UN POBRE MEDIOCRE
—No tienes derecho —le espetó como si le lanzara un salivazo en pleno rostro.
Antes de responder, el otro alzó la botella y se echó un trago al coleto.
—Tú eres el bueno, yo el garbanzo negro, ¿recuerdas? Eres tú quien debería ser más feliz en lugar de serlo yo menos.
Y es que lo que recriminaba Juan a su hermano pequeño no era tanto su negativa al plan que proponía sino su felicidad o, para ser más precisos, que fuera más feliz que él.
¡Cómo se podía ser feliz de aquella manera! Se había convertido en un mendigo. Pedía caridad por la calle y dormía a la intemperie, junto a otros vagabundos, en cualquier rincón medio protegido de la vía pública.
—Lo hiciste mal entonces y continúas haciéndolo mal hoy —insistía Juan—. Podría irnos mucho mejor a los dos.
—Yo no me quejo.
—¿Te has visto?
Dos que, en un rincón cercano, compartían un tetrabrik de vino tinto, hicieron algún comentario. Los miró de soslayo, bajó la voz y continuó:
—Esto parece la corte de los milagros. Cada vez que vengo a verte, salgo aterrorizado y deprimido.
Era la enésima vez que visitaba a Mario. Lo hacía siempre que tenía conocimiento del lugar escogido por su hermano para dormir, con la esperanza de llegar a convencerlo un día u otro, pero siempre acababa igual.
La discusión llevaba encallada en el mismo punto desde hacía mucho tiempo. De hecho, nació encallada cuando Mario, a la muerte de sus padres, se negó a lo que proponía Juan.
El hermano mayor, acomodado a la vida monótona y rutinaria que había conocido desde pequeño, pretendía que no se dividiera el patrimonio que les tocaba en herencia; un piso antiguo y desvencijado en un barrio marginal de la ciudad y el poco dinero en metálico que suponían los ahorros de sus progenitores. Su idea era aunar esfuerzos para explotar aquel patrimonio y obtener una renta con la que complementar los exiguos ingresos de que disponían. Mario, sin embargo, se negó.
Desde su adolescencia, época en que supo reconocer la mediocridad en que flotaba su familia, llevaba esperando la oportunidad para escapar de ella. Y dicha oportunidad se había presentado.
Exigió que se vendiera el piso y se repartiera lo obtenido a partes iguales. Por más que Juan insistió, el pequeño se reiteraba en su negativa y, ante las maniobras de su hermano para retrasar el proceso, a modo de venganza, adoptó la actitud que sabía le resultaría más molesta: de la noche a la mañana, se deshizo de prácticamente todo lo que poseía y se convirtió en un sintecho.
Se unió a los muchos que, inmersos la mayor parte de ellos en el mundo de la delincuencia, vagabundean durante el día pidiendo limosna y por la noche gastan lo poco que han recogido en alcohol y drogas.
El calor húmedo de la noche realzaba el aspecto mugriento de los porches bajo cuyas arcadas, mal iluminadas por cuatro faroles demasiado distantes entre sí, se protegían del relente.
—¿Crees que te has de relacionar con esta gente? ¿En público? ¿Sin el menor recato? —decía Juan aludiendo a la veintena larga de pordioseros que los circundaban.
—No te obligo a que lo hagas tú.
—Humillas nuestro nombre. Podrías haber cambiado de ciudad; al menos de barrio.
—No lo necesito. Estoy bien aquí. Además, esta gente, como los llamas, son ahora mis iguales. Ellos me respetan a mí y yo a ellos.
—Son… —empezó el otro con brío y se cortó para continuar en voz más baja—. Son la peor escoria. Has ido a parar al sector más sórdido de la sociedad.
—¿Por qué lo dices con tanta discreción?
Mario hizo la cáustica pregunta con clara intención de burla mientras, botella en mano, hacía un barrido señalando a la concurrencia. Juan sintió miedo al ver que se volvían hacia ellos.
—Puedes hablar en voz alta —continuó el menor, creciéndose en su tono procador—. Todos saben lo que son. No se avergüenzan de ello. Hace mucho que lo tienen asumido.
—Observa cómo me miran. —Juan hablaba de espaldas a la cohorte de menesterosos, que, como un coro de tragedia griega, habían comenzado a tomar interés por la conversación—. No tardarán en meterse conmigo. Quizá también contigo, Mario. Vámonos de aquí, por lo que más quieras.
—Vivir tranquilo mi pobreza, eso es lo que más quiero.
—No tienes por qué ser pobre —replicó, nervioso, el mayor.
—Somos pobres, hermanito. Lo hemos sido toda la vida, como nuestros padres, y lo seguiremos siendo.
Habían llegado al punto que más divertía a Mario. Ahora se complacería viendo saltar a su hermano por las nubes. Lo había llamado pobre, algo que no podía soportar; aquello de lo que siempre había huido y de lo que se escondía.
—¿Quieres? —preguntó con sorna ofreciéndole una colección de colillas a medio fumar—. Hay alguna bastante potable. Esta —Señaló algo parecido a un gran supositorio envuelto en un preservativo — creo que es de un habano.
Juan apretó las mandíbulas y contuvo un acceso de ira. Contó hasta diez antes de abrir la boca y dijo:
—No vuelvas a decirme eso.
—¿Has dejado de fumar?
—No me llames pobre. No lo soy. —Hizