EL CADÁVER ROBADO por Juan Pablo Goñi Capurro
El cadáver robado (Brucco)
Juan Pablo Goñi Capurro
La mañana invitaba a quedarse en las oficinas, revisando las comunicaciones del acusado de abigeato para dar con sus cómplices, los vendedores de la carne robada. Una tarea tediosa, pero ideal para mantenerse cálido mientras el viento arreciaba del otro lado de las paredes. Brucco lamentó abandonar la calidez, el café, la bolsa con bollos; la presencia de la chica Valicenti —prohibida hija de un capitoste regional— moviendo su culito apretujado por la lona del vaquero de aquí para allá, alborotaba a los colegas al punto que prefirió meterse donde no lo llamaban para librarse de ella. La maniobra le salió mal. Apenas vio al subcomisario colocarse la campera, la Valicenti manoteó la suya y lo alcanzó.
—¿Dónde vamos?
—Vos tenés tarea, Adriana. Yo tengo que ir al cementerio parque, hay una inhumación.
—No me dijeron nada.
—No nos dijeron nada, me enteré por el diario. No tenemos que ir, yo quiero adelantarme, por las dudas de ahí salga algo para nosotros.
El muerto era Alfonso Daguerre, un estanciero forrado. Lo enterraron sin problemas, muerte natural; cuatro días después, arribó el hijo menor desde Australia y exigió una autopsia. Ganas de joder, el pendejo. Brucco no pensaba acercarse a la tumba, en total habían pasado como quince días, el hedor sería vomitivo. Ni siquiera hubiera ido al cementerio de no existir ese reemplazo temporario que alteraba las hormonas de los compañeros. No habían hecho más que decir y hacer boludeces para hacerse notar; el Tano tenía la cabeza quemada.
—Vamos, entonces, me parece muy bueno anticiparse, prevenir.
¿Vamos? La conocía. Iría. Con él, o sin él. Otra vez llevando de paseo a la nena del comisario Valicenti, más murmuraciones. Si no la llevaba, sería peor; se aparecería allí y le diría al papá que el subcomisario olavarriense la había tratado mal. Total, que el Tano encogió los hombros y le abrió la puerta de la comisaría. Los atacó la ventolina fría, con gotas de agua helada incluidas; una suerte de viento granizado. Adriana se apretó al Tano. Maldita muñeca, ¿se entrenaría o en los genes le había venido la capacidad de enloquecer a los hombres?
—Cada día me gusta más trabajar con vos. Nosotros somos de acción, eso de pasar hojas leyendo charlas, es para los chicos. A ellos les gusta más tener el culo calentito en la silla.
¿Qué no daría el Tano por tener el culo calentito en la silla? Cuando la calefacción del auto hiciera efecto, ya habrían llegado. Se frotó las manos, duras del frío recogido en veinte metros. Adriana tenía la cara roja. Por una vez, no iba de tacos; botitas de gamuza, muy coquetas, los reemplazaban.
—¿Quién me dijiste que era el muerto?
El Tano la puso al tanto. La chica tenía las manos en el bolsillo de la campera. No se quejaba del clima. Más virtudes, maldita diablesa.
—¿Qué pretende el pendejo?, ¿qué resucite? A estos tipos no les bastan los millones, son imposibles.
Primera crítica a los altos estratos de la sociedad que le oía; lo sorprendió, creyó que, con los contactos de papá, eran los privilegiados la gente favorita de la teniente, su propia gente. Para variar, cuándo sacó la mano de la campera, Valicenti la colocó sobre el muslo del Tano, costumbre que mantenía desde la primera vez que subieron juntos a un coche.
—¿No te parece que tienen ganas de hacerle perder el tiempo a la policía? Los señores son ricos y los jueces les dan lo que quieren.
Dejaron atrás los suburbios, tenían un par de kilómetros de campo hasta llegar. La nena no sería rica, pero tenía a disposición los privilegios que quisiera. Sin contar la carita preciosa y el lomo perfecto, extras que muchas veces valían más que unos cuantos millones. Podía cortarla, ya había marcado un punto. Pero no.
—A papá lo vuelven loco esas cosas, las veces que lo han hecho levantar a cualquier hora para salvarles el culo, no te das una idea.
El Tano sí se daba una idea, pero no olvidaba que gracias a esa pendeja deliciosa estaba cagándose de frío, perdiéndose las facturas y el café; ella no obtendría su simpatía esa mañana. Papá había cobrado muy bien esos madrugones, ¿acaso la nena no sabía de dónde venía su poder? Por fin apareció el arco limitador de altura, que ya llevaba tres muertes en su haber; pronto podrían considerarlo un asesino serial. Dobló hacia la ruta, a mitad de camino estaba el ingreso al predio.
