EL ESPEJO DE MADAME OLENSKA- Relatos esenciales

Con ‘El espejo de Madame Olenska’, Nacho Zubizarreta nos acerca a un nuevo relato esencial

EL ESPEJO DE MADAME OLENSKA

Llegó una noche de tormenta, sin que pudiéramos verla y no salió de sus aposentos hasta pasados unos días pero desde el primer instante la casa entera quedó impregnada por el olor a lavanda y madera de su perfume.

Conchita, la aspirante a escritora, andaba como loca de excitación.

-¡Una condesa polaca! ¡La de amoríos que habrá vivido! -exclamaba.

Tras lo cual se lanzaba sobre su cuaderno como una posesa a escribir las fantasías románticas que un día la debían hacer famosa.

-Cuídese mucho de molestarla con sus bobadas -avisó Dolores mientras mondaba patatas-. Por los baúles que ha traído, tiene intención de quedarse una larga temporada.  

-¡Dios la oiga! -suspiraba mamá mientra troceaba las acelgas-. Bien sabe que esta casa necesita huéspedes de alcurnia.

Una tarde, al llegar del colegio mamá me peinó y me lavó la cara y antes de darme la merienda, me hizo pasar al salón.

-Oh, ¿quién es este cascabel? -dijo Madame Olenska en francés-. Ven. Ven a bailar con la tía Natasha.

Las telas vaporosas de su vestido flotaban en el aire con indolencia mientras ella se movía al son de la melodía de la radio como si fuera una estrella de la Metro. Llevaba el pelo corto, a lo garçon, y jugaba con un collar de perlas kilométrico. Nos enseñó a bailar charlestón y a decir Clark Gable a la manera inglesa.  

Raquel observaba sentada en una silla. Su avanzado estado de gestación le impedía moverse con agilidad, pero llevaba el ritmo con los pies.

-Oh, querida. No esté triste. Ya tendrá tiempo de bailar. ¡Es usted tan joven! -decía mientras se alejaba por el pasillo canturreando.

Nunca abandonaba sus aposentos antes de media tarde, y apenas probaba bocado. Mi madre, tan estricta para todo, consentía sin embargo aquellas excentricidades pues eran propias de la gente de alcurnia, decía. Incluso disculpaba que no pisara la iglesia los domingos, tal como Dios mandaba.

Madame Olenska bebía y hablaba. Hablaba de Londres, de Capri, de El Cairo… De lugares lejanos y exóticos que jamás tendríamos la oportunidad de conocer. Encontró en Conchita y Raquel un público más que entregado. Doña Irene, la maestra, se sentaba en un rincón y pasaba las páginas de La Regenta fingiendo que no le interesaran aquellos cotilleos. Como el del capitán de transatlántico que se lanzó al mar cuando ella le negó un beso. O aquel artista parisino que decidió dejar la pintura tras hacerle un retrato en cueros.

-Ni el pintor más sublime sería capaz de captar tanta belleza -había dicho mientras lanzaba sus pinceles al Sena.

-¡Menuda fresca! -exclamaba Dolores desde la cocina, con la oreja puesta.  

Yo también estaba rendido a aquellos cuentos que tenía que escuchar a escondidas, pues mamá decía que eran cosas de mayores. Luego buscaba esos lugares en el atlas e intentaba imaginar cómo sería la vida allí y si habría otros niños como yo.

A veces me cogía de la mano y me llevaba a su habitación para practicar francés. Allí ponía discos en su gramófono y se pasaba la tarde pintándose las uñas de los pies. Tenía los vestidos más maravillosos del mundo, de telas brillantes y delicadas como yo jamás creí que existieran.  

-Póntelo. No seas tonto -me animaba.

Entonces yo me enfundaba alguna de aquellas prendas y daba vueltas y más vueltas con los brazos extendidos con una sensación de libertad en el corazón desconocida hasta entonces.  

-Eres una auténtica princesa -decía mientras me aplicaba colorete-. ¿Ves? Cuando seas mayor irás a París y tendrás muchos amigos. Pero por ahora, este será nuestro secreto – y me daba un beso en los labios, como sellando una promesa.

