POR TI, MARTITA de César Augusto Villamizar

El rechinar de aquella vieja mecedora irrumpía la tranquilidad de la vieja casona de los González. Sobre ella, siempre pensativo, Emilio no despega su mirada del reloj de campana que, desde hace más de treinta años, cuelga en la pared. Rememora sus años mozos, aquellos en los que constantemente se vio envuelto en delitos y era miembro de una reconocida banda cuyos compañeros, en su mayoría, no sobrevivieron a esas andanzas.

Sendas lágrimas se deslizan por sus mejillas cuando recuerda el momento más triste de su vida, hace cuarenta años, cuando, en medio de una borrachera y con droga hasta los tuétanos, su amada Marta, murió en sus manos, en  un escandaloso caso que le costó un año de cárcel, de donde salió en libertad tras ser absuelto de un juez.

Martita, como la llamaban por cariño por ser la menor de cuatro hermanos, era la única chica que el entonces inquieto joven amaba con sinceridad. Sobre aquel triste episodio, ocurrido en una madrugada de fiesta y bebidas, la policía determinó que la jovencita resultó asfixiada, pero para Emilio ello nunca sucedió. No recordó algo sobre este hecho que fue tan dramático en su vida que no volvió a enamorarse y nunca la olvidó.

Tampoco olvidó la sentencia amenazante de Eduardo, el hermano mayor de Martita, quien, tras ser absuelto por el juez por falta de pruebas, juró que no descansaría hasta que pagara con su vida por la muerte de su hermanita menor.

Retirado de aquella mala vida, Emilio, ya con 65 años, se encerró en la vieja casona de sus tíos, los que lo criaron desde niño. Espera a solas la muerte.

A pocas cuadras de la vieja casona, se encuentra Eduardo Medina, el hermano mayor de Martita, hospedado en una de las habitaciones del único hotel del barrio. Su detective le aportó los datos necesarios y espera el momento de la venganza.

Se mira en el espejo, guarda un revólver, Smith and Wesson,  calibre 38, en el bolsillo izquierdo de su chaqueta.

Observa el reloj de manilla y expresa, en voz baja: “Llegó el momento”,

Son las nueve de la noche, Eduardo camina lentamente por la oscura y solitaria calle que lo llevará a la vieja casona donde está Emilio, a quien ha vigilado durante tres días. Se aseguró que estuviera solo.

Emilio se levanta de aquella vieja mecedora. Camina hacia la cocina. Toma un cuchillo para picar un pedazo de queso para comer con pan.

Eduardo está decidido, aunque prefiere tomar un fuerte trago antes de proceder. Se detiene. Introduce su mano izquierda al bolsillo derecho interno de su chaqueta, de la que saca una pequeña botella de aguardiente. Bebe dos veces y sigue su caminar. Se imagina que tiene al homicida de su hermana frente a frente.

Emilio come dos panes con un trozo de queso. Sostiene el filoso cuchillo en su mano derecha. Por segundos, recuerda cuando practicaba con cuchillos unos 45  años atrás. Aún no ha perdido su habilidad para clavar un cuchillo en el banco a varios metros de distancia.

Escucha que alguien toca la puerta tres veces. Se extraña y guarda silencio. Mira el reloj en la pared y observa que son las nueve y diez de la noche.

Espera que toquen nuevamente y, en segundos, escucha el toque. Sostiene un pedazo de queso en su mano izquierda y el cuchillo en la derecha.

Eduardo, impaciente y nervioso, sabe que la puerta se abrirá en segundos. Hace rato tiene su mano derecha en el bolsillo izquierdo de su chaqueta, donde sostiene con fuerzas el revólver. Está listo para disparar.

La puerta se abre. Emilio reconoce en el acto los ojos de aquel hombre alto, fornido y moreno, quien lo está apuntando con el arma.

¡Llegó el momento, Emilio. Es horade que pagues…!, exclama Eduardo, quien dispara dos veces contra el pecho de Emilio.

Emilio se defiende de inmediato. Con habilidad nata, acomoda el cuchillo para lanzarlo y lo hace rápidamente. Lo clava en el lado izquierdo del pecho de Eduardo, quien huye como puede. Se sostiene de la pared de la vieja casona y se desploma.

¡Por ti, Martita. Lo hice por ti…!, dice en voz baja antes de morir.

Eduardo está en la habitación, con un retrato de Marta en sus manos ensangrentadas.

¡Todo pasó por ti, amor mío. Por ti, Martita!, clama para cerrar lentamente sus ojos y expirar.

 

©Relato: César Augusto Villamizar

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