La ambulancia de la morgue, dos patrulleros, el auto del fiscal Erreche, dos coches que pertenecerían a los familiares, el del hijo denunciante y algún otro; quizá fuera de su abogado y no de otro deudo. Más apartados, otros dos vehículos; esos no contaban, por la antigüedad, pertenecían a los empleados del cementerio.
—Nunca vine a una exhumación.
—Es divertidísimo, ya vas a ver.
—Tano, ¡cómo sos!
Le dio un golpecito y arrancó a caminar con ese vaivén pendular más sugerente que una colección escogida de películas eróticas. La campera, como todas las que usaba la infartante teniente, no superaba la cintura. La dejó que se adelantara; ya que tanto la intrigaba el procedimiento, que fuera ella la que se expusiera a la pestilencia. Pasando el atrio, se veía un pequeño grupo de personas; hacia ellos encaró Adriana sin preguntar. El Tano se quedó bajo el techado blanco, en un costado. La protección era escasa, el aire estaba helado. Los troncos débiles de los árboles plantados poco antes, casi tallos todavía, se inclinaban ante las ráfagas. Adriana, cabeza gacha, se reunió con los congregados en torno a la tumba de Aguerre.
El Tano encontró otro motivo de interés. Unas pilas altas de tierra, casi cónicas. Empezó a contarlas, más de una docena. Tenían que ser hormigueros. No los había visto tan enormes, a no ser que contara algún documental sobre termitas. Le vino una arcada cuando especuló sobre el alimento que abastecía tamaña cantidad de hormigas. Gritos y palabras airadas devolvieron su atención a los humanos. Estaban inclinados; Adriana en cuclillas, ¿pretendía oler más podredumbre? Gestos, manos en alto, manos hacia abajo. Dos hombres de mameluco alzaban los brazos, en la actitud defensiva de quien dice: no tengo nada que ver. Brucco puteó; no le dejaban otro remedio, tenía que ir a ver qué pasaba.
Adriana estuvo junto a él a mitad de camino, muy excitada.
—¡Tano, se robaron el cuerpo!, ¡sos un genio!
Aunque no venía nada mal para el ego de nadie que una mujer preciosa, inteligente y muy capaz como Adriana lo tratara de genio, al Tano le costó vincular el robo con su capacidad.
—¿Cómo intuiste que tendríamos un caso?
¿Cuántos hombres desearían ser mirados de esa forma por una mujer así? Millones. Entre ellos no estaba el Tano, esa mirada admirativa implicaba que la chica pretendería continuar trabajando con él; y a Adriana Valicenti, nadie en la policía regional le negaba un deseo. Igual, ya era tarde para decirle que no había tenido ninguna intuición, que había buscado una excusa para huir del ambiente que ella creaba en la oficina y que ni siquiera planeó acercarse a la tumba.
—Vamos, dejame ver qué pasó.
—Se lo llevaron y dejaron todo como estaba, volvieron a sellar el cajón y a atornillarlo.
Un joven exaltado insultaba a sus hermanos; ausentes, dedujo el Tano, dado que no era respondido. Un hombre de sobretodo se hacía el boludo, a su lado; abogado nomás. Los enfermeros de la morgue se despidieron; varios uniformados se fueron con ellos, después de saludar a los recién llegados y mirarle el culo, con disimulo, a la teniente. Quedaron los empleados, el abogado, una pareja de policías y el fiscal, todos para atender el enojo del muchacho.
—Tano, esto es insólito.
Faltaba el cuerpo, pero el olor permanecía. El Tano se vio obligado a meter la cabeza; al pedo, ¿qué iba a ver en una tumba?, un cajón sin cuerpo, nada más. Ni siquiera, el cajón estaba arriba, abierto. Lo hizo y se retiró de inmediato unos pasos, hasta que el viento llevó el hedor lejos de su nariz. En un segundo, Adriana estuvo a su lado. Dos segundos más tardaron el fiscal y el tipo de sobretodo, el abogado del pendejo. Ni que fuera el oráculo de Delfos; al Tano le vinieron ganas de mandar a la mierda a todo el mudo, de empujarlos adentro de uno de esos hormigueros gigantes.
Bastó pensarlo y unir ello con sus lucubraciones anteriores para que germinara una idea. La rechazó, era absurda, ilógica. Ante su silencio, el fiscal habló.
—Esto va a ser difícil de investigar, Tano.
—Mi cliente tenía razón, había algo raro en esa muerte.