A las pocas semanas empezó a recibir visitas. Fue una auténtica conmoción pues nuestra casa estaba proscrita. Desde que mi padre nos abandonara mi madre se había visto en la necesidad de hacer de nuestro hogar una casa de huéspedes para subsistir. Y la pura supervivencia nos había llevado a acoger a ovejas descarriadas de las familias pudientes venidas desde la ciudad para ocultar la deshonra de su embarazo, así que nadie osaba acercarse por temor a las habladurías. Mamá se desvivía por impresionar a aquellas rancias damas, incluso enseñó a Dolores a preparar pastitas de té. Madame Olenska las atendía con cordialidad cargada de ironía; ellas eran incapaces de disimular el pavor que les provocaba aquella mujer de maneras tan sofisticadas. Se encerraban en el gabinete de música con un estuche de terciopelo del que Madame Olenska no se separaba. Al rato, cuando salían, se comportaban como si fueran amigas de toda la vida.

Chèri, no se tome nada de esto demasiado en serio -era su frase de despedida favorita.

Yo me moría por saber lo que ocurría en aquel aposento, pero era un misterio del que nadie osaba hablar. Como de mi padre. Mamá me soltaba una buena reprimenda si osaba mentarlo siquiera.

Un tarde la mismísima Conchita, aspirante a escritora, tomó aire y llamó a la puerta de la aristócrata. Entró en el gabinete de música con la solemnidad de quien va a juicio y salió con la cara abotargada sin poder ocultar un llanto desconsolado.

-¿Qué te ha dicho? -le pregunté.

Ella corría con el rostro entre las manos a esconderse a su habitación. Madame Olenska asomó la cabeza por la puerta.   

-¡Querida! ¡No debe tomárselo tan a pecho! -dijo-. ¡Es sólo un juego!

Dos días más tarde Conchita tiró al fuego la libreta donde vomitaba las historias románticas que bullían en su imaginación.

-Pero chiquilla, ¿qué hace? -preguntó mi madre, a la que disgustaban los escenas dramáticas.

Madame Olenska no dijo nada, pero entre calada y calada intuí que sonreía con la vista perdida en el mar más allá de los ventanales.

Para mi octavo cumpleaños, Conchita y Doña Irene decoraron el salón con unas guirnaldas de flores que habíamos estado haciendo días anteriores. Junto a Dolores y Raquel me cantaron cumpleaños feliz mientras mamá entraba en el salón con una gran tarta de chocolate con ocho velas. Entre todas me regalaron la caja de colores Caran D’ache que tanto anhelaba. Luego mamá permitió que tomara un traguito de malvasía para brindar. Esa noche Madame Olenska, ausente toda la tarde, se presentó en mi cuarto.

-Cascabel, ¿estás dormido?

Escuché su voz, pero lo que realmente me despertó fue el intenso aroma de su perfume. Me sacó de la cama y me llevó de la mano hasta el gabinete de música, con sigilo. Mi corazón latía a mil por hora. Nos sentamos alrededor de una mesa redonda donde descansaba el estuche de terciopelo.   

-Vamos a jugar a un juego.

Yo asentí presa de la excitación. Sumergió un azucarillo en un vasito con absenta y se lo llevó a la boca. Posó su dedo húmedo de licor en mis labios. Estaba amargo y caliente.  

-Abre el estuche -ordenó-. Con mucho cuidado, eso es.

Dentro había un bolsa de seda que contenía un objeto pesado. Tuve la sensación de que era algo vivo pues me pareció que se movía. Desligué el cordel dorado que cerraba el saco con aprensión y extraje por fin aquel objeto tan misterioso, causante de la incipiente prosperidad de nuestro hogar. Madame Olenska soltó una carcajada al percibir mi decepción.

-Oh, cascabel. Las cosas no siempre son lo que parecen.

Se trataba un espejo de mano, bastante tosco y antiguo diría que de bronce, pero la escasa luz de las velas apenas dejaba distinguir colores.

-Escucha bien. Ahora tienes que pedir un deseo. Piensa bien lo que quieres,tiene que ser algo realmente importante para tí. Luego mira al espejo y te responderá. ¿Quieres jugar?

Asentí con incredulidad. Me tomó las manos con firmeza y sonrió. El espejo descansaba entre nosotros. Luego cerró los ojos. A los pocos instantes noté como se alejaba de mí flotando entre la bruma que sin darme cuenta inundaba el saloncito.  

-Bien, ahora es tu momento -dijo desde algún lugar remoto.   

