EL LADRÓN DE JOVENCITAS por Manuel del Pino

 

EL LADRÓN DE JOVENCITAS

Manuel del Pino.

 

 

Universidad de Viena, 1938. Lunes, 9 de la mañana. Entre el hervidero de estudiantes, una preciosa alumna morena, con muchas curvas, desapareció del campus.

Un tipo la durmió con cloroformo y la metió en una camioneta.

La llevó hasta una casa abandonada de las afueras de Viena. La desnudó y la ató a la cama cutre del dormitorio. Entonces el tío osó situarse delante de ella.

—Vaya —dijo Greta—. No me imaginaba que serías tú. ¿Tanto te gusto?

—No me gustas. Te detesto. Me das mucho asco.

Pero se lanzó hacia ella con todo su ímpetu. En vez de forzarla, cogió un cubo de agua, una esponja y le frotó la cara y el pelo con fuerza.

Más que harta, Greta dio una patada al cubo y se lo puso por sombrero. Al tipo no le hizo mucha gracia tragar y ponerse hasta los ojos de agua sucia.

Se devanó los sesos hasta que se le ocurrió un pérfido plan. Peló dos cables de la pared, los acercó a ella con ojos de sádico. La chica le miraba con terror. Él le dijo:

—Ahora verás lo que es caña, niña rebelde.

Para ser más eficaz, el tío cometió el error de coger un cable en cada mano. Sufrió una tremenda descarga, que le dejó temblando, aullando y chamuscado.

—Sí —dijo Greta—, ve a darte un voltio.

El tipo la sujetó de malos modos y bajó a encerrarla en el sótano.

Martes, 10 de la mañana. Una alumna rubia con abundantes curvas fue secuestrada en el enorme y cuidado campus de la Universidad de Viena, lleno de estudiantes.

El tipo la agarró por la espalda, para hacerle la peligrosa llave de asfixia mataleón. La chica, en el fragor de la lucha, le dio un tremendo codazo en la boca.

Perdió un diente el menda, la boca le sangraba. Tras adormecer a la alumna con cloroformo en el pañuelo, tuvo que aplicarse el pañuelo a la boca para cortar la hemorragia.

El resultado fue que también él se cayó dormido al suelo. Por suerte despertó a tiempo para llevarse a la chica inconsciente en su vieja moto con sidecar.

La llevó a la decrépita casa abandonada de las afueras de Viena.

—Ah, eres tú —dijo Elga—. Debí imaginarlo.

Para asustarla, le enseñó a su fiero perro guardián Danko.

—Si intentas escapar, te matará a dentelladas. Te lo advierto.

Y sugiriendo lo que podría pasar, que estaba dispuesto a llevarlo a cabo sin dudarlo, lo demostró enseñando con maldad una salchicha entre los dedos.

Danko lo interpretó a su manera. Se lanzó por la salchicha y, de paso, se tragó la mano y medio brazo de su dueño, que a punto estuvo de perderlas.

—Ñam. Grofff. Graorrr. Grrr. Arghhh.

—Ahhhh. A mí, no, Danko, que soy tu dueño.

Y le costó mucho trabajo librarse del perro de presa en el patio vallado.

Como Elga se burlaba, la bajó también al sótano para dejarla encerrada en otra celda.

Miércoles, 11 de la mañana. Una estudiante pelirroja con muchas curvas se esfumó de repente, cuando un globo bajó de las alturas en el campus, un gancho descendió con una cadena y elevó con firme cuidado a la chica sorprendida hasta el globo.

—Conque eres tú. Vaya manera de declararte. No creía que te atrevieras.

El tipo hacía la maniobra y conducía el globo a la vez, difícil equilibrio. Intentaba coger a la chica. A punto estuvo de caerse al vacío desde las alturas. Soltó un alarido de terror, la boca muy abierta, los ojos casi se le salieron de las órbitas.

Sophie tuvo que sujetarle, para que no se cayeran ambos y se rompieran la crisma.

—No me des las gracias. Espero que al menos me hayas preparado una bonita boda.

Pero el tipo la metió en el globo y le tapó la boca con una gasa de cloroformo, para dejarla inconsciente y conducirla deprisa a su finca de las afueras.

La pobre Sophie se despertó con las manos atadas a la cama de otra celda en el sótano. Podía oír los gritos de las otras chicas en los cuartos de al lado.

—Eres un loco peligroso. ¿Qué es lo que quieres de mí, de nosotras?

—Necesito veros desnudas a todas. Y no se te ocurra escapar por la chimenea.

Esa habitación tenía una vieja chimenea. El tipo entró por ella, para obstruirla con la silla y con la mesa. Se quedó atascado. Pataleaba un horror dentro de la estrecha oquedad.

Gritaba a Sophie que la ayudara, pero sus chillidos se ahogaban dentro de la chimenea, y en todo caso Sophie estaba atada y no habría podido ayudarle.

Le ocupó al tipo mucho rato de agitarse para salir por fin de la chimenea. Apareció todo tiznado de negro, de la cabeza a los pies, suspirando angustiado. No se ahogó por poco.