El Tano miró entre los pastos húmedos, caminó unos pasos con la vista siempre dirigida al suelo, separándose del corro. En un punto, se puso en cuclillas, estiró la mano; apartó pastos y encontró lo que buscaba. Hormigas. Negras, inmensas, cargadas con un material blancuzco. Siguió la dirección de las caminantes hasta identificar el hormiguero al que se dirigían. Atrapó una, se puso de pie y se alejó de la hilera hacendosa de insectos.
Atónitos, los abogados, los policías, los empleados del cementerio y el heredero insatisfecho, reunidos en un semicírculo, siguieron las acciones del Tano como si vieran una película fantástica. Pronto se volvieron a Adriana, le pedían mudas explicaciones por la conducta tan particular de quien supusieron encargado del caso, cargo que el Tano nunca pidió, por otro lado. Adriana se escabulló, trasladó la inquietud grupal a quien la ocasionaba.
—¿Qué pasa, Tano?
Brucco no respondió, estudió el insecto que tenía entre los dedos, luego inició una caminata en diagonal, con la que eludió las dos figuras que salían a su encuentro, la Valicenti y el heredero. El fiscal y los otros comprendieron que se dirigía hacia el cajón abierto, a dos metros de la tumba. Amagaron ir en esa dirección, pero algo, el recuerdo de la pestilencia probablemente, los detuvo. Solo uno de los empleados de mono gris culminó la acción.
—¿Encontró una pista? —medio que reclamó el joven de campera Norwest.
El Tano no respondió. Valicenti, intrigada y callada, fue detrás de él. El joven se sumó, sin dejar de quejarse en voz baja. Al acercarse al cajón, el inspector evaluó usar un pañuelo para cubrirse la nariz; decidió que arruinaría el efecto, y enfrentó a cara descubierta el olor a podrido. Volvió a ponerse en cuclillas, miró, descubrió polvo blanco y pequeñas partículas. El empleado se asomó, de pie.
—Son pedacitos de hueso, minúsculos, debieron rasparlo cuando lo sacaron.
El Tano metió la mano y extrajo una de esas porciones minúsculas. Se puso de pie, giró para ponerse de espaldas a la fuente del olor nauseabundo y colocó ambas manos cerca de su cara.
—¿Qué está haciendo? —El joven se volvió a su abogado—. ¿No se supone que no hay que tocar nada hasta que vengan los peritos?
El Tano se anticipó a la respuesta de los abogados.
—Tranquilo, pibe, precisamente eso iba a pedir —alzó la voz—. Doctor Erregue, llame de inmediato a la policía científica.
Adriana tomó un brazo del Tano, con la otra mano le recorrió la palma y los dedos, hasta descubrir la hormiga muerta. ¿Era necesario que lo rozara así?
—¿Alguien me va a explicar algo? ¡Se robaron a mi viejo!
—Tranquilo, te dije, pibe, los ladrones no llegaron lejos.
Para entonces, habían vuelto a reunirse en un grupo compacto. El Tano, la mano liberada por la teniente, señaló un hormiguero cercano.
—Precisamente allí está el cuerpo de tu padre.
Mostró la hormiga muerta en la palma de la mano.
—Como pueden ver, están llevando los últimos pedacitos de huesos. Espero que la científica encuentre suficiente material allí dentro.
Dicho esto, el Tano colocó la hormiga en la mano del atribulado heredero, e inició el camino a la salida. Esta vez no se cuidó por la teatralidad ni los efectos, marchó rápido para guarecerse del viento borrascoso; la Valicenti corría a su lado.
Una vez en marcha hacia la ciudad, se dijo que había terminado el recreo, no había forma de rehuir el regreso a la oficina y caer de nuevo en esa Juvenilia insoportable que la presencia de Adriana causaba en el ambiente.
—Tano, sos un genio. Si no estabas ahí, seguro que habrían armado una investigación y nos hubieran vuelto locos con el asunto.
Se dijo que el relato de lo sucedido en el cementerio los tendría ocupados por una hora, cuanto menos; con tal de pegarse a la piba, los babosos le pedirían mil explicaciones. Preocupado por las imágenes del retorno a la comisaría, no imaginó que lo peor para él, estaba por ocurrir.
—Estoy admirada, sos lo más. Ojo, no soy una idiota, no soy una nena. Me quedó bien entendido que yo no te intereso para nada, lo dejás bien en claro con tu lenguaje corporal. Pero eso no quita que… O sea, aunque yo no te interese como mujer…Qué querés que te diga, Tano, nunca en la vida he tenido tantas ganas de acostarme con un tipo.
Adriana calló el resto del trayecto. El Tano también, estaba ocupado sufriendo por el puñal que la rubia le había hundido en el pecho.
©Relato: Juan Pablo Goñi Capurro, 2023.
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