LA HABITACIÓN 715
El hombre de 30 años, enjuto y de piel cetrina, salió del ascensor y con paso firme enfiló el pasillo que conducía a la habitación 711 del Hospital de la Vall d’Hebrón de Barcelona. Desde el mostrador de enfermeras una de ella, Juani, le llamó:
—¡Ramiro!
—¿Qué ocurre?, ¿está peor?
Un rictus de interpretación indefinida apareció en el semblante de Juani:
—No, sigue estable. Pero le hemos cambiado de habitación, ahora está en la 715.
Escucharlo hizo que Ramiro arrugara el ceño. Su tío llevaba quince días en la sección del hospital destinada a los enfermos de cáncer. Tiempo suficiente para saber lo que significaba el número 715.
En todas habitaciones, de la 701 a la 725, había dos enfermos separados por un biombo, excepto en la 715, que aun siendo de las mismas dimensiones que el resto solo acogía a uno. La razón era que allí iban, mejor decir acababan, los terminales, los que tenían el final próximo, dos o tres días como mucho desde que la ocupaban hasta que morían. En las pocas ocasiones que la puerta de la 715 permanecía abierta uno podía saber que no llegaba del exterior claridad alguna, la persiana de la ventana bajada, tan solo una pantalla de luz en el dintel de la puerta arrojaba una mínima penumbra que permitía ver el bajo de la cama con la sábana cubriendo los inmóviles pies del moribundo.
—¿La 715, eso significa que…? —a la enfermera.
Ella, con quince años en Oncología tenía el suficiente oficio para poner algo de esperanza y consuelo ante preguntas como aquella. También facilidad para las mentiras piadosas:
—No es lo que te imaginas. Solo que… venís muchos a visitarle. Los familiares de la otra interna del 711 con la que estaba se han quejado, por eso lo hemos trasladado.
Eso era cierto, su tío Sebastián era el patriarca gitano del clan de los Cacereños del barrio Camps Blancs de Sant Boi, una ciudad satélite que durante el Franquismo y antes de cambiarle el nombre se llamó “Cinco Rosas” en referencia al himno de la Falange: “…y traerán prendidas cinco rosas, las flechas de mi haz”, y desde su ingreso los miembros de su familia acudían en oleadas a hacerle compañía. No era raro que se juntaran diez o doce adultos acompañados de sus churumbeles haciendo caso omiso del cartel donde podía leerse: «En la habitación solo se admite la presencia de dos visitantes por cada paciente», algo que los cacereños no se consideraban obligados a cumplir. Aquello era para los payos, decían.
Ramiro entró en la 715. La tía Antonia y su hermana, el tío Perico y sus tres hijas estaban allí. El semblante de tío Sebastián seguía tan lívido como lo dejó la tarde anterior cuando él abandonó el hospital. El silencio que reinaba fue roto por lo que salió de labios del enfermo al reconocerle:
—Dejadme solo con Ramiro.
—Tito —Antonia, dirigiéndose a tío Sebastián—, te he traído torrijas, ¿te apetece una?
—Ahora no. Salid —su tono mostraba un cierto enfado porque su orden no se hubiera cumplido ya.
En aquel momento hizo su entrada la tía Paca con dos de sus nietos. Fue Antonia quien, levantándose de la silla que ocupaba junto a la cama, le dijo:
—El Tito quiere que salgamos.
A los pocos segundos se cerraba la puerta de la habitación y quedaban solos tío y sobrino.
—Esto se acaba… —la voz del patriarca era apagada, nada que ver con el trueno de antaño.
Ramiro guardaba silencio hasta oír lo que el Tito tenía pensado decirle:
—…Y alguien debe ocupar mi sitio cuando yo falte. Los hay con más edad que tú… Ricardo, Jesusín, Alonso… Pero no confío en ellos. Los hijos de Ricardo trapichean con la droga, Jesusín es débil y… Alonso es más payo que gitano.
Ramiro podía decirle que se pondría bien, que pronto volvería a Sant Boi, que faltaban diez días para que el mayor de sus nietos, Sancho, cumpliera doce años. Lo celebrarían todos juntos. Pero la mano derecha del patriarca levantándose unos centímetros le hizo saber que se guardara aquellas mentiras.
