PERDEDOR

Eliezer Lassarre se detuvo delante de una caseta telefónica y echó una fumada, algo más que los grafitis y palabras obscenas llamaron su atención: el viento agitaba un papel que yacía pegado con cinta a la cabina, era la descripción de una jovencita de 15 años desaparecida hacía tres días; al final del aviso, la palabra: ¡RECOMPENSA! Observó la foto, mala, por cierto, tomada del Facebook de la adolescente, y aprendió sus rasgos expuestos en el listado de características. Entonces extendió el papel que llevaba consigo, era un número telefónico, así como un nombre; lo rompió y tiró a la basura. Dio otra fumada, en aquel momento comenzó a llover; el agua se precipitaba con tanta violencia que arrancó el aviso de búsqueda. Verónica, ese era el nombre de la chica.

            Lassarre era un detective que poco a poco moría de hambre, nadie requería sus servicios, pues en realidad no era detective, sólo era un vigilante, seguía a su objetivo a todas partes y luego informaba de ello. Tenía 43 años y era un fumador compulsivo, fumaba hasta vomitar; no tenía hijos, ni esposa, el poco dinero que obtenía de cualquier parte lo gastaba en pan, queso de puerco, mayonesa, cerveza y prostitutas. Le gustaba mirarse al espejo, descubrirse famélico; además, estaba seguro de ser portador del VIH; dormía muy poco a casusa de ello, el virus, aseguraba, le hablaba y lo maldecía. Rentaba un cuarto muy pequeño en una vecindad, era muy húmedo y frío, los hongos poblaban las paredes. Allí pasaba la mayor parte del tiempo, tirado en un colchón viejo, tenía por mesa una caja de fruta y páginas de periódicos como cortinas. Sus ropas, todas, estaban gastadas, percudidas; vestía playeras y jeans; por calzado, tenis de lona.

            La última vez que salió fue para hablar por teléfono, pues él no tenía uno propio; algunos contactos le dieron un número, garantizándole un empleo como diablero, pero al ver aquel aviso de la jovencita desaparecida supo que tenía un nuevo trabajo. Y, una vez más, acudió a la cabina, donde halló los restos del papel, sólo los pies y el número de contacto resistían a la intemperie, agitados por el viento.

            Llamó a los padres de la chica y ofreció sus servicios. “No contratamos a nadie, para eso está la policía”, dijeron; “Sólo quiero la recompensa, me la darán cuando la encuentre”, respondió, y les pidió que le hablaran de ella, la escuela a la cual asistía, los lugares a donde acudía, pareja sentimental, amigos, todo. Apenas colgó se sintió perdido, no sabía por dónde comenzar, sólo se dedicaba a seguir a las personas, a merodear.

            Lo primero que hizo fue consultar los informes policiales: todas las personas allegadas a Verónica habían sido investigadas, incluso los profesores y compañeros de colegio, leyó los periódicos locales en busca de alguna pista, algo que las fuerzas de seguridad no hubieran notado. La policía había retrasado la investigación por la muy probable huida de la ahora desaparecida con su novio; tres días después sus padres, por fin, obtuvieron un folio de denuncia. Para entonces, si lo del novio no era cierto, la niña podría estar fuera del país o en alguna frontera a punto de ser vendida o explotada sexualmente. Además de lo dicho no se contaba con más información.

            Respecto a la desaparición de la chica, al menos con la información que se tenía, sucedió de esta manera: Un miércoles por la mañana salió de su casa y se dirigió al colegio, abandonó el mismo a la hora señalada en el horario escolar, las últimas personas que la vieron fueron un par de amigas, quienes dijeron que la desaparecida no tenía novio y aseguraron que había tomado el camino de siempre hacia su casa. El postrero registro que se tuvo de ella fue por medio de las cámaras de vigilancia de la estación del Metrobús; se le ve entrar, pero no salir. Se revisó el sistema de seguridad de todas las estaciones; nada. Desapareció de la faz de la tierra.

            Lassarre acudió a la estación donde la chica abordó el transporte. Allí también yacían sobre las paredes, cristales y unidades del Metrobús, el aviso de desaparición, muchos de ellos estaban rasgados o pintados con frases indecentes y dibujos vulgares. No tenía idea de qué hacer. Se paró en el andén y vio transitar las unidades, le gente iba y venía; quedó petrificado hasta que la unidad 53 se detuvo delante de él, era la misma que abordó Verónica el día de su desaparición. El detective sólo la vio pasar.

            Luego de dos días la noticia de la desaparición de Verónica no existía, estaba olvidada, superada con noticias estúpidas de mujeres y hombres infieles, de bailes eróticos de niños, de balaceras entre bandas de narcotraficantes, ejecuciones extrajudiciales, asaltos al transporte público, en fin. Al día siguiente de ello, sólo las noticias, chismes en realidad, acerca de la vida íntima de la gente, persistían, incluso se les daba seguimiento, sobre todo la noticia de una fiesta de quince años que, de ser privada, por un error era del conocimiento de la sociedad en general.

            Verónica estaba olvidada, muerta, tanto para los medios como para la policía; ya nadie seguía su desaparición. Un producto, eso era lo que la chica de quince años significó para todos; la vendieron como un producto noticioso y como carne. El detective no supo qué más hacer, sólo seguía las pistas de la policía, pero sin más investigación, todo estaba terminado; le dieron carpetazo al caso, uno de tantos, qué más da.

            Una mañana Lasserre tuvo una idea cuando puso la última rebanada de queso de puerco sobre una tortilla untada previamente con mayonesa. Ese taco era su desayuno y quizás la única comida del día, mañana quién sabe. Las mejores ideas surgen cuando la crisis se cierne sobre los desventurados. Y así fue como pensó, incluso obnubilado por el hambre y la sed, de cerveza y mujeres, que si nadie más trabajaba en el caso podía pedir la cantidad que fuera por Verónica; era imperativo encontrarla con vida.

