TRABAJAR POR CUENTA PROPIA de Héctor Vico

El atraco fue un éxito. Los bancos de las ciudades pequeñas son presas fáciles. Si los ladrones de las grandes ciudades lo descubrieran, dejarían de arriesgar sus vidas en las grandes capitales y se dedicarían a robar en localidades en dónde la policía carece de efectivos.

Afortunadamente la pareja logró hacerse con el botín. Varios miles de dólares que ahora descansan en el asiento trasero, mientras que el Dodge Charger  devoraba kilómetros rumbo a Albuquerque por caminos secundarios paralelos a la  Ruta 40, evitando autopistas y peajes. El motor ruge, la radio emite música del medio oeste pero no dice una palabra del asalto. La sorpresa fue total y la operación impecable. Las rutas rurales alternativas les permiten a los atracadores poner una considerable distancia hacia el anonimato, antes que la fuerza policial logre organizarse.  Fritch es un caserío de dos mil habitantes. Cuando tomaron conciencia del atraco, el Dodge Charger  había desaparecido.

Vestidos con gabardinas grises y máscaras de Bugs Bunny, si decir una palabra ni disparar sus armas, sólo por señas y contando con el temor de los empleados, recolectaron el dinero en menos de cinco minutos. Nadie se hizo el héroe, incluyendo el joven que oficiaba de guardia de seguridad, que se quedó inmóvil del susto.

Al cabo de casi tres horas llegaron al Condado de Santa Rosa en Nuevo México. Abandonaron el Dodge y tomaron el Ford Mustang que días antes mandaron a aparcar en un estacionamiento alejado de la ciudad. Llevaban 250 kilómetros sin sobresaltos. Ahora con un vehículo nuevo, despojados de sus gabardinas y las máscaras, parecían una pareja de enamorados recorriendo la zona rural.

Durante le frenética huida hablaron muy poco. Paulatinamente, cada uno con sus pensamientos y sus planes para gastar el dinero, fueron distendiéndose, aunque no era suficiente. La tensión vivida dentro del banco no terminaba por ceder.  Él la miraba de soslayo. Ella mantenía fija la vista en el camino y conducía veloz pero impecablemente bien, concentrada en los accidentes del camino de ripio, propio de las rutas secundarias. Habían trazado cuidadosamente el itinerario para evitar cualquier control de rutas. Con el nuevo automóvil el riesgo de un encuentro con una patrulla de caminos se había reducido considerablemente. En un par de horas anochecería. Tenían previsto hacer noche en uno de los moteles que hay en la Ruta 40 camino a Albuquerque.

—¿Quieres que conduzca? —preguntó él

—Estoy bien, puedo seguir. No te preocupes—fue la respuesta, y luego agregó—. Si estás aburrido, busca noticias en la radio para ver que dicen.

En la mayoría de las emisoras sólo pasaban música. Únicamente la radio local de Guadalupe emitió un pequeño boletín dando cuenta del robo pero sin dar detalles de la labor policíaca que a partir del hecho se desarrollaba.

—Parecería que son buenas nuevas. No deben tener idea por dónde buscarnos—manifestó él con una sonrisa de alivio.

—No nos confiemos. Estemos alerta. Falta poco para llegar al motel a descansar. Mañana todo terminará.

Lo que la rubia había dicho era verdad. Por fin todo llegaría a su fin. Los dos meses previos fueron de intenso trabajo. Desde que se conocieron en el Dempsey Club, de Nueva York, hasta hoy, siempre estuvieron concentrados en planear minuciosamente el robo.

Él acompañaba a Ricky Scaglia. Era uno de sus esbirros, ella ocupaba la barra sentada a una banqueta, y bebía un coctel de champan con helado de vainilla. Mientras Ricky trabó conversación con Fat y John, él, algo descolocado por sentirse excluido de la reunión de los tres amigos, discretamente se acercó a la rubia.

—¿Te molesta si te acompaño? Estás demasiado sola—había dicho con cierta timidez.

—No me molestas, además esto está demasiado aburrido—y mirándolo fijamente  a los ojos, dijo—. ¿Eres amigo de Ricky?

—¿De dónde conoces a Scaglia?

—En este ambiente nos conocemos todos, cariño—y su sonrisa lo cautivó.

