HIELO ROJO de Enrique Pérez Balsa – IV Antología Solo Novela Negra

La noche es perfecta, en la fiesta de cumpleaños de su amigo Mario, Antonio ha conocido a una chica explosiva a la que, gracias al valor insuflado por la ingesta de Jack Daniels, ha propuesto ir a su casa. Esperaba como contestación algún exabrupto, pero sorprendentemente ha aceptado. Para evitar que alguna exaltación de la amistad retrasase tan goloso plan, salen haciendo mutis por el foro con risas de complicidad. Antonio se enfrenta a dos hercúleas pruebas; encontrar taxi a esa hora intempestiva y conseguir vocalizar la dirección. ¡Pruebas superadas! Llegan al apartamento y según entran, Antonio se abalanza sobre Verónica, que le para los pies.

—Podemos tomar una copa antes, conocernos mejor.

¿Conocernos mejor? ¿Qué manera hay de conocerse mejor que amanecer desnudos? Asiente con desgana y se dispone a preparar los brebajes.

—¡Vaya! No tengo hielo —se lamenta mientras esboza una sonrisa irónica—. ¿Te vale una cerveza?

—La cerveza me da dolor de cabeza, en cambio, el güisqui me excita.

Una corriente en su columna vertebral eriza el cabello de Antonio.

—¡Sin problema, hay un chino aquí al lado! Ponte cómoda, que tardo cinco minutos.

Sale dando un portazo y, haciendo eses, consigue llegar al local donde irrumpe balbuceando:

—Rápido, una bolsa de cubitos.

Junto al que debe ser el gerente, un asiático famélico con tantas arrugas en la cara que no se le distinguen los ojos, están otros dos de la misma etnia pero con el tamaño de un armario ropero que le miran impertérritos. Se le acerca uno.

—¿Qué es lo que ha pedido?

Una vez más, la ebriedad sumada al grado de excitación se antepone a la cordura. —Hielo, no me toques los huevos. Es cosa de vida o muerte.

Cae en que, de un soplido el armario le puede arrancar la cabeza. Va a disculparse cuando éste asiente y se va hacia la trastienda.

Antonio espera, cimbreando como un junco en día ventoso hasta que la mole retorna con una bolsa.

—Le imaginaba más, no sé… sereno—. Dice el trapo arrugado que está detrás del mostrador.

Antonio introduce la mano en el bolsillo interior del abrigo para sacar la cartera cuando los tres levantan las manos y gritan:

—¡Vale! Perdona, puedes irte.

Sorprendido, se despide alzando el pulgar y regresa altivo pensando que no le han cobrado por su actuación de machote. Entra en el apartamento mostrando la bolsa como si fuesen las tablas de Moisés. Vanesa, que ha puesto música y está sensualmente tumbada en el sofá, aplaude.

Excitado como un bonobo, rompe la bolsa en el fregadero esparciendo el contenido. Sirve las bebidas y cuando se va a sentar, llaman a la puerta. Con gesto contrito deja las copas sobre la mesa y pensando que será algún vecino tocapelotas, abre. Un empujón le tira al suelo e irrumpen cuatro asiáticos portando armas. Dos de ellos se arrojan contra Vanesa impidiéndola chillar, los otros la emprenden a patadas con Antonio hasta que pierde el sentido.

Cuando se recupera, la tenue luz de la mesita del salón exhibe un escenario grotesco. Vanesa está atada a una silla y lleva un trozo de cinta americana que, manchada por los chorretes de rimmel producidos por el llanto, la amordaza. La situación para Antonio es peor, está inmóvil en una silla, desnudo y los precintos le obligan a tener las piernas abiertas.

—Danos el paquete y vuestra muerte será rápida—. Dice mientras le golpea en la cara el cabecilla, que recuerda a un luchador de sumo.

—No tengo ni puta idea de lo que pides, chino de mierda—. Si hacerse el duro ha valido para que le regalasen los hielos, para esto tiene que funcionar.

El interrogador le asesta una patada en la entrepierna.

Mientras las lágrimas resbalan por su rostro se da cuenta de que no ha sido la mejor idea de la noche.

—De verdad que no sé lo que pides, déjanos en paz—, suplica.

—Has salido del local de Xian con el paquete y te hemos seguido.

—¿Paquete? ¡Solo es hielo! Está en la cocina.

El seboso líder hace un gesto con la cabeza y uno de los sicarios corre hacia la pila, empieza a lanzar por todas partes los hexaedros helados hasta que se vuelve negando con la cabeza: —Igual, como ha reventado la bolsa, se ha colado por el sumidero.

—Mira en el tubo sifónico—, ordena el balón de pilates.

