‘El Trota’- Relato esencial de Antonio Menchón García

Con ‘El Trota’ Antonio Menchón presenta un relato con alguna sorpresa emboscada entre sotanas y adicciones

‘El Trota’

Aún se percibe el penetrante aroma a incienso, que ayuda a disimular el habitual olor a humedad que invade el lugar. Las sombras, a las que la luz que desprenden algunos cirios otorgan vida propia, adornan diversos recovecos. Algunas motas de polvo en suspensión muestran el trazado de los rayos solares que penetran, adoptando tonos variopintos, a través de las coloridas cristaleras que hay en las paredes. Domingo, el cura, da por finalizada la misa del entierro de este lunes, a la vez que las campanadas retumbantes alcanzan los pabellones auditivos de los cinco únicos asistentes al funeral: el párroco, dos monaguillos adolescentes y dos empleados de la funeraria. Ni un solo familiar. Tampoco amigos, ni conocidos. Nadie ha acudido a despedirse del muerto. Otro alma en paz — medita el párroco para sus adentros, después de cerrar la puerta principal de la iglesia y quedarse solo-.

Más tarde, recién entrada la noche, Domingo sale de su domicilio a hurtadillas, asegurándose tras cerrar la puerta de que ningún vecino le ha visto abandonar la vivienda. El sacerdote se ha disfrazado, empleando una peluca taheña y barba postiza de similar color. También ha modificado su atuendo habitual, empleando para vestir una vieja chaqueta de cuero negra, estropeada y remendada, y un pantalón vaquero desgastado y sucio. Una madrugada más, el cincuentón de aspecto huesudo camina concienzudamente, tramando intenciones alevosas a su empleo y falsa moralidad, en busca de una nueva víctima sobre la que desplomar el peso de su perturbación mental.

Veinte minutos de trayecto a pie le bastan para alcanzar su primer destino. Aumenta el ritmo de los pasos cuando ve, al fondo de la calle, la puerta de entrada al custodiado lugar que ansía alcanzar: un punto de venta de droga. En cada esquina de este paraje, ocultas tras las sombras, diversas miradas de aguadores se centran en él, y lo sabe, pero mantiene la calma, a sabiendas de que el destartalado camuflaje adoptado es idóneo para la ocasión.

Dentro del garito, y vigilado por un hombre inquieto que hace de portero adoptando una actitud amenazante, entabla conversación con la voz masculina que le habla a través de una pequeña oquedad en la pared.

— Coño, Trota, ¿ya estás otra vez por aquí?

— Sí, compadre, hoy ha ido bien el día. He pegado un buen palo y me he pillado algo de guita.

— Eso está bien, colega. ¿Qué te pongo?

— Sesenta pavos de caballo. Del bueno, tío.

Casi al instante, una mano asoma a través del boquete. Juan, ‘El Trota’, — que es como conocen a Domingo en este mundo tan distante y a la vez cercano al suyo — agarra la mercancía y paga. A su espalda ya hacen cola tres personas más, un trío de drogodependientes, que esperan, impacientes, su turno. Al darse la vuelta, El Trota se fija en uno de ellos, el más joven, un chaval de unos treinta años, seco y con aspecto mísero, que no aparta la vista de la bolsa con droga que el cura lleva en la mano. Al percibir la reacción del joven, el sacerdote le habla.

— Si quieres damos un voltio y te invito a un pico.

— Hostia tío, de puta madre.

— Te espero en la puerta, no tardes.

— Vale, salgo ya mismo.

Cuando el joven sale del punto de venta, el párroco — que aguarda próximo a la entrada — se acerca hasta a él, y se alejan caminando a la par, mientras dan cabida al ritual de presentación propio de dos yonquis que casualmente guardan cierta complicidad. Posteriormente a la particular salutación, se asientan provisionalmente, refugiados de miradas indiscretas, tras el muro de una vieja casa en ruinas. Allí prosigue su particular ceremonia de bienvenida a la nueva relación amistosa.