El espejo era más pesado. Tuve que ayudarme con ambas manos para sujetarlo. Vi mi reflejo distorsionado en el metal pulido a la luz de las llamas oscilantes. Pensé en la pregunta de mi interés. Al cabo de unos instantes me sentí mareado. La habitación daba vueltas y yo también despegué de la silla, como si el universo tirara de mí.

Me desperté en mi habitación. Sentía la cabeza pesada y fuertes escalofríos que me recorrían el cuerpo. Aquel día no fui al cole. Los siguientes tampoco, sumido en lo que parecía ser una gripe aguda. Cuando me pude incorporar a la escuela, me enteré de que la madre de Quimet, Doña Roser, que regentaba la tienda de ultramarinos, había disparado contra su marido con una escopeta de caza y le había había volado la pierna. Al pobre Quimet se lo llevaron unos tíos suyos de Gavá, según decían, hasta que su padre se recuperara. A Doña Roser la encerraron en el frenopático. Pero es que no había pasado ni una semana cuando hasta nosotros llegó la pavorosa noticia de que Encarnació, de la casa de comidas, había envenenado a su hermana con matarratas.

-¡Virgen Santa! -exclamó Dolores mientras se santiguaba-. ¿Se están volviendo todos locos en el pueblo?

Una tarde se personó una pareja de la Guardia Civil. Preguntaban por Madame Olenska en relación a los últimos acontecimientos. Ella no se tomó la molestia de mostrarse afligida. Reconoció haber recibido a las señoras que al parecer, como tantas otras, tenían curiosidad por su persona, seguramente por su origen extranjero, pero nada más podía aportar al caso. Los policías se marcharon con unos ademanes y educación rayano el galanteo, ensimismados por el influjo que irradiaba nuestra peculiar huésped.

Y cómo no hay dos sin tres, ocurrió otra fatalidad, esta vez en nuestro propio hogar. Una mañana de jueves, Conchita no se presentó al desayuno. La puerta de su cuarto estaba cerrada por dentro, así que mi madre corrió apresurada a por la llave maestra. Se la encontró colgada de una viga con el cuerpo frío y rígido. Ni se balanceaba siquiera. Sobre la mesita había una cuartilla junto a una pluma, pero no llegó a anotar nada. Supongo que había dejado de creer en la escritura.

Raquel entró en un estado próximo a la histeria. La pura soledad había llevado a las dos muchachas a tratarse como hermanas.Tal era su abatimiento que en casa temían que perdiera al bebé que estaba a punto de parir. En su enajenación, Raquel acusaba a Madame Olenska de la muerte de su amiga. Gritaba con vehemencia que la extranjera era la culpable de la trágica muerte de Conchita y de la maldición que asolaba la comarca entera. Nadie se veía capaz de contradecirla y es que, en el fondo, aquellas mujeres incultas y supersticiosas, creían también que alguna extraña relación existía entre la llegada de la aristócrata y las desgracias sufridas las últimas semanas.

Madame Olenska intuía aquel ambiente hostil y se mantenía recluida en su habitación leyendo y fumando; reconozco que yo también la rehuía.

Cuando Raquel logró calmarse, empezó a dar paseos cortos por prescripción del médico.  Una tarde le dió un vahído fatal que la precipitó escaleras abajo. Pasó días debatiéndose entre la vida y la muerte en un hospital de Barcelona. Tuvo un aborto y no volvimos a saber más de ella. Una vez libre de cargas su familia la acogió de vuelta en su seno.

Una mañana clara y diáfana la habitación de Madame Olenska amaneció vacía. Tal como llegó se fue, llevándose con ella todos sus trajes y baúles sin que nos diéramos cuenta. Los visillos danzaban empujados por la brisa que entraba en las ventanas abiertas, mecidos por la música de antaño. Mi madre suspiró aliviada, pobre ingenua. Nadie volvió a mencionarla. Nunca más volvimos a hablar de ella como si jamás hubiera formado parte de nuestras vidas y su perfume se diluyó con los fragancias propias de la primavera que ya asomaba.