Sin dilación, abre las puertas del fregadero y la emprende a patadas con la mala fortuna de romper el tubo de entrada de agua de la lavadora, provocando un geiser que le empapa tanto a él como al resto de los presentes.

—No eres el más listo de la banda, no. Si cierras la llave de paso no tendremos que desarrollar branquias—, dice Antonio.

Otra patada en los genitales le recuerdan que el sarcasmo puede ser útil en las películas, no en la vida real.

Una vez destrozado el sistema de desagüe, vuelve a negar.

—Escucha, tío duro, tienes tres segundos para decirme dónde está, o matamos a tu novia.

—¡No sé qué queréis!

—Tres.

—¡Lo juro!

—Dos. ¿Y cómo sabías la contraseña?

Las lágrimas se mezclan con los fluidos que expele la nariz: —¿Contraseña? Si uso un mismo pin para todo porque se me olvida hasta el día de mi cumpleaños…

—Y uno. ¡Mátala!

Se oye un ruido sordo y Antonio grita. Seguidamente, una serie de explosiones atronan la estancia como si fuesen las Fallas de Valencia. Se tira al suelo cerrando los ojos y esperando que la muerte no duela mucho.

Silencio.

Nota que le levantan, no se atreve a abrir los párpados hasta que una voz dice:

—Tranquilo, todo ha pasado.

Abre los ojos y en el pequeño salón hay más gente que en el Woodstock de 1969, pero todos vestidos como marines.

—Soy el teniente Peláez, de los GEO, hemos reducido a sus atacantes con éxito.

—¿Y Vanesa?

—A su acompañante la están liberando.

—Gracias, Dios mío. Vanesa, ¿Cómo estás?—, exclama Antonio mientras ve que Vanesa se acerca a él. Es lo que necesita, un abrazo, en un futuro se reirán de esta rocambolesca situación. Pero en vez de recibir la caricia esperada le obsequia con una patada en las gónadas mientras esputa:

—¡Gilipollas!

—Tiene que entenderla, el trauma es importante, pero no se preocupe, los sicólogos del cuerpo la atenderán inmediatamente.

—Mi preocupación está en mis genitales. Deberían llamar a un urólogo… Y ¿no pueden soltarme?

—Claro, primero atendemos a los más débiles—. Saca un machete que daría envidia al Cid Campeador y le libera. Antonio, entre exclamaciones de dolor se cubre con su chaqueta que, aunque empapada, por lo menos le cubre las vergüenzas.

—Y ahora, díganos dónde está.

—¡Y dale! Ya se lo dije al chino ese que ahora tiene la cabeza como un revuelto de morcilla. No sé de qué me hablan.

—Llevamos meses siguiendo a una organización terrorista israelí, el Kahane Chai que robó el chip con las claves para el lanzamiento de las bombas nucleares Iraníes. La CIA los tenía controlados hasta que entraron en escena los fanáticos Aum Shinriyö, japoneses, no chinos como usted piensa. Les masacraron y vinieron a España creyendo que así nos esquivarían. No contaban con nuestro magnífico CNI.

—Preciosa historia… ¿Pero yo qué pinto?

—La tienda donde fue, es un piso franco. Esperaban a un sujeto muy peligroso que se encargaría de llevar el chip a Japón. Como teníamos vigilado el emplazamiento vimos como le daban a usted el paquete. Mediante una foto que le hicimos y el sistema de reconocimiento facial verificamos que usted no era el tipo en cuestión, íbamos a detenerle cuando nos percatamos que le seguían y esperamos a ver qué sucedía. Creo que por pura chiripa dijo la contraseña, pero revisada la estancia veo que le dieron gato por liebre y no el paquete bueno. Nosotros nos vamos pero ya vienen los inspectores y los forenses a levantar los cadáveres.

Desaparecen con el mismo sigilo que entraron, como una manada de elefantes. Antonio mira alrededor y se le cae el alma al suelo, suspirando coge su copa y se la bebe de un trago. Algo duro se le atraviesa en la tráquea y aunque intenta pedir auxilio, nadie le oye.

FIN.

—¡Menuda historia! —exclama Paco cerrando el libro—. Ese pobre Antonio se merece que me tome un buen bourbon en su honor.

Cuando se va a servir le falta un ingrediente fundamental, hielo. Contratiempo menor ya que hay un colmado al lado de su portal. Baja y al entrar en el establecimiento hay un chino famélico detrás del mostrador con tantas arrugas que no se le distinguen los ojos y dos tipos fornidos.

Paco empieza a sudar y balbucea:

—Hielos en paquete, no, un paquete sin hielos, no, hielos en bolsa.

—¿Qué es lo que ha pedido?

Sale del establecimiento haciendo aspavientos con las manos mientras piensa:

—Era solo una novela negra… ¿o no?

 

©Relato: Enrique Pérez Balsa, 2020.

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