El menda sólo tuvo tiempo de subir y lavarse en la bañera toda la tizne. Con tanto jabón y tiznados los ojos, resbaló diez veces en la bañera. Los golpazos y los gritos que pegó fueron tremendos. Tenía prisa, aún no había logrado su terrible objetivo.

Universidad de Viena. El profesor Moritz subía la escalinata para dar su conferencia, vestido con su habitual traje, el maletín en la mano derecha. Oyó a sus espaldas:

—Profesor, soy Johan, su antiguo alumno. ¿Qué sabe de la estudiante Sylvia?

—Hace mucho que no me acuesto con tu querida Sylvia. ¡Tienes que creerme!

Johan desenfundó su pistola, apuntó al profesor y disparó cuatro veces.

El profesor interpuso el maletín a tiempo para interceptar los disparos.

—Es verdad lo que dicen —murmuró—: La cultura es un plomo.

Estudiantes y profesores sujetaron a Johan. Y le llevaron ante el juez.

—¡Moritz es judío! —dijo Johan—. Por eso quería matarle.

El juez Finn se ajustó la peluca en el estrado y repuso:

—Las judías con chorizo que hace mi esposa son un horror para la digestión. Lo entiendo. Pero usted ha intentado matar a un hombre. No lo niegue.

—Hitler viene a conquistar Austria. Él me lo agradecerá.

El juez asió con fuerza el crucifijo de la mesa y dijo:

—¿Hitler? Ni lo nombres. ¿No será por esa Sylvia a quien tanto buscas?

—A mí no me miente a Sylvia, por su padre, ¡que lo mato!

Y se fue para el juez. Tuvieron que sujetarle los alguaciles.

En una celda del psiquiátrico de Viena, Johan tenía una pesadilla recurrente: Soñaba con Siniestra, que le cantaba gritando y bailaba, vestida de gitanilla.

—No me atormentes más, Siniestra. Huye de mis sueños.

Pero Siniestra se le acercó. Podía tocarla. Era real.

—Menudo pibón. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Eres una bruja?

—Así que te gustan las jovencitas, ¿eh? ¡Pues toma!

Se le echó encima. Se revolcaron. Rompieron la cama dando brincos.

Con el ruido, llegaron los guardias. Hallaron a Johan saltando en la cama, rota en el suelo. Estaba furioso. Tuvieron que sujetarle entre varios.

—Juro que vino Siniestra. Tenéis que creerme. No estoy loco.

El juez decidió que el psiquiátrico no era suficiente castigo. Le llevaron a una prisión de trabajos forzados, en las afueras de Viena, rodeado de criminales.

Johan picaba con el mazo cantos rodados, sudando lo más grande.

Por el fondo, se aproximaba Siniestra del brazo de Sylvia, vestidas ambas de guardianas, con látigo y todo. Al acercarse a Johan, Siniestra le dio de latigazos. Chasss.

—Trabaja, perro. Aquí tienes lo tuyo. Jamás conseguirás a Sylvia.

Siniestra y Sylvia se reían con infinita crueldad impune.

—Nooo —repuso Johan—. Necesito ver el chumino a Silvia. Y a ti también.

Las guardianas derribaron a Johan a latigazos. Le pusieron a cuatro patas, se subieron encima y le domesticaron como a un potro. Los demás reos reían de lo lindo.

Gobierno de Viena. Despacho de Arthur Seyss-Inquart. Dijo a su asistente:

—Hitler llega a Viena. Soltad a Johan. Ahora es un héroe.

—A la orden, herr gobernador. Y seguiremos buscando a las jóvenes desaparecidas.

Cuando el asistente salió del despacho, apareció Siniestra toda de negro, vestida como la Señora de la guadaña. Inquart se aterrorizó. Siniestra le dijo:

—Te regalaré una corbata nueva el 16 de octubre de 1946.

—Mentira, el nuevo Reich vivirá mil años.

Sin embargo, el propio Inquart vio horrorizado la escena de su matarile. Cuando abrió los ojos, Siniestra no estaba. Ordenó que la investigaran. Su asistente volvió:

—Dicen que es un espíritu condenado a hacer el mal a los malvados.

—Imposible. Nosotros somos los buenos, nosotros somos el bien.

Johan salió libre. Volvió a su casa de las afueras. Bajó al sótano frotándose las manos. Pero allí le esperaba Siniestra, junto con Sylvia, vestidas de amazonas ecuestres.

Abrieron las celdas donde seguían encerradas Greta, Elga y Sophie, que salieron como tres leonas a la arena, sedientas de justa venganza.

Las cinco rodearon a Johan. Siniestra y Sylvia blandían sus fustas ecuestres.

—Chicas, olvidadlo, hagamos una fiestecita juntos y pelillos a la mar.

—Sylvia no será tuya —dijo Siniestra—. Ni ninguna de las otras.

Entre las cinco le dieron una paliza de campeonato. Greta, Elga y Sophie, a bofetadas. Siniestra y Sylvia, con sus fustas, le grabaron en el lomo: “Cabrón”.

 

©Relato: Manuel del Pino, 2023.

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