Aquel fue el principio del fin. Nuestra pequeña casa de huéspedes cayó en desgracia, sumida en un ambiente enrarecido que ninguno parecíamos capaces de superar. Doña Irene, la maestra, se marchó al finalizar el curso para no regresar, dejándonos a Dolores, a mi madre y a mí sin el más mínimo sustento. Mi madre tuvo que ponerse a trabajar haciendo faenas en casas ajenas. A los doce años yo me vi obligado a dejar la escuela para aportar a la economía doméstica como peón en la cantera del Garraf. Mamá y yo nos fuimos distanciando, hasta que dejamos de hablarnos, reconozco que en gran medida por mi causa. La situación era tan desesperada que con quince años yo también la abandoné. Me escapé una tarde y me enrolé en el primer barco que quiso acogerme. Me explotaron hasta la extenuación, pero no me importaba demasiado; el trabajo duro me ayudaba a olvidarme de mis cuitas. Descubrí aquel mundo que Madame Olenska había pintado de mil colores. De Macao a Anchorage, de Ciudad del Cabo a Kuwait. Pero allá donde fuera me seguía pareciendo gris y despiadado

Diez años más tarde, con tantas cicatrices en el cuerpo como en el alma, recalé de nuevo en Barcelona. Encontré trabajo en la recién estrenada fábrica de coches de la Seat en la Zona Franca y me instalé en una pequeña habitación interior en una casa de huéspedes mucho más pequeña y sucia que la que habíamos tenido nosotros. El único lujo que me podía permitía eran algunas timbas de cartas en casa de un amigo trompetistas y las sesiones de cine de los domingos por la tarde que acompañaba de unas almendras garrapiñadas. Muy de vez en cuando me dejaba caer por los muelles del puerto en busca de desfogue con otros tipos sin esperanza como yo.  

Salía de una larga jornada en la fábrica con la única idea de ducharme y dejarme caer en la cama cuando me topé con Dolores, nuestra antigua cocinera. Apenas la reconocí de lo vieja y demacrada que estaba.

-Se muere -me dijo.

Tras los primeros instantes de confusión, me invadió la ira. Había logrado desterrar el recuerdo de mi madre de mis pensamientos, o eso suponía. Me sentí abrumado y despaché a Dolores sin miramientos. Deambulé por la ciudad durante toda la noche, aturdido por la intensidad de emociones que creía extirpadas. De madrugada compré un ramo de flores y me planté en el hospital. Mi madre estaba tan consumida, tan depauperada que pesaría apenas 40 kilos si llegaba. Aún así sus ojos se llenaron de lágrimas de alegría al verme.

-Hijo, hijo -logró decir antes de que le sobreviniera un ataque de tos sanguinolienta.

Quizás no era el momento más oportuno, pero yo necesitaba aclarar mis dudas, necesitaba respuesta a la cuestión que llevaba corroyéndome desde mi infancia. Y tenía que hacerlo antes de que se fuera, así que se lo expuse con pelos y señales, tal como lo había vivido un millón de veces.

Madame Olenska, el espejo. Yo le pregunté dónde estaba mi padre. Todo era confuso y de pronto sentí un terror atávico, un terror sin fundamento. Poco a poco se formó la imagen de un hombre entrando en la cocina, grande y robusto. Era él, tal como vagamente lo recordaba. Mi madre removía un puchero. Había palabras, una discusión. Entonces ella blandía un cuchillo y lo hundía en el pecho de su marido, hasta el mango. Antes de que se cayera de mis manos el espejo me mostró a mi padre en el suelo escupiendo sangre por la boca.

Mi madre moribunda me miraba con los ojos fuera de la órbitas. Lloraba. Intenté leer en su rostro pero lo único que vi fue una inmensa tristeza. Asintió.

-Así, sea -dijo con un hilillo de voz y la vista fija en el techo. Me tomó la mano, cerró los ojos y se dejó ir.

Dolores me arreó un buen bofetón que aún hoy me duele.  

-¡Largo de aquí! Eres un rufián de la peor calaña, como tu padre.

Ni siquiera sé dónde está enterrada, pero poco importa. Me parecería muy hipócrita visitarla una vez muerta cuando jamás lo hice en vida.

Todavía me atormentan los sueños. Veo a mi padre, agonizando con el cuchillo clavado en el corazón y Madame Olenska a su lado fumando de aquella larguísima boquilla mientras repite:

-No es más que un juego, cascabel.

Me despierto a medianoche cubierto en sudor. Supongo que grito porque algún huésped se ha quejado a la gobernanta.  

Nunca sabré si el asesinato de mi padre fue solamente una pesadilla de mi invención o realmente me lo mostró el espejo de Madame Olenska. Lo único que puedo que puedo confirmar es que se me estremece el cuerpo de terror cada vez que escucho un cascabel.

Texto: © Nacho Zubizarreta, 2018.

 

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