NADIE ASESINA A UN PERDEDOR por Juan Pablo Goñi

¿A quién se le ocurriría asesinar a un perdedor? El interrogante asaltó a Hughman apenas finalizó un recorrido ligero por la vivienda, cuidando de no alterar las evidencias que recogerían pronto los integrantes de la policía científica. Trimpetti examinaba el cadáver; lo había eludido, el humor negro del forense podía esperar. Dejó que el alemán se entendiera con él; Hersenmann estaba muy interesado en el rostro de la víctima.

            El inspector abrió la heladera: un tomate reseco, un huevo, un limón exprimido. Sobre la mesa, botellas vacías sin etiquetas; olfateó un vaso, no eran de bebidas alcohólicas. El muerto no se preocupaba siquiera por cargar las botellas y ponerlas a enfriar. Intentó encender la luz; no funcionó. Volvió a la heladera; estaba apagada, de allí que no cargara el agua. El servicio eléctrico estaba cortado; era obvia la causa, falta de pago.

            Sobre la mesa de la cocina, en el piso, en la sala, hasta en el baño había tickets de jugadas de quiniela. El éxito había esquivado con eficacia los intentos del hombre que yacía en la silla, atado; las marcas de tortura eran identificables a metros de distancia. Hughman se apartó, dejó que circularan los oficiales de la segunda y salió en busca de aire fresco.

            El teniente Pelicchi estaba delante, fuera de la vivienda podía comer girasoles y arrojar las cáscaras sin que lo censuraran. El inglés se le acercó, observó el vecindario. Raleaban las viviendas, algunas estaban rodeadas por pequeños montes. Vio terrenos extensos cercados por alambrado, como si fueran campos.

            —Este caso va para ustedes, seguro.

            Pelicchi no se molestó en disimular sus pocas ganas de trabajar en el crimen; escupió las cáscaras sobre el yuyal que hacía las veces de jardín y se llevó otra semilla a la boca. Las torturas negaban la hipótesis más común en las muertes de la zona, un entrevero después de una discusión alimentada por el alcohol u otras substancias. Ergo, sería necesaria una investigación más extensa, y para ello estaba la brigada de investigaciones; acertada la conclusión de Pelicchi, ¿para qué iba a esforzarse si el caso lo seguirían otros?

            —¿Conocido el hombre? —inquirió el inglés.

            —¿Por antecedentes? No, no lo teníamos registrado. Pablo Dulce, cincuenta y dos años según el documento.

            Ningún arreglo de cuentas, la comisaría de la zona no hubiera desconocido la carrera criminal de quien vivía bastante apartado.

            —Alguno dijo que se lo cruzaba en la agencia de quiniela, allá, a unas doce cuadras.

            Pelicchi señaló hacia el sur, donde la urbanización semejaba al resto de las barriadas de la ciudad. El dato resultaba redundante para quién había visto infinidad de boletas repartidas en la casa.

            —Bien no le iba, al parecer. ¿Se sabe si vivía solo?

            Semejante escenario era una exageración para un caso de marido o novio celoso, la pregunta era parte lógica del cuestionario previo a introducirse de lleno en la investigación.

            —Por lo que se ve, sí.

            Las respuestas de Pelicchi distaban de agregar datos. El inspector había recorrido la vivienda, el cuarto no exhibía signos de presencia femenina, un revoltijo de prendas malolientes sobre la cama sin tender, el ropero casi vacío. En el baño, apenas un cepillo de dientes y una pasta de jabón. Las toallas, húmedas, estaban sobre el vetusto sofá de la sala.

            Hersenmann salió. Hughman lo notó pensativo, una actividad a la que alemán no se entregaba con frecuencia.

            —¿Algún dato te dio Trimpetti?

            Se sobresaltó el detective. Demoró hasta comprender a qué se refería su superior.

            —Ah, parece que murió ayer a la noche, le dieron un balazo en la frente.

            Más datos superfluos, ambas afirmaciones las había deducido Hughman mirando por sobre el hombro del forense. Pelicchi bostezó; las diez de la mañana, quizá estaba de turno desde la noche.

