El lugar más feliz de la tierra- Relato
Desde México, Carlos René Padilla nos invita a imagina el lugar más feliz de la tierra… o no.
El lugar más feliz de la tierra
Acostado en la tierra árida, el agente siente que puede tocar al hombre que camina a través de la mira telescópica de su rifle Marlin 925. Un ruido desde su Bronco con los logotipos U.S. Border Patrol lo distrajo apenas un instante. Volvió a concentrarse en la figura del indocumentado proveniente de Puerto Palomas, uno de los cruces para quienes evitan Ciudad Juárez, e imagina sentirse más cerca del sueño americano. El individuo, con barba dispareja, sombrero de paja roído, un paliacate rojo en el cuello y dos galones de agua —caliente— en cada mano, piensa que el desierto frente a él es su único enemigo. El agente migratorio acarició el gatillo suavemente con el dedo índice. La detonación, magnificada entre los riscos, le impidió oír cómo las llantas del carro sucumbían al freno mal puesto. El uniformado primero sintió la llanta trasera que aplastaba su espalda, luego la delantera, que terminaba por quebrarle la columna. El auto continuó cinco metros hasta chocar contra un montículo de rocas con un sonido seco y una nube espesa de polvo. El grito retumbó entre las paredes de piedra, pero sin el eco de la detonación. El dolor entró como picana eléctrica en la parte media de su cuerpo. El alarido puso en alerta a una lagartija color gris pálido que volteó a ambos lados mientras sacaba su lengua bífida. Emprendió la carrera dejando marcas de su cola y sus pequeñas patas en la tierra, que un viento suave borró después. El hombre sintió que todo se cristalizó de repente, antes de perder el conocimiento.
El haz solar salió poco a poco de su funda. Los destellos atravesaron sin compasión las biznagas con flores secas en su parte superior. Las nubes se colorearon intensamente de naranja y amarillo, efecto que duró unos segundos antes de que amaneciera totalmente en el desierto de Texas. El hombre abrió los ojos e intentó incorporarse, pero sólo le respondían las manos y los brazos. Las piernas eran dos extremidades inertes ajenas a las órdenes del cerebro. Apoyó el codo izquierdo, hizo un esfuerzo y rodó hasta quedar boca arriba. El malestar se centró en la parte media de su cuerpo. Buscó a tientas el celular en uno de los bolsillos del pantalón. No lo localizó. Recordó que lo había dejado sobre el asiento del copiloto del auto después de ver el fondo de pantalla donde aparecía su hija Charlotte. En la imagen, la pequeña de cinco años sostenía un muñeco de peluche de Pluto; más que abrazarlo parecía asfixiarlo. Sintió la sobrecarga de dolor que subía lentamente por todo su cuerpo hasta hacer explosión en su cerebro. El grito fue de un animal herido. Entrecerró los párpados e intentó pensar en algo placentero.
***
El oficial se limpió las lágrimas con la manga del uniforme. Soltó un suspiro. Pensó en que pronto serían las vacaciones de verano y en la promesa que le hizo a su esposa e hija de ir los tres a Disneylandia. Lo tenía todo planeado. Ciento veinte dólares por persona y otros treinta más para no hacer fila en las atracciones. Según sus cálculos, serían dos mil quinientos dólares, incluyendo gasolina y comidas. Unas verdaderas vacaciones en donde no pasarían estrechez, sólo lujos. Imaginaba pagando la comida más cara en el hotel. Lo que quieran comer la reina y la princesa Charlotte, junto con su mascota Pluto. Y luego apretaría dulcemente la nariz de su hija y ella sonreiría. Mira, Charlotte, dicen que los que construyeron el hotel y todo Disneylandia ocultaron muchos ratoncitos entre la decoración para que los clientes los busquen. ¿Me ayudas a contarlos? Mira, ahí está uno, ahí otro. Cuatro, veinte, treinta grados centígrados.
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Observó el reloj: 5:48 de la mañana. Todavía era temprano, pero la temperatura no tardaría en subir hasta alcanzar los cincuenta grados centígrados. Entendió que, para medio día, sin nada de protección, moriría. O tal vez antes, si tenía una hemorragia interna. Jaló todo el aire que pudieron sus pulmones. Después, la oscuridad entró de lleno en su cerebro. Soñó con Charlotte que se acercaba con Pluto, jalándolo de una correa. El animal movía sus largas orejas con felicidad y daba pequeños brincos. Daddy, daddy. Charlotte corrió hasta su encuentro. La nariz negra de Pluto se pegó en el suelo como si intentara reconocer un aroma familiar. Un insecto pasó volando cerca de él. Comenzó a ladrar. Tal vez deberías dejar que Pluto corra, Charlotte. La pequeña asintió y soltó el cuero. El perro contento se alejó a toda velocidad. El hombre se arrepintió de inmediato cuando recordó que no podría ayudar a su hija a recuperarlo. No con las piernas desmadejadas que tenía, como si no fueran de él. Charlotte comenzó a llorar. No, no, tranquilízate, de seguro fue a su casa, yo te prometí que te llevaría a Disneylandia, ahí vamos a recobrar a Pluto.