—Escúchame, Ramiro. Hace 40 años el tío Rafael… tú no lo has llegado a conocer, me invistió como su sucesor… Él tuvo más tiempo del que yo dispongo ahora para prepararte… Este jodido cáncer me está devorando deprisa… Quiero que me escuches con atención.
Ramiro no se consideraba la persona adecuada para sucederle, no se sentía capacitado, había otros mejores y antes que él… Pero sabía que no le convencería. Su tío no emitía opiniones, sino órdenes.
—Las cosas han cambiado mucho desde entonces. La droga nos ha hecho mucho daño. Dinero fácil, relacionarse con los payos… Nos ha quitado poder a los patriarcas, ¿cómo imponerse a quien es capaz de hacerse con miles de euros cada semana?… Y eso es malo, rompe nuestra unidad, nuestras raíces, nuestra familia… la obediencia a los ancianos.
Su respiración se hizo entrecortada, tosió. Ramiro puso la mano sobre su hombro:
—¿Quieres que avise a la enfermera?
La respuesta tardó en llegar el tiempo que necesitó para que sus bocanadas en busca del aire cesaran:
—No, si hace falta ya lo haré yo.
Alguien llamó a la puerta, que se abrió dando paso al médico de día, la reglamentada visita de cambio de turno.
—Estamos ocupados —Sebastián—, déjenos solos.
—¿Cómo ha pasado la noche?
—¿No me ha oído? Fuera.
Tras unos instantes de vacilación el recién llegado volvió a salir. En su expresión Ramiro vio reflejado lo que pensaba: Aquel viejo quería morir sin que lo molestaran. Que fuera pronto, porque ya había dos aspirantes para ocupar la 715. Quizá debían destinar otra habitación a la misma finalidad, tal vez la de al lado, la 716…
—¡Condenados matasanos! —el tío Sebastián, al quedar solos—: ¿a quién quiere engañar? Lo mismo que el cura… esta madrugada quería que me confesara para obtener el perdón de Dios… ¿Dios?, ¿dónde estaba Dios cuando en la guerra mataron a mi padre y a mis dos tíos en la plaza de Plasencia?… ¿dónde cuando los moros violaron a mis dos hermanas y degollaron a mi abuela?
Nuevos segundos de espera antes de seguir:
—Escúchame con atención. Empezaré por hablarte de mis tres hijos, Rubén, Genaro y Baltasar…
Fue desgranando lo que pensaba de ellos. Su carácter, sus debilidades, sus ambiciones… Pasó después a sus dos hermanos, lo mismo. Ramiro le escuchaba, sabía que cuando ocupara su sitio necesitaría aquella información. Toda una vida de acontecimientos, relaciones y secretos destinados a darle la ascendencia suficiente para obtener una sumisión incontestable, el respeto del clan. Respeto, una palabra que en el mudo de los gitanos es un referente de relación, dependencia y jerarquía.
Al rato las palabras cada vez más distanciadas del monólogo fueron interrumpidas por un estertor:
—Estoy cansado, déjame solo… Dile a Antonia que pase, pero solo ella…. Tú espera fuera, volveré a llamarte… y seguiremos. No olvides lo que te he dicho…, en un momento u otro te será necesario.
—¿No quieres que avise al médico?
—No, prefiero la compañía de Antonia… —a las demás mujeres del clan solo las había nombrado relacionadas con los hombres, sus deseos, sus hijos, sus frustraciones, sus rencillas…, pero la tía Antonia era algo especial—: Acude a ella si algún día necesitas un consejo… Escúchala, es una mujer sabia y prudente.
Salió de la habitación y se lo comunicó. Nadie cuestionó que fuera ella la que entrara, ni le preguntaron de qué habían hablado el patriarca y él.
Una hora más tarde la tía Antonia volvía a aparecer. Su rostro era una máscara de dolor, sus ojos enrojecidos, en los labios una mueca que intentaba contener el llanto.
—Pasa tú, Ramiro.
Todo el recinto, desde el rellano de la escalera y el vestíbulo hasta el pasillo estaba lleno de miembros del clan, algunos llegados de Portugal. Había corrido la voz de que el final del Tito estaba próximo y querían estar presentes cuando eso sucediera.