Intercambiaron teléfonos. Quedaron en hablarse y de aquella pequeña conversación nació el embrión de lo que ahora habían consumado. Ella vio en él, la posibilidad de hacer dinero. Él consideró que la rubia era la socia que necesitaba para hacer sus propios negocios por fuera de los Lucchese. Hicieron sus apuestas: sus ansias y ambiciones contra el destino.

Se reunieron varias veces en el Dempsey. Sabían que allí podían hablar libremente y que nadie los molestaría. Distribuyeron las tareas. Él conseguiría las armas. Ella definiría el itinerario. Él proporcionaría los automóviles. Juntos seleccionarían el banco. Ella buscó el motel en dónde alojarse. Todo fue muy profesional pero, inevitablemente,  entre ambos se generó una cierta tensión sexual. Ella coqueteaba, él insinuaba. Nunca pasaron a mayores. El día previo al robo tomaron vuelos separados con rumbo a Amarillo. Se alojaron en distintos hoteles y a la mañana siguiente abordaron el Dodge rumbo a Fritch.

**********

El sol estaba cayendo. La ruta 40 lucía despejada El motor del Mustang bramaba. El calor hizo que bajaran los cristales de las puertas. El viento, entrando a raudales, despeinaba el cabello de la rubia y le daba un aspecto salvaje. Mientras conducía tenía una sonrisa perenne en el rostro. Se estaba aflojando y tal vez, soñando. Él, de manera subrepticia, admiraba su belleza.

A lo lejos divisaron las luces del motel. Fueron disminuyendo la velocidad y aparcaron frente a la habitación N° 17.Mientras ellas se encargaba del registro, con documentos falsos que algún miembro de los Lucchese les había provisto, él bajó el equipaje y el bolso con los dólares.

Cuando ella entro al cuarto, él se había quitado los zapatos y estaba recostado en la cama. Había servido dos vasos con generosa cantidad de bourbon en cada uno y disfrutaba del aire acondicionado. En la televisión se repetía el mismo informe, escueto e impreciso, que difundiera la radio durante toda la jornada.

Ella, desenfadadamente preguntó:

—¿Te bañas tú o lo hago yo?

—Si no te molesta, mejor, yo. Posiblemente a ti te lleve más tiempo.

—De acuerdo, mientras tanto voy a ordenar mis cosas.

Él se duchó rápidamente. Salió del baño con un pantalón corto y se tiró nuevamente en la cama.

Tal como lo había pronosticado, la sesión de baño de la rubia fue extensa pero cuando por fin salió, lo hizo envuelta en una toalla, que arrojó a los pies de la cama para tenderse junto a él.

Esa noche hicieron el amor desaforadamente. No eran pareja, no eran amantes pero, la tensión, el peligro, la euforia de haber logrado lo que se proponían, eran demasiadas emociones contenidas que sólo pudieron canalizar con sus cuerpos.

A la mañana siguiente, antes del desayuno, ella ya estaba alistada para continuar la marcha. Lo había hecho mientras él dormía profundamente. Alistó su maleta, revisó su arma. Verificó que el dinero estuviera en el bolso y con la cantidad correcta.

Él se despertó, extrañado al verla vestida, dijo:

—¿Por qué tanto apuro? Desayunemos y luego continuamos.

Ella lo miró casi con piedad. Sonrió con dulzura y respondió:

—Cariño, lo de anoche no cambia nada. Fue sólo trabajo y adrenalina. Aquí termina todo, como dije ayer.

—¿Qué es lo que termina? No te entiendo. Ahora nos largamos y dividimos el dinero.

Ella solamente dijo:

—Te envía saludos, Ricky “Cuatro Dedos”—y le disparó justo en medio de la frente.

Salió de la habitación N° 17 y abordó un Chevrolet Camaro amarillo que también había reservado y aceleró rumbo a Albuquerque.

En el cuarto, amortajado por las sabanas que se iban tiñendo de rojo, quedó el cadáver del soldado de Ricky Scaglia, que quiso hacer negocios por cuenta propia.  Su error fue abordar a una rubia que bebía un coctel de champan con helado de vainilla, en un club en dónde sólo ganan quienes juegan en las grandes ligas.

Cuando los hechos fueron conocidos, John, el barman del Dempsey,  acuño una frase que aun hoy se repite. Él había dicho:

—Las rubias solitarias, que beben champan en la barra de un bar, siempre tienen un amigo que paga los tragos y otro, que paga las consecuencias.

 

©Relato, Héctor Vico, 2020.

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