            El inglés insistió.

            —¿Elementos de tortura?

            —Hay unos cortes, pero la mayoría son golpes. Lo que me llama la atención es que a esa cara la tengo vista. No lo conozco, pero lo he visto seguido.

            Hersenmann vivía lejos de esa zona, el punto de encuentro tendría que ver con alguna costumbre del joven. Hughman se lo hizo saber; el alemán alzó una ceja.

            —Puede ser… ¿el bingo?

            Seguro, ¿qué duda podía caber? Media ciudad concurría al bingo, ¿cómo no iría un hombre tan desesperado por el juego como Pablo Dulce? La camioneta de la científica se detuvo. Descendió la teniente Almada y el teniente Strozzi, la veteranía y la novatada en conjunto. Pelicchi se adelantó y les dio un parte escueto. Los policías se colocaron guantes e ingresaron con las cajas oscuras donde portaban sus elementos de trabajo. Casi pisándolos ingresó el fotógrafo; descendió corriendo de un Corsa deshilachado.

            Los hombres de la brigada saludaron y volvieron a lo suyo.

            —¿Pasó algo grave en estos días?

            Hersenmann lo miró como pidiendo la repetición de la pregunta.

            —Digo, se me ocurre que pudo ser testigo de algo y por eso lo liquidaron.

            —Mm, ¿y la tortura, inspector? Si querían que no hablara, no necesitaban torturarlo antes.

            —Siempre que los asesinos fueran los sorprendidos por el testigo. Pudo ser otro grupo que quería conocer la información con que contaba Dulce.

            Improbable, se dijo el inglés al mismo tiempo que elaboraba la hipótesis en voz alta. El móvil del crimen no se le venía a la mente. Ni tampoco era seguro que fueran asesinos, en plural; un hombre con un arma pudo reducir y atar a la víctima.

            Hersenmann gritó; exagerado, se había pinchado con un cardo.

            Caminaron hasta la calle de tierra para eludir nuevos contratiempos con la vegetación. El matorral invadía las paredes, salían hierbajos de las juntas del techo. Dulce vivía para jugar. Y para perder. Lo último que podía esperar una persona así, era que la asesinaran.

            Lo positivo del aislamiento era la falta de vecinos molestando las tareas policiales. Nadie asomaba desde los setos vecinos. El inglés apreció la tranquilidad, aunque no le trajera respuestas.

            La situación se mantuvo hasta el paso de la primera camioneta rumbo a Blanca. El conductor redujo la velocidad al encontrarse con la concentración de vehículos policiales. Minutos después, surgieron cabezas y cuerpos desde los setos y montes cercanos; más automóviles pasearon frente a la casa del infortunado Dulce, la gente había descubierto de pronto que tenía cosas urgentes que hacer.

            La paz se había quebrado, lejos de quejarse, Hughman azuzó  varios oficiales que holgazaneaban; abandonaron la indolencia y fueron de recorrida por el despoblado vecindario, alguien debió oír el disparo en la noche.

            Dos  horas más tarde, cuando se había marchado hasta el cadáver, Hughman y Hersenmann repasaban el resumen de las declaraciones recogidas apoyados en el pilar que cubría una casilla de gas. Una súbita epidemia de sordera había evitado que se oyera el disparo.

            Los curiosos no conformaban una turba pero eran más de diez, a pasos del yuyal delantero de la vivienda. La cinta roja y blanca de clausura no iba más allá de la puerta del frente; no habían hallado elementos probatorios en el somero rastrillaje del terreno circundante.

            En un instante, el oriundo de la colonia alemana quitó la vista de la hoja  manuscrita en azul y alzó un tanto la ceja. Hughman lo advirtió.

            Un hombre menudo se aproximó a los investigadores. Llevaba una bicicleta a la rastra. Hersenmann hizo un paso hacia atrás, estudió al hombre mientras el inglés lo atendía.

            —Dígame, oficial, ¿encontraron algo?

            —¿Algo como qué?

