JARDÍN ROJO
En los titulares de periódicos han hecho énfasis del creciente asesinato de hombres en la ciudad. Las investigaciones del periodista Ramiro González, determinarán quién ha provocado la muerte de estos individuos. Hasta el momento los informes aún son insuficientes.
En el rotativo, un puñado de reporteros, dicen que son casos comunes, sin importancia y forman parte de las estadísticas.
—Nada va cambiar, nadie hará nada como en los feminicidios —el jefe de información, enfrascado en la charla noctámbula, vitorea.
—Ingenuos… —a media voz, González hizo enmudecer a los presentes—, la muerte es una excusa de nuestra pobreza mental inscrita desde el nacimiento. Es preferible que la pobreza sea sórdida y no mediocre, como ustedes bien pueden comprender.
Ramiro hizo por abandonar los eventos públicos a causa de la depresión tras el fallecimiento de su esposa, y en consecuencia, adueñarse de la Nota Roja, área para renegar de la muerte. González, envuelto de soledad en el paso, se retira de la sala de edición. El golpeteo del talón y suela hace de su partida oscura. Y antes de salir, dice:
—Señores, pasen una espléndida, agradable y productiva noche —los reporteros miran con enfado el rostro seco de Ramiro al guiñar con descaro.
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Los asesinatos investigados, al inicio, sucedieron en sitios con poca circulación y vigilancia; un sujeto ha sido encontrado, con el pantalón debajo de las rodillas, en el asiento trasero de un automóvil, cerca de una plaza comercial; otra víctima, estaba bocabajo y picoteado por aves de carroña a la mitad de una zona de extracción de piedra; sin embargo, González, se topa con una rareza: restos de una flor, aun cuando en los lugares no hay presencia de flora.
Al revisar las fotografías en el archivo de la computadora, y entre imagen e imagen de cadáveres y como quien busca de una luz a su vida, descubre la presencia -directa o indirecta- de una flor; los indicios fueron nombres de localidades alejadas de la urbanidad y artículos que ostentaron los finados, aunque son un supuesto, son piezas sueltas para armar un rompecabezas sin fin y para concebir una respuesta en la oquedad que emerge de la realidad.
En la zozobra de su existencia, y quizá en la paranoia desatada por haber hallado ciertas evidencias, anhela más decesos. Las siguientes dos semanas, aparecieron otros hombres ultimados. No hay un rango de edad y/o características para suponer un modo de obrar; aunque, la flor sigue presente.
Y si bien la policía ya tendrá una línea de investigación, está la dificultad de ser difundida. La cerrazón de la justicia obstaculiza obtener datos precisos para desenmascarar la motivación de tales atrocidades, frustrándole por no poder avanzar. Incluso, para Ramiro González, las pruebas obtenidas son meras conjeturas, puesto que, la serialidad asesina de un individuo, es remota.
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Un par de noches posteriores, en el interior de un bar del centro, una mujer (semejante a una adolescente, parecida a su única hija) se acerca a Ramiro; esta toma asiento, cruza las piernas e incita al hombre a pasar juntos la noche al murmurarle cerca del oído:
—No hagamos un show. Vámonos —la punta de la lengua humedece el lóbulo.
González, de reojo, observa el escueto escote y vestido entallado, vacila por la edad dado que, por costumbre, tener breves encuentros con mujeres de mediana edad, de baja autoestima o con escorts, ha ocasionado incidentes bochornosos con la policía; sin embargo ésta sale del estándar por el carácter impertinente. Y a falta de acción, la chica habla.
—¿La edad importa para una mamada? —enérgica, cuestiona.
El reaccionar es con menosprecio por parte de González que, desde la decrepitud del rincón, acepta jalándola, para luego apretar la parte inferior de la nalga con la fuerza imperiosa para evocar un breve placer, y no, un lamento de auxilio. Salen del sitio, sin objeciones y en silencio, para tomar un taxi.
En el transcurso del viaje, González no quita la mano de la entrepierna de la jovencita, ni esta hace por evitarlo, por el contrario, mueve las piernas para sentir los dedos largos de su provisional pareja.
Ella aún tiene la facha de estar desarrollándose, no ostenta las caderas de una mujer madura, ni los pechos más grandes que su propio puño, y si bien las piernas son delgadas, muestran fortaleza al sostenerse en zapatillas.
Tras varios minutos de recorrido, descienden del vehículo frente a un hotel lejano al centro. Ramiro asume no ostentar el estereotipo de ser un sujeto próximo a morir, aun así, está inquieto.
El recepcionista frunce las cejas con duda, pues la cabellera cana y las arrugas de los parpados del fugaz huésped, hacen ver la indecente diferencia de edad con su acompañante, pero Ramiro no da importancia al juicio de un sujeto vestido de chalequín morado, cabello relamido a la izquierda y sin patillas.
—La 620 —la joven pide al recepcionista que no objeta.
En el trayecto con rumbo a la habitación no se dirigen la palabra; ella va adelante y Ramiro imagina el tamaño del vello púbico de la chica.
Al cerrar la puerta de la habitación, ella comienza a desvestirse para que Ramiro no hallara excusa para arrepentirse. En tanto, el periodista saca de la bolsa del pantalón una cajetilla de cigarrillos que, por su precio, son los preferidos para desgastar el tiempo.
—No entiendo la prisa, pero hazlo lento.
—Creo que…
—No tienes por qué creer en nada. Solamente hazlo l-e-n-t-o.