Ramiro se colocó en la misma posición de antes a la cabecera de la cama y esperó hasta que:
—A todos nos llega la hora… —su mirada pasó del techo a su sobrino—: ¿Sabes lo que siento en este instante?… Más que lamentar los errores del pasado, lo que he hecho mal, incluso el daño que he causado…, es la huella que dejaré al irme lo que me preocupa… Ya no tengo tiempo para nada, solo para despedirme. Y quisiera…, quisiera, que mis últimas palabras quedaran como una señal, un faro para los míos que les evite errores…, que les sirva de protección… ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sí, tío.
—Cuida de los tuyos… Corrige sus equivocaciones con tacto pero con firmeza, no muestres debilidad, porque la debilidad del que manda es la antesala de la desobediencia… Dicen muchos que el mundo ha cambiado. Internet, los móviles… Muchas cosas son diferentes de cuando yo era joven. Pero los hombres…, los hombres…, la sociedad…, es la misma… A nuestra raza, a los gitanos, mucha gente…, la mayoría de los payos, nos desprecian…. Nos ven como algo raro, marginal, de lo que hay que protegerse, ¿sabes a qué me refiero?
—Sí, tío.
—No reniegues jamás de nuestros orígenes ni de nuestra cultura… Los débiles, los demás, la mayoría con los que tratarás…, lo que respetarán en ti será lo auténtico, lo verdadero, lo puro… Porque eso les da miedo, porque son incapaces de hacerle frente…, incapaces de dar la cara… Son… cobardes. Nuestra raza ha sobrevivido a la marginación, persecuciones…, masacres… El propio Hitler quiso acabar con nosotros porque nos consideraba… una raza inferior, al mismo nivel que los tarados mentales.
El patriarca cerró los ojos, por un momento Ramiro pensó que podía haber muerto. Pero su pecho, aunque cada vez con mayor debilidad, seguía subiendo y bajando. Entre palabra y palabra el silbido del aire al entrar y salir de sus pulmones enfermos.
—Quiero explicarte algo… una enseñanza que recibí de quien menos lo esperaba… —un esputo, que Ramiro recogió con su pañuelo—: Hace años, muchos…., quizá veinte o más…, la asistenta social del Ayuntamiento trajo a un escritor al centro cultural del barrio…, para hablar de las barracas de Casa Antúnez…, ya sabes, el poblado asentado a la entrada del cementerio de Montjuic… Se llamaba… Manuel Vázquez… y pronunció una frase para alabar a los gitanos que allí vivían que…, en principio me pareció sin sentido… Dijo: «Es preferible que la pobreza sea sórdida y no mediocre»… Di muchas vueltas a lo que se escondía tras esta afirmación, aquello que le daba sentido… Cualquiera diría: ¿No es mejor tapar la pobreza, la miseria, ocultarla, que enorgullecerse de ella?… ¡No, no! —la doble negación rebotó con fuerza en las cuatro paredes de la 715. Sebastián necesitó un silencio más prolongado antes de poder seguir—: Esconder, tapar la realidad con una mentira te hace… débil. —Ramiro notó el contacto frío y húmedo de su mano al posarse en la suya—: No te avergüences de lo que eres…, de lo tuyo, de tu gente…, porque si lo haces te estarás negando a ti mismo… Sé sincero… No hagas caso a las miradas de desprecio o por encima del hombro, sé tú…. ¡tú! Sin miedo. ¿Lo comprendes?
—Sí tío.
—Me queda poco, lo presiento. Apenas nada… Anda, dame la garrota —su barbilla hizo un movimiento apenas perceptible hacia el rincón de la habitación donde apoyado descansaba un rugoso bastón.
Ramiro se levantó y se lo entregó. El patriarca le encaró la empuñadura:
—Tómalo, es tu señal de mando… Pero… úsalo con prudencia.
Fueron sus últimas palabras, un estertor brotó de su pecho, su último aliento. La curva que se dibujaba en pantalla colocada al otro lado de la cama y que recogía sus constantes vitales se transformó en una línea plana, mientras un pitido de alarma saliendo de su interior llenaba la habitación 715.
Texto: © José Vaccaro Ruiz, 2019.
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Vázquez Montalbán tuvo una muy especial sensibilidad hacia los marginados, este relato quiere ser un homenaje a su memoria, a la vez que un lamento por su ausencia.