Relato: LA FELICIDAD de Milho Montenegro
La felicidad
La cordura y la felicidad son una combinación imposible.
Mark Twain
Sí, señor cura, yo lo maté. Y lo volvería a hacer una y mil veces. Nada en esta vida me ha dado tanta satisfacción, tanta calma. Ahora puedo decir que, finalmente, soy feliz. Desde entonces he podido dormir como un ángel, aunque sea en esta asquerosa celda. Así como le digo, no exagero, no. Sé que usted no puede comprender lo que le explico. ¿Cómo podría? Un hombre entregado a Dios, que cree en la bondad de los demás. No, usted nunca va a poder comprenderme. Yo no confío más en la misericordia de nadie. Perdóneme, pero ya no puedo. Por eso lo maté, señor cura, porque confiaba en él. ¿Qué niña no confía en su propio padre, en su hermano? Tenía que matarlo. Tenía que hacerlo para poder encontrar paz, para poder ser feliz.
Cada vez que recuerdo cómo empezó todo, se me llena el alma de odio. Y también de asco, por mi padre y por mí. Y por Alberto. Durante mucho tiempo me sentí sucia y culpable. ¿Lo entiende, señor cura? Era una niña, solo una niña y no comprendía por qué me sucedía todo aquello. Ante la falta de alguna respuesta y mi propia inocencia, terminé por convencerme de que yo era la culpable. Cuando advertí lo contrario ya era tarde, demasiado tarde.
Había sido militar como el hombre que lo trajo al mundo, mi abuelo, y de un carácter muy duro. Estuvo en varias guerras y de cada una regresaba más distante, más vacío. Abofeteaba a mi madre, muchas veces las golpizas sucedían frente a mí y mi pequeño hermano Alberto. La sangre, su cara hinchada y llena de moretones, los gritos y el llanto de ella y de nosotros en la madrugada formaron parte de nuestra infancia. También sus manoseos, su manera de lamer mi ingenuidad cuando estábamos solos en aquella casa húmeda y vieja. Después lloraba sin consuelo, arrepentido de sus impulsos y deseos inmundos. Su culpa era momentánea, por eso aquel toqueteo enfermizo se prolongó hasta que calcinó mi espíritu. ¿Comprende ahora mi odio, señor cura?
«Perdóname, niña mía, perdóname. No es mi culpa, no. Papá te quiere mucho, papá te quiere más que a nadie en el mundo. La culpa es de Rufino. Yo no quería que me tocara, no, pero nadie me creía. Él era un tío bueno, eso me decían. Perdóname, niña mía, no es mi culpa. Tú no quieres que a papá le suceda nada malo, ¿verdad? Si tú le cuentas a alguien, algo muy malo me van a hacer. Y papá te adora, mi niña, papá es bueno contigo.
»Tú no vas a querer que me ocurra lo mismo que a mi tío Rufino, que tu abuelo le dio un tiro en la cabeza por abusador, y se murió y ya no pudimos verlo más. Si a papá le hacen algo malo ya no vas a poder verme más, mi niña. No puedes contarle a nadie nuestro secreto, porque papá te quiere, mi niña, y tú eres buena y también me quieres, ¿verdad?»
Lo peor es que era cierto, señor cura, lo quería demasiado. Cada vez que me obligaba a pasar por eso, me sentía llena de dudas, con miedo de hablar y que por mi culpa le sucediera algo. Así que callé. Estaba perdida, sin salida. Aquello se mantuvo por años, el mismo manoseo, el mismo llanto de él, la misma culpa en mi alma. Era aplastante, y no sabía cómo decirlo ni a quién contarle. No quería que mi madre pensara mal de mí. Mi inocencia murió, fue asesinada por esa mano que azotaba a su esposa y hurgaba entre mis piernas.
Una mañana mi madre recibió una golpiza solo porque echó demasiada azúcar en el café. Él la golpeó tan duro, que ella perdió el conocimiento. Nuestras súplicas fueron inútiles. Se detuvo frente al cuerpo desmayado en el suelo, la miró durante unos minutos, veía cómo la sangre iba saliendo de sus labios partidos y de su nariz. Sonrió y luego se fue al trabajo.
Minutos después nuestra madre despertó. Entró en el baño y lavó su rostro lleno de moretones y de sangre seca. Se acomodó el cabello, mientras Alberto y yo la observábamos con lástima, con miedo, con una terrible desesperanza en el alma. La misma desesperanza que ella vio en sus propios ojos frente al espejo. No olvidaré aquella mirada, su espanto, el vacío que llevaba dentro. ¿Se imagina dos niños viviendo todo eso, señor cura? ¿Se lo imagina? Luego, sin pensarlo demasiado, caminó con prisa hacia la puerta de salida, allí se detuvo solo unos minutos y se agachó frente a nosotros…
—Cariños míos, mami va a salir un momento. No salgan ni abran la puerta a nadie.