En cuanto enciende el primer cigarro, la joven ya está arrodillada y sin prenda estorbándole como llana demostración de madura sumisión. La chispa del encendedor permite conocer aquella mirada infantil no vista en el bar. Sin dudar, Ramiro, accede a desabrocharse el cinto y el botón del pantalón. A la primera calada escucha el crujir de la cremallera y como una fría e inmaculada mano toca por encima del elástico de su ropa interior.
—Tienes prisa, ¡eh!, sólo no muerdas —balbucea al ver el cabello liso de la chica.
En tanto juzga la profundidad de la habitación, momento idóneo para renunciar a la cordura, y consentir que, los labios mancebos, cubra la extensión de su pene, así como percatarse de la lentitud con que su miembro es engullido por una tierna cavidad bucal.
Antes de eyacular, la joven renuncia al ahogo y dice:
—Me llaman Hortensia —sofocada se levanta, toma distancia y limpia la saliva de la barbilla.
—¿Hortensia? —con el pantalón a mitad de los muslos, González observa la premura de esta al vestirse.
—¡Deja de seguirnos! —la voz de Hortensia irrumpe con dureza la oscuridad de la habitación.
—¿Qué pasa? ¿Fue todo? —contesta él, mirándole la espalda y delgadez de sus hombros.
González toma asiento en un sillón ubicado frente al ventanal del piso seis, mira las luces que parpadean cuando pestañea por el cansancio. Admira el rostro de Hortensia que, alumbrado por la luz de la gastada luminaria del hotel, respira meditabunda.
—Estás demasiado cerca.
—¿¡Cerca de qué!? —pregunta molesto y decepcionado desde el sillón, mientras Hortensia saca de debajo de la cama recortes del rotativo en el cual escribe él y otros más de la competencia.
Ramiro recibe un bonche de papel en cual él da a conocer los homicidios sin resolver, y sin descubrir las intenciones de Hortensia, este pregunta:
—Vamos, responde… ¿cerca de qué? —busca hallar la razón de lo dicho por la jovencita.
Durante algunos segundos, calla, mas vuelve a pedir que no las siga.
González no comprende la situación.
La mujer se coloca frente a González, vuelve a arrodillarse, coloca su sien sobre las piernas del hombre. Sin embargo Hortensia, socarrona, agarra la mano del periodista y la coloca sobre su cabeza a la espera de consuelo. González la acaricia. Y ya cansado de propinar fingida empatía, pregunta:
—Basta. Dime.
—Somos flores —contesta sin dirigir mirada.
—No digas mamadas.
—Ustedes, los hombres, nos cortan como mala hierba.
—¡Ven y termina, perra de tercera!
—¡No!
—Quieras o no, cúmpleme.
—¡No, González!
—¿Por qué? —cuestiona con la mano asida al cabello.
—Igualdad, equilibrio… esas estupideces —aprieta su muslo descubierto.
—Esas son puterias.
—Somos unas putas flores; pero no tuyas. ¡Perro!
—¿Cuántas son? ¡Dime! —el jalón de cabello hace temer a Hortencia.
—Cientos, diría miles; pero, solamente conozco a un par. ¡Suéltame!
—¿Cientos… miles?
—Un jardín marchito —voltea a González que espera una respuesta real. Ella prosigue—: en la ciudad conozco a una, se hace llamar Violeta. Aún es joven.
—Espera… ¿¡flores!? —la chica es soltada.
—Revisa las notas y descubrirás tu realidad.
Ramiro hojea las páginas de los periódicos y, con desconcierto a vuelta de hoja, encuentra en los trabajos de sus compañeros rastros de lo dicho por Hortensia, no obstante aparecían en hechos meramente causales: robos, accidentes viales, suicidios, y otros casos que pasan desapercibidos. Los indicios deseados yacen en la muerte cotidiana.
La joven es arrojada al suelo y placida permanece un momento con la mofa en las comisuras, luego se incorpora al ver fumar a González en el balcón de la habitación. Hortensia se aproxima por la espalda diciéndole:
—Somos un conjunto de causalidades.
—Ahora lo sé —tira la colilla y contempla, antes de que cayera en la acera, como desaparece su fulgor.
—Tu hija…
—¿Mi hija? —aprieta la baranda con cierto miedo.
—¿La recuerdas? Ella, a ti, sí… desde hace más de 10 años —Hortensia suelta a Ramiro al percibir la angustia en el pecho. La chica continúa—: te da igual estar cerca de cadáveres, pero, tienes un maldito recelo al contacto de cualquier vivo.
—No es el contacto, son las consecuencias —responde vacilante.
—González, tienes dos opciones: dejar de seguirnos o aparecer en tu miserable sección.
El periodista se estremece por el gélido viento de fin de febrero.
Hortensia regresa al interior de la habitación del sexto piso, levanta su bolsa de la cama y, antes de salir, extrae una violeta colocada previamente en un recipiente de cerámica con flores marchitas. Abre la puerta y toma un poco de tiempo antes de escuchar la decisión del hombre que, aún sin entrar, piensa qué a hacer.
Hortensia dándole la espalda a la oscuridad de la habitación 620 cierra la puerta. En la brevedad de unos minutos, sale del hotel entre el tumulto nocturno que ha comenzado a cercar la calle.
En la mañana, la hija de Ramiro González, compra el periódico y busca la Nota Roja. Una sonrisa lee el titular. Hortensia, satisfecha, la espera.
Texto: © Carlos Augusto Gómez Aguilar, 2019.
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