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Volvió a despertar cuando el dolor se intensificó. Miró el reloj de nuevo. 6:23. La sed se agolpó en la garganta como un animal arisco que se niega a salir de su guarida. El viento, durante la madrugada fresco, lentamente comenzaba a variar la temperatura. Observó la Bronco. Radio portátil, tres galones de agua, desayuno preparado. Todo un tesoro lo esperaba ahí. Se apoyó en sus codos y comenzó a arrastrarse. La distancia ya no la medía en pasos, eran surcos que dejaba en la arena caliente como si estuviera arando su vida. Escuchó un ruido y se detuvo. Separó todos los sonidos del desierto, como le habían enseñado. Volvió a oír. Ahora no tenía dudas. Era el cascabel de una serpiente.
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Aguzó el oído y contó. Eran intervalos de cinco segundos. Eso significaba que era una víbora adulta, con el veneno listo para ser inyectado a través de esos colmillos curvos. El agente era un intruso en su territorio desértico. Volvió a sonar. No distinguía exactamente dónde estaba. Sentía que la estridencia de los anillos del animal iba y venía de todas partes y de ninguna. Decidió continuar y avanzó otros diez centímetros. Calculaba que la camioneta estaba a menos de tres metros. Otro esfuerzo. No quiere morir ahora que es padre de Charlotte y todos lo ven con envidia cuando la sostiene en sus brazos en el supermercado. La observa a través de las vitrinas de los refrigeradores. Ella, risueña, blanca y ojos azules. Él, parco, moreno y ojos como pozos impenetrables. Sabe que su sangre no es tan fuerte como contaba su padre, junto con otras historias. Charlotte, Pluto y él, el trío perfecto. Porque su esposa estaba cada vez más lejana, como si le hubiera hecho un favor al haberlo convertido en padre. El viaje, pensaba, los salvaría como familia. Después de todo, nada malo puede pasar en el lugar más feliz sobre la tierra. Otra vez el ruido. Toca el estribo de la camioneta; afortunadamente la puerta está abierta. Ese espacio, que antes libraba de un salto, ahora es un abismo. No, no voy a morir aquí. La voz se escucha ronca. Le viene un súbito dolor de cabeza, pero quisiera que le dolieran las piernas, que ya no siente. Sabe que están abajo porque las alcanza a ver, pero están lejanas. Si funcionaran, podría ir hasta el indocumentado tirado a un kilómetro de ahí, con el pecho reventado por el tiro. Revisarlo y quitarle todo el dinero que trajera, como lo ha hecho otras veces con otros hombres igual a él, y así juntar los doscientos dólares que le faltan para completar el viaje. Luego, iría hasta la caravana afuera de la ciudad, con su esposa. Apaga ese puto cigarro, limpia a Charlotte y haz la maleta que nos vamos a Disneylandia. Sí, voy a cumplir la promesa, he guardado dinero durante cinco meses, no preguntes cómo, sólo haz lo que te digo. Así le voy a decir a esa cabrona. Siente un sobresalto al escuchar el sonido de las caracolas demasiado cercana. Mira hacia abajo. La serpiente está descargando el veneno de sus colmillos en su pantorrilla.
***
Ve al reptil de reojo. Jura que le sonríe como la serpiente que engañó a Eva y Adán. Esa historia que le contaba su madre antes de acostarse. Busca en su pantalón algo que pueda servirle para defenderse. Encuentra sólo unas monedas y una canica, grande, transparente, llena de colores en su interior. La que le regaló su padre antes de morir. La que le dijo que siempre le traería buena suerte. Se la arroja a la víbora. El golpe descontrola al animal. Suelta la pierna del hombre y el sonido de los cascabeles comienza a desaparecer lentamente con el viento caliente del desierto. No siente la mordida, pero sabe que el veneno ya circula por su sangre. ¿Si Pluto es un perro, qué es Tribilín? Tiene miedo de que le haga esa pregunta Charlotte cuando crezca un poco más. Lo mejor que se le ocurre es decirle que le va a comprar muchos peluches de Pluto. Así, que no piense en Tribilín. La radio hace un crujido. La voz metálica que sale del aparato es un hilo demasiado frágil, que no lo puede sostener. John Medina, John Medina, roger that?, escucha el agente acostado a un lado de la Bronco. La esfera cristalina brilla intensamente bajo el sol. El dolor parece que empieza a desvanecerse y un profundo cansancio entra por sus ojos. Distingue la canica, intenta recuperarla, asirla con todas las fuerzas que le quedan, pero su brazo derecho se detiene a medio camino.
Texto: © Carlos René Padilla, 2018. Incluido en la antología ‘Desierto en escarlata’, ed. Nitro Press.
Carlos René Padilla vio la luz de las patrullas en Agua Prieta, Sonora, 1977. Su primera fechoría sucedió la Universidad de Sonora: estudió Ciencias de la Comunicación. Entre sus botines está el Concurso Libro Sonorense 2015 en el género de novela con Amorcito Corazón (Nitro/Press – ISC, 2016) y de crónica con No toda la sangre es roja (Nitro/Press – ISC, 2017), y el Concurso Nacional de Novela Negra “Una Vuelta de Tuerca” 2016 con Yo soy Espáiderman. En una caja fuerte guarda los recuerdos de dos atracos más. Ha trabajado en periódicos como Expreso y El Imparcial, donde obtuvo un premio de “Periodismo de Profundidad”. Se encuentra en arresto domiciliario en Ciudad Obregón, donde cocina para su esposa e hija, escribe y en las noches se escapa a La Taberna de Moe, un bar donde aseguran que nunca ha pagado nada.
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