—¿Podemos ir contigo, mamá? —preguntó Alberto, con su voz tierna y asustada.
—No, vida mía. Yo regreso pronto —respondió ella con una sonrisa forzada.
—¿Estás bien, mami? —le pregunté, sin saber en ese momento que aquella era la pregunta más idiota del mundo.
—Sí, mi vida, estoy bien… —dijo, y nos dio un beso en cada mejilla a los dos. Acto seguido se fue, sin mirar atrás.
Nuestra madre no volvió más. Nos dejó solos con aquel monstruo que no la buscó, jamás nos habló de ella otra vez. Él había prohibido mencionar su nombre y por eso cuando nos atrapaba a mí y a Alberto hablando sobre lo mucho que la extrañábamos, nos pateaba, nos castigaba durante semanas y sin derecho a reclamar ni a suplicarle nada. Lo único bueno que madre nos dejó fueron los discos de música de un grupo belga cuyo nombre ya no recuerdo. Solo sé que la vocalista se llama Dani Klein y que tiene una voz rara, pero cálida. ¿Sabe algo? Mi madre creía en Dios. Creo que por eso tarareaba constantemente el tema «Lord help me please». Siempre me viene a la mente esa melodía: Her children she taught them / How to be proud in the face / Of adversity / She gave them the love, respect and understanding / Showing them The way to be free / Lord help her please/ Lord help her please. Es una canción hermosa, ¿verdad, señor cura? Me trae hermosos recuerdos de ella. Y le digo una cosa…, aunque no haya vuelto yo la entendí, señor cura, la entendí entonces y también ahora. Nunca le guardé rencor, ¿me comprende? Nunca tuve nada que perdonarle. Pero a la bestia de mi padre jamás podría perdonarlo. Lo siento, señor cura, pero no puedo. Tampoco a Alberto.
Con la ausencia de mi madre los manoseos fueron más seguidos. Lo creía tan capaz de todo, que para entonces tenía un miedo muy grande de que le hiciera lo mismo a mi hermano. Por eso lo dejaba hacer sin quejarme, sin llorar. Me sentía hueca por dentro, la tristeza era mi estado natural. ¿Entiende, señor cura? No había manera posible de que aquella niña pudiera ser feliz. ¿Usted ve esta cicatriz? ¿Y ve esta otra? ¿Las ve? Ese fue él, son las marcas de la golpiza, de las patadas que me propinó cuando me atreví a amenazarlo con contarle a los demás. Me dijo que mataría a Alberto si alguna vez hablaba. ¿Cómo podría vivir si por mi culpa le sucedía algo a mi propio hermano, señor cura? ¿Dígame cómo? Callé, no pude hacer otra cosa. Lo hice por Alberto, para que no sufriera lo mismo que yo, para que no le sucediera nada.
Y lo cierto es, señor cura, que de los dos Alberto fue quien menos padeció. Solo a veces recibía alguna bofetada o castigo, nada serio. Mientras yo me portara complaciente con nuestro padre y lo dejara hacer de mí lo que él quisiera, las cosas iban bien para mi hermano. Parecía que nada podía ir peor. Pero a los once años salí embarazada. Cuando la barriga creció lo suficiente él lo supo y yo también. Mi padre se puso nervioso, dejó de tocarme y de golpearnos, se le notaba con miedo. Creo que para ese momento comprendió que ya no podía seguir ocultando su enfermedad. Todos se enterarían de sus manoseos, que abusaba de mí y que era un depravado.
Él sabía lo que le esperaba. Convencido tal vez de no poder soportar la humillación, o quizás ya agobiado por tantos años de callarse un mal que lo había convertido en una alimaña, en una rata asquerosa e indigna de su propia vida, se encerró en su habitación y luego se ahorcó. Lo descubrió Alberto que no paró de dar gritos de espanto. Corrí hasta donde estaba y entonces lo vi. Allí estaba, muerto, con el color violáceo de los ahorcados en el rostro. Pensé en mi madre, supuse que con su esposo fallecido querría regresar, volver a nuestro lado. Y comencé a reír, reí a carcajadas de una manera imparable. Fue tanta la risa que de repente comencé a soltar sangre, me corría por los muslos y se hacían charcos enormes en el suelo. ¿Se imagina, señor cura? ¿Se imagina lo mal que me puse al ver toda esa sangre? Sentí un mareo y caí al suelo. Desperté en el hospital. Había perdido la criatura y los médicos aseguraron que no podría tener hijos en el futuro. Todo eso me resultó sin importancia, lo único que alcanzaba a pensar era que nos habíamos librado del enfermo de nuestro padre, que en algún momento madre iba a volver.
