos, mientras mataba. Hemos tenido su aliento en nuestras nucas, sin saberlo. El saqueo de la consulta del señor Mrabet y el de mi casa lo demuestra perfectamente. Estoy convencido de que se proponía robar, sin lograrlo, algo muy incriminatorio, algún historial clínico  en el caso del doctor; la foto de las gafas, en el mío.

Hubo un silencio inaguantable. Tanto el juez como el procurador se miraron fijamente, sin lograr ocultar la alarma que les causó mi declaración. Hablaron sin necesidad de palabras, como si ambos supieran algo que se nos escapaba al psiquiatra y a mí. Este se percató del detalle y me lanzó una furtiva mirada, como si quisiera indicarme que entendía lo no dicho. Entonces vimos en el rostro del procurador, que había captado nuestro sutil mensaje no verbal, dibujarse un mapa de todas las emociones negativas y explosivas. Consternación, frustración. Desprecio. Odio.

—Tenemos que encontrar a ese maldito loco de la cara de buey, cueste lo que cueste  —espetó, furioso, dejando al descubierto, en un horrible y cruel rictus, unos dientes irregulares y amarillos.

Poco antes de medianoche me llamó el forense desde una cabina pública, por temor a tener su teléfono pinchado, para comunicarme que le habían robado el historial clínico de la madrastra y que por ello sabía quién era el psicópata. Entendí de inmediato a qué se refería. Mis sospechas y conclusiones coincidían con las suyas. Concertamos una hora para desenmascarar a míster Oc.

Saqué el coche y pisé el acelerador, rumbo a Mohamedia. Puse la radio y sintonicé una emisora de jazz de films  noirs. Dejé vagar mi imaginación, mientras conducía, escuchando el genérico de la película  El cartero siempre llama dos veces.

El puzle que me devanaba los sesos y que entorpecía la investigación consistía en descubrir qué lazo unía el asesinato del señor Mzuri al de las niñas. El enigma se ha quedado resuelto al admitir que el psicópata conocía muy bien a la familia del menor y que, por algún motivo, los suprimió. El asesinato de la madrastra había sido pues hábilmente maquillado en suicidio. Como lo fue la acusación de Mhand  para endosarle el parricidio. El diabólico plan consistía en crear un ambiente propicio paranoico donde el joven, sin saberlo, se viera involucrado en hechos violentos e inmorales que lo indujeran luego a tomar psicotrópicos y a sentirse culpable de hechos no realizados por él. Pero el asesino había cometido dos errores delatores mientras tanto: el haber dejado la nota del supuesto suicidio sin firmar y el haber improvisado aprisa el asesinato de la cuarta víctima que, en la altercación o al ser arrojada al arcén, le arrancó las gafas. El homicidio de ambas mujeres debió ocurrir en un lapso de tiempo muy corto. Se necesitaba sagacidad, fuerza y valentía para realizar tan complicados y diferentes actos, además del hecho atrevido de volver a la escena del crimen para recuperar las gafas, intentar robarme las fotos incriminatorias y matarme antes de ir a la consulta del forense y sustraer el historial clínico.

El psiquiatra me abrió la puerta y pasamos al salón. En la mesa, junto a los sofás donde nos instalamos, tenía ya acomodada una bandeja con dos grandes copas medio llenas, tapitas y una botella de Ron.

—Lo prefiero con hielo y limón, si no te importa  —observé con una sonrisa maquiavélica, mientras olfateaba el embriagador aroma que propagaba el florero a mi derecha.

—¡Qué descuidado soy! Un minuto. Voy a la cocina.

Ya de vuelta al salón, mi anfitrión dejó el cuenco de hielo y los pedacitos de limón en la bandeja.

—Yo suelo tomarlo solo y a veces con un poco de agua —puntualizó.

—Mejor tomarlo solo, claro  —concedí—,  pero siendo fuerte, el ron añejo debe de servirse en la roca, es decir, con porciones grandes de hielo, para mantener su sabor inigualable que deleita el paladar.

—Sé que del grupo, tú eres el más sibarita  —admitió, poniendo en su copa tres hielos, imitándome.

