‘Aire de invierno’- Carlos Font

Con ‘Aire de invierno’, Carlos Font suscribe un relato cargado de erotismo… y algo más

AIRE DE INVIERNO

Esther se levanto suavemente, caminó hasta la ventana y la abrió de par en par. Una fresca brisa de la mañana acarició su piel desnuda, resaltando cada poro de su morena piel.
Pedro estaba en la cama, había seguido el paseo con la vista y ahora contemplaba la silueta a contraluz de Esther dibujada en la ventana.
―No te fíes de este sol traicionero―dijo. ―Ahora todavía calienta, pero aquí los inviernos son muy duros.
Esther se giró y comenzó a caminar, lentamente, de nuevo hacia la cama.
Pedro la miró mientras se acercaba. Le gustaba. Mucho. Las curvas bien dibujadas de sus caderas, esos pechos generosos, sus piernas bien torneadas. Nada que ver con esas mujeres esqueléticas que aparecían en las portadas de las revistas y cuyo cuerpo exiguo de carnes querían vender como modelo de belleza.
Entornó los ojos y recordó la primera vez que vio sus fotos en la página web de contactos a la que estaba suscrito y como decidió enseguida contactar con ella. Le gustaba el discreto servicio de dicha web, que tan buen resultado le había dado las dos anteriores veces. Todo presagiaba que esta vez no sería distinto.
Esther llegó a la cama y se tumbó boca arriba. Momento que él aprovechó para darse la vuelta hacia ella y acercar su boca al dorado ombligo.
Empezó a besar los alrededores del mismo con suavidad, dejando que sus labios se llenaran de la mayor superficie de piel que podían abarcar. Poco a poco fue subiendo hacia arriba, centímetro a centímetro. Al llegar al pecho cogió con los dientes la punta del pezón notando como éste respondía al estimulo poniéndose terso, duro. Sonrió.
Siguió su camino ascendente, pasando por el cuello hasta llegar al lóbulo de la oreja, al que simplemente rozó mientras susurraba un “ahora vuelvo” que sabía que era un gesto que, a ella, la dejaba a la espera, totalmente excitada, como las anteriores veces.
Se puso las zapatillas y bajó a la cocina.
Una vez allí, llenó un vaso de agua y empezó a beberlo mientras miraba por la ventana que estaba sobre el fregadero. El sol todavía calentaba esas primeras semanas de octubre, pero su experiencia de hombre de campo le decía que aquel invierno iba a ser duro. Conocía su terreno lo suficiente para saber que ese año, como los anteriores, las nieves volverían a cubrir el valle que rodeaba la casa, dejando un espeso manto blanco que taparía los caminos y dejando a la hacienda totalmente aislada del resto del mundo, a varios kilómetros de distancia del pueblo más cercano.
Debía aprovisionarse bien, para poder pasar el invierno con tranquilidad.
Dejó el vaso ya vacío y se dirigió al gran arcón congelador que tenía en la despensa. Lo abrió y vio que solo le quedaba la carne suficiente para pasar un par de semanas desde el momento en que su casa quedara sin posibilidad de contacto.
Lo cerró y volvió a la cocina. Allí cogió un cuchillo del taco que había sobre la encimera. Pasó suavemente el dedo por el filo para comprobar que éste cumpliría bien su función y, silbando,  se encaminó hacia las escaleras que llevaban a la habitación.

Texto: © Carlos Font, 2018.

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