La verdad es, señor cura, que nuestra madre no apareció. Por eso nos recogió una hermana del difunto que se vino a vivir a la casa. Eso fue todo lo que nos dejó el depravado: una casa vieja, los discos de Dani Klein de mi madre y una pequeña caja de cartón con algunos recuerdos y pertenencias de mi abuelo el militar. La tía que nos custodiaba era mayor, pero nos trató bien. Años después yo tuve que asumir su cuidado, pues cayó en cama por una demencia que la consumía rápidamente. Duró poco y quedé sola. Alberto se hizo periodista, ganó una beca en España y allí mantenía una columna en un periódico importante. En aquel país contrajo matrimonio con un galés. El otro era un hombre de casi cincuenta años todavía hermoso y seductor que lo amaba, con él se sentía seguro, mimado. Eso me decía en sus cartas y fotos, donde se podía notar que era feliz. Al menos yo percibía su felicidad, su maldita y desagradable felicidad.
Entonces algo dentro se me oscureció, señor cura. Algo que no me dejaba encontrar paz ni alegría, que me hacía volver a aquellos días en que nuestro padre abusaba de mí. ¿Lo entiende? ¿Entiende lo que le digo? ¿Cómo Alberto pudo seguir adelante? ¿Cómo logró ser feliz a pesar de todo? Lo odié, comencé a odiarlo como a nadie, incluso más que a mi padre. Sí, señor cura, lo odiaba a morir. En cada carta donde me contaba de sus viajes, de su éxito como periodista, de lo amado que se sentía por su esposo, lo odiaba más y más.
Después de años sin vernos, Alberto regresó a casa. Quería verme, me extrañaba. Eso me dijo. Se le percibía radiante, sus ojos brillaban, llevaba siempre una sonrisa en el rostro. ¿Se da cuenta, señor cura? ¿Se da cuenta de lo que le digo? Alberto era feliz, un hombre feliz y yo me sentía muerta y seca por dentro. No soportaba su dicha, apenas podía disimular mi enojo, mi ira, mi frustración. Para sentirme un poco mejor puse música y dejé que se escuchara «Lord help me please», la canción preferida de nuestra madre. Her children she taught them / How to be proud in the face / Of adversity / She gave them the love, respect and understanding / Showing them The way to be free / Lord help her please/ Lord help her please. Luego le ofrecí café y nos sentamos en la sala de estar. No sentía ganas de hablarle, de estar ahí, viéndole su sonrisa irónica, aquella sonrisa que era como una burla, un punzón atravesado en mi pecho.
«Te veo un poco demacrada, mi hermana», comentó. Sentí que una bola de fuego me subía desde el estómago y luego se me trabó en la garganta. Con el café que me quedaba en la taza la deshice. Apreté los dientes e hice silencio, mirándole fijo a los ojos. Él terminó el último sorbo y acomodó su taza en la pequeña mesa al centro de la habitación. «Tengo mucho que contarte. Pero, antes que nada, quiero decirte que David y yo vamos a adoptar un niño. ¿No es una noticia maravillosa?», soltó con esa sonrisa estúpida que no pude soportar más.
Me levanté. Acomodé mi taza en la mesa y, sin responder a su comentario, le di la espalda. Fui hasta el antiguo cuarto de nuestro padre. Abrí la caja de cartón con las pertenencias del abuelo militar. Tomé el mismo arma con la que había asesinado a su hermano Rufino y luego regresé a la sala. Una vez allí, miré a Alberto que no dejaba de parecer un hombre feliz y le disparé en la cabeza. Comencé a tararear la canción de Dani Klein que aún podía escucharse, mientras veía cómo la sangre de mi hermano corría en un grueso hilo rojo por las losas del piso. Cuando lo vi muerto comencé a reír. Me convencí en ese momento de que solo así podría ser libre, hallar mi propia felicidad. Y era cierto. Hoy soy feliz, feliz como nunca antes, aunque me encuentre en esta mugrienta celda. ¿Lo entiende, señor cura? ¿Entiende ahora por qué lo hice?
©Relato: Milho Montenegro, 2024.
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