            Eliezer Lassarre tenía una memoria fotográfica. La única vez que vio por medio de los noticieros el recorrido de Verónica captado por las cámaras de vigilancia, se grabó en su memoria, así que pensó en caminar sus pasos, pero luego se preguntó ¿para qué? Habría que recorrer los pasos perdidos, ¿cómo? Tomó su abrigo y salió a la calle, hizo el camino de la víctima, llegó a los andenes del Metrobús y esperó la unidad que abordó la desaparecida. Subió al transporte y ocupó un asiento, el hambre y el cansancio lo hacían cabecear, estaba a punto de dormir cuando se percató que un anciano retiraba con sigilo los últimos avisos de desaparición de la quinceañera. Por lo tanto, puso atención en el viejo, lo vigiló y lo siguió al bajar del transporte; llegó hasta una casa de una sola planta en un barrio lumpen, y el anciano entró en ella. El detective comenzó a rondar el inmueble. Era un basurero, fierros, plástico y cartón por todos lados. El único par de ventanas estaba pintado de negro, la observación desde afuera era imposible, así que decidió guardar la distancia y se tiró en tierra, cual borracho; era un excelente camuflaje. Más tarde escuchó que el residente hablaba con alguien más, su tono era violento, imperativo: “¡come!, ¡calla!”, una y otra vez. Lasserre encontró un escondite entre las planchas de cartones que allí había y se introdujo, desde ese punto podría escuchar, pero cansado y hambriento, quedó dormido.

            Ya sucedía el crepúsculo cuando Lassarre despertó a causa de un golpe, dio un brinco y vio al viejo abandonar la casa a paso lento, esperó hasta que ya no pude verle, entonces se apartó de su escondite y fue hacia la puerta, puso una oreja contra la puerta y escuchó: había algo dentro, un sonido leve, movimientos bruscos pero inútiles. “Es ella”, se dijo, “este viejo la ha secuestrado”. Sin pensarlo rompió el vidrio de la puerta y abrió. Pudo oír una suerte de gemido al entrar, alguien se hallaba al fondo; una cortina sucia fungía como muro.

            Buscó entre sus ropas algo que pudiera servirle como arma, sólo encontró un juego de llaves y un lápiz roto, tomó este último y lo mantuvo delante de él, llegó hasta la cortina, la corrió, y descubrió a Verónica. Yacía sobre una cama sucia y maloliente; la chica aún vestía la falda escolar, su pecho estaba descubierto y herido por rasguños tanto cicatrizados como recientes, sus piernas tenían el mismo aspecto, y su ropa interior se encontraba en el suelo; los ojos de la niña estaban enrojecidos e inflamados; las lágrimas, incesantes. Se hallaba amordazada, atada de pies y manos.

            Corrió a desatarla, sus muñecas y tobillos estaban lacerados e infectados, supuraban; las moscas de cuando en cuando se posaban sobre las heridas. Intentó ponerla de pie, pero se hallaba muy débil y dolorida, apenas pudo sentarse. Sus labios se mostraban secos, sangraban. Lassarre corrió por un vaso de agua y descubrió que una sombra se acercaba; era el viejo. Se ocultó detrás de la puerta, el anciano entró maldiciendo, entonces se escuchó un golpe detrás de la cortina y por debajo de ella apareció Verónica, arrastrándose; en su rostro se dibujaba el terror por aquel hombre, su captor. El viejo corrió hacia ella, pero apenas la tocó el detective se arrojó sobre él y le clavó el lápiz en la nuca, el violador dio un grito horripilante y cayó al suelo, convulsionándose. Lasserre tomó a la pequeña en brazos y estaban por salir del inmueble cuando ella habló: “Estoy embarazada, mátame, por favor”, le dijo al detective. “No puedo, eres todo lo que tengo”, respondió Lassarre. “Es mi abuelo”, dijo la chica, “mis padres lo echaron de la casa por ser alcohólico y juró que se vengaría. Él me secuestró y violó, y ahora siento a este animal moverse dentro de mí, me produce dolores y náuseas, vómitos y dolores de cabeza”. “No, eso no puede ser”, contestó el detective, “es parte del trauma que has vivido. Te llevaré con tus padres y cobraré mi recompensa”. “Mátame, por favor, él me ha embarazado, me viola todos los días, me viola para que le dé un hijo que no sea malagradecido como mi padre; tengo dos meses y hay al menos un parásito dentro de mí, casi estoy segura que son tres”.

            El detective no habló más, estaba por salir de la casa cuando vio que algo dentro de Verónica se movía, revolvía sus carnes desde las entrañas de su vientre. Aquello fue tan extraño y repulsivo que soltó a la chica y ésta fue a dar al suelo; el golpe le rompió la cintura y comenzó a manar sangre de en medio de sus piernas. La cautiva no dejaba de dolerse, se retorcía y emitía débiles gemidos; entonces algo se asomó por debajo de su falda, algo que Lassarre juraba que era una diminuta mano que agitaba los dedos, como si intentara asirse de algo. Eliezer montó en pánico y escapó de aquella casa.

Cuando llegó a una cabina telefónica habló a los padres de Verónica. “He hallado a su hija con vida, ¿de cuánto es la recompensa? Muero de hambre”, dijo. Estaba a punto de desmayarse.

 “Es preferible que la pobreza sea sórdida y no mediocre”, mientras sus ojos se cerraban pensó esta frase que había leído en alguna parte.

 

Texto: © Jorge Armando Pérez Torres, 2019.

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