— ¿Te vas a chutar algo ya, Marcos? — consulta el Trota.

— Sí, tío. ¿Tú no? ¿A cuanto me vas a invitar? Yo solo me he pillado una papela de una micra… una puta miseria.

— Tranquilo, yo voy a comer algo primero — el falso drogodependiente saca de la pequeña mochila de tela, que lleva colgada a la espalda, un bocata y un cartón de vino tinto. — ¿No tienes hambre o qué?

— Paso, a mí el hambre me la quita esta mierda.

— Como quieras, pero piénsatelo, nunca sabes cuando puede ser tu última cena… —El Trota extrae la voluminosa bolsa con heroína de un bolsillo del pantalón y se la ofrece al otro, quien acepta el ofrecimiento sin dilación—. Toma mi tema, métete lo que quieras, pero déjame un poco, socio.

Marcos prepara una buena dosis de droga y se la inyecta, mientras el Trota mastica sin prisa, degustando tranquilamente cada bocado y trago, a la vez que observa cómo el otro, a medida que transcurren los minutos, se ausenta cada vez más de la realidad sumiéndose en un profundo estado letárgico. Una vez que el joven está totalmente atontado, el sacerdote, habiéndose colocado previamente unos guantes de látex, aboca todo el contenido en el recipiente que su compañero ha empleado para realizar la mezcla de heroína, agua y zumo de limón, lo remueve todo y se lo inyecta a Marcos. Primero una jeringuilla cargada al máximo. Un par de minutos después, otra jeringa repleta. Y así sucesivamente hasta terminar por completo con el narcótico.

Una hora más tarde Marcos ya no respira. El Trota se asegura de que el joven ha muerto, acerca su oído a la nariz del joven cerciorándose de que el aire ya no entra ni sale. Perfecto…, otro alma en paz, piensa el sacerdote, sonriente. Coge sus pertenencias y se esfuma.

Dos días después, Domingo está una vez más en la iglesia, cumpliendo con su trabajo, abriendo las puertas del cielo al cadáver de Marcos, el joven al que asesinó recientemente.

Finalizada la misa, uno de los dos asistentes a la ceremonia (exceptuando al propio sacerdote, los monaguillos y los trabajadores de la funeraria) se acerca al cura.

— Hola, padre. ¿Podemos hablar?

— Claro, dígame.

— En privado, por favor.

— ¿Quiere usted confesarse, buen hombre?

— No me refiero a eso. Me gustaría hablar con usted a solas, en un lugar donde nadie nos escuche. — Insiste el hombre, mostrando al mismo tiempo una placa del cuerpo de policía nacional que acaba de sacar del bolsillo de su chaqueta.

Domingo, disimulando los nervios, invita al agente a entrar junto a él en un pequeño cuarto que hay tras el altar. Ya a solas, apartados de miradas y oídos estorbos, prosiguen charlando.

— Y dígame, señor agente, ¿en qué le puedo ayudar?

— ¿Aún no me has reconocido, Trota? — La prominente frente de Domingo comienza a perlarse con las primeras gotas de sudor.

— ¿Cómo me ha llamado?

— No disimules, malnacido. ¿Cenaste bien anoche?, porque quizá esa haya sido tu última cena fuera de la trena. Soy secreta. ¿Recuerdas al yonqui que había delante de Marcos? en el garito, esperando para comprar después de ti. Era yo. Y te he calado. Os seguí si que me vierais y fui testigo de todo lo que ocurrió. Tras escuchar mi testimonio, el juez ha aprobado tu detención. Más te vale que tengas preparada una buena coartada, porque vas a necesitar algo más que la ayuda de dios para salir de esta. — El agente Cepeda sonríe ingenuo. Una vez más, el rictus de la ley se impone ante la injusticia.

Texto: © Antonio Menchón García, 2018.

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