            El hombre titubeó. Se pasó los dedos por la mejilla derecha, volvió la mano a la bicicleta.

            —No sé, se comentaba que este Dulce guardaba plata…

            Hughman echó un vistazo a la edificación descuidada; le vinieron ganas de sonreír, ¿guardaba plata y vivía sin electricidad? A punto de mandar a paseo al sujeto, percibió la actitud concienzuda de su subalterno. Decidió mantenerlo consigo para darle tiempo a la mente lenta del alemán.

            —¿Usted dice plata de droga, como un testaferro?

            Palideció el hombre, de por sí blancuzco. Ojeras, barba de dos días, ropa arrugada; ese sujeto no había dormido.

            —¡No! No sé, bah.

            —¿Lo conocía?

            El inspector detectó el arrepentimiento en los gestos mínimos de su interlocutor. Hersenmann hizo un paso al costado; dos mujeres y un jovencito se habían colocado más cerca, para oír el diálogo y contar con entretenimiento para sus almuerzos.

            —¿Yo? No, para nada. O sea, lo veía, yo vivo por ahí.

            El gesto vago no engañó al inglés. No era un vecino. El cuerpo del policía se enderezó, su instinto presagiaba acción. El hombre movía los ojos como si así pudiera hallar una vía de escape.

            —¿Cómo sabe lo de la plata?

            —Bueno, se dice que Dulce vivía del juego.

            ¿Era consciente ese hombre de zapatillas gastadas que estaba hundiéndose en una ciénaga a cada frase que agregaba a su inoportuna intervención? Hughman extrajo el teléfono, no tenía la libreta consigo; prefirió no molestar al alemán, que sostenía la hoja con el resumen de las declaraciones.

            —Deme sus datos, así lo citamos para declarar.

            —¿Yo? Yo no sé nada. Dicen, dije, dicen por ahí.

            El hombre volvió a repetir el tic de los dedos sobre la mejilla. Hersenmann se decidió. Movió a Hughman con suavidad y extrajo su 9 mm.

            El círculo formado por los curiosos se abrió. El hombre quiso trepar a la bicicleta; chocó el pie con el caño, se enredó y cayó.

            —Usted conoce a Dulce del Bingo, yo lo he visto.

            Con rapidez, el alemán colocó las esposas al curioso. Lo alzó desde las muñecas, sin preocuparse por las protestas del sujeto. Los rastros de expectación lo animaron a extenderse en la explicación.

            —Me costó reconocerlo, inspector, pero ese gesto lo vendió. Anoche no fui al bingo pero escuché que salió el Jackpot de cien mil pesos. ¿Eso era lo que teníamos que encontrar?

            —Por favor, tengo hijos… —dijo el hombre y se hincó.

            El inglés caminó hasta el automóvil, solitario en la calle de tierra; el hombre confesaría, estaba quebrado, sabía reconocer a un humano débil tras los años de carrera. La misma debilidad lo había condenado, quiso saber del dinero porque no pudo resistirse a la codicia.

            Hersenmann alzó al preso sin contemplaciones y lo arrastró tras su superior.

            Tras el parte, en tanto el alemán arrojaba al detenido al asiento trasero, Hughman dedicó una última mirada al escenario. Sábado, el pobre Dulce no había tenido tiempo para reconectar los servicios.

            —¿Nos quedamos hasta que vengan refuerzos?

            —¿Para qué, si este tipo ya está entregado?

            —Por los cien mil pesos, digo, inglés. O estos se van a meter a buscarlo.

            El inspector observó a las personas a las que aludía su colega. Más allá del desgate de las ropas o del estado de cabellos y caras, los ojos le dijeron que eran parientes del muerto; parientes en la desolación, en la derrota. Quizá dieran con el dinero escondido antes que llegaran los hombres de la segunda, quizá no; se merecían jugar esa mano.

            Sin responder, aceleró rumbo a la comisaría. Estaba satisfecho, el Jackpot había confirmado su premisa, nadie se tomaba el trabajo de matar a un perdedor.

 

©Relato: Juan Pablo Goñi, 2019.

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