—¡Por el crimen perfecto! —declaré solemne y misteriosamente, a modo de brindis, haciendo chocar las copas—.  Me has hecho venir so pretexto de revelarme la identidad del psicópata pero en realidad es para asesinarme y quedarte con las fotos, ¿no es verdad, míster Oc, o prefieres que te llame El verdugo de Toulouse?

—¡Vaya! ¿Cómo has llegado a tan imposible conclusión? —Sus labios se contorsionaron por la inesperada declaración para formar una sonrisa gomosa y grotesca, que desapareció de inmediato—.  Eres el primero en descubrirlo, después de casi dos años de mi anonimato.

—Para empezar, las letras O, C  equivalen en  bereber o lengua tifinagh a las letras A  y  M, o sea,  a tu firma: Abdessamad Mrabet.

—Muy ingenioso. Me sorprende tu sagacidad —admitió con la cabeza pero ostentando la misma sonrisa peripuesta y emperifollada—, continúa.

—Está luego tu zurdera que te ha delatado desde el principio: desfiguras las bocas de izquierda a derecha; cuando me atacaste en Twin Center con la navaja, esquivé el golpe ladeando mi cuerpo a la derecha, porque me agrediste con la izquierda. —Me miró estupefacto y sus facciones se convulsionaron. Se contentó con emitir un gruñido áspero—. También mentiste en varias ocasiones para despistarnos: no tienes novia; no había ladillas en el flujo vaginal de la tercera víctima; simulaste robo en tu consulta y en cuanto a la viuda, tu amante desde hacía varios meses, tú mismo nos declaraste que fuiste a su casa para saber por qué había dejado de acudir a tu consulta. En realidad elegiste el día libre del vigilante para matarla. ¿Los mataste a los dos para preservar tu anonimato? ¿Sabía ella que las niñas ée…? —No pude terminar la pregunta por sentir unos dolores atroces en el pecho. Empecé a sudar copiosamente.

—Sí. —reconoció, orgulloso y en sus facciones apareció una sonrisa triunfante al ver que me torcía de dolor—.  Los maté a los dos. —Hizo una pausa luego prosiguió—: ¡Tuve que hacerlo! —gruñó con desprecio—. Todo había andado bien hasta que ella descubrió lo de las niñas. ¡Tuve que hacerlo!  –coreó, con arrogancia.

—Y para terminar mi requisitoria, míster OC —añadí pomposamente—,  el olor nauseabundo que supuestamente atribuiste al atropello de un perro provenía en realidad del cadáver de la cuarta víctima que acababas de matar y arrojar en Aín Harruda, perdiendo tus gafas en la agresión. El resto ya lo sabemos los dos: me llamaste desde una cabina imitando la voz de la viuda (no en vano estudiaste arte dramático) y cuando salí rumbo al Twin, te introdujiste en mi apartamento y al no encontrar la cámara fotográfica, me alcanzaste en la azotea del Twin  para cogerla y matarme.

—Lo habría conseguido, si esa zorra no hubiera aparecido gritando como una energúmena.

—Pero ¿por qué asesinar a niñas inocentes? —inquirí, con tremendos calambres en el estómago. El sudor seguía goteando por mi frente y las axilas.

—No lo son. Las que ejecuto son demonios que estallan en carcajadas cuando miran con desprecio mi cojera y mi mano inútil. Las maté porque en sus miradas leía siempre el mismo mensaje: sabemos por qué asesinaste a tu tío y tus hermanas, a los tres tristes rostros.

—Pero ¿tu familia pereció en un incendio?   —observé, apurando el resto de la copa, retorciéndome de dolor.

—No. Cuando mis padres murieron en un accidente de tren, mi tío nos recogió a mí a mis hermanas en nuestra casa en Agadir  —confesó con voz atiplada, como la de un niño, luego estalló de súbito y las palabras brotaron atropelladamente, como si hubieran reventado en el fondo de su alma—,  y muy pronto empezó a abusar de nosotros. Yo tenía 15 años y ellas, 12 y 13. Agobiado por esa inhumana situación que duró tres años, pedí a mis hermanas denunciar el caso pero se opusieron rotundamente y aceptaron gustosas esas vejaciones. Peor aún: se burlaban de mí, tratándome de chico afeminado.

—¿Y por qué ese asqueroso ritual de las monedas?

—Porque me tiraban a la cara monedas del dinero que les daba el viejo pedófilo, gritándome: «vete al baño turco a lavarte el culo». Esta frase hizo que algo en mí se quebrantara para siempre. —Su voz se apagó. Hubo brotes de lágrimas que se deslizaron por sus mejillas. Recobró luego el timbre de adulto y exclamó-: Oh, no creerás lo que hice. Una noche, mientras los tres dormían profundamente en la misma cama, después de la orgía, abrí el gas y, justo antes de saltar del tercer piso, froté una cerilla. En la caída me fracturé el tobillo y la rodilla de la pierna derecha, quedándome cojo de por vida. Murieron carbonizados. La policía no sospechó de mí, por haber saltado al vacío y salvado mi pellejo.  —Se detuvo de repente porque resbalé del sofá y caí de bruces al suelo, abatido por el dolor.

—¿Qué me has puesto en la copa?  —grité,  lacerado de dolor, consciente de mi inminente agonía.

—¡Ricina!  —decretó, triunfante—. El más letal de los venenos. Causa primero hemorragia intestinal, luego una agonía cruel, seguida de una muerte fulminante. Así que te quedan aún algunos minutos antes de llevar contigo mi secreto a la tumba que te tengo preparada en el sótano, donde están enterradas más de doce niñas. Morirás justo cuando acabe mi relato que te cuento para desahogarme, a modo de catarsis.

—¿Y cómo llegaste a ser el célebre Verdugo de Toulouse?  —susurré, con agudas convulsiones en mi rostro.

—Todo empezó en Francia: unas niñas se rieron a carcajadas, mirándome y, como ya he dicho, eso reactivó el recuerdo de la tragedia de mi adolescencia y así fue cómo decidí eliminar a toda adolescente que me recordara las burlas de mis hermanas y las depravaciones de mi tío.

—¿Y a cuántas mataste en total?

—Quedan muchas fosas de cadáveres sin descubrir. En Casablanca, el señor Mzuri me reconoció: era amigo de mi tío y sabía lo que ocurría en casa y cómo había terminado todo. Por eso tuve que planear su muerte y la de su esposa, mi amante. Al pobre Mhand lo defendí ante el tribunal porque me recuerda a mi propia amarga adolescencia, por eso me aseguré de que heredara toda la fortuna de su padre.

En ese momento dejé de simular mi muerte, me alcé y me puse de pie.

El psiquiatra se sobresaltó, incrédulo y frotó los ojos, como si quisiera disipar una alucinación. Vociferó improperios y un grosero rictus de terror le deformó la boca, dejándolo afónico. Momento que aproveché para declarar:

—Mientras buscabas hielo y preparabas limón en la cocina, vertí el contenido de mi copa en el florero y la rellené, después de enjuagarla abundantemente varias veces con el licor, luego simulé estar envenenado, para sonsacarte la confesión, que tengo ahora bien grabada.

Sintiéndose traicionado, el médico, ahora un feroz demente, se abalanzó sobre mí como una bestia herida, babeando, intentando encontrar la grabadora.

—¡Detente, malvado criminal! —gritó en ese momento una voz autoritaria—, hay dos agentes que te están apuntando con la pistola.

Reconocí, aliviado,  a mi amigo el juez de instrucción. Llegaba a la hora que yo le había indicado previamente.

Cuando hubieron embarcado al demente en el furgón policial, descolgué el teléfono y marqué un número que había memorizado, por ser muy especial.

—Perdona por llamarte a una hora tan intempestiva, pero necesito urgentemente un analgésico.

—Nunca es tarde si la dicha es buena, señor Serfati    —contestó la voz suave y salerosa de una dama hermosa.

 

©Relato: Ahmed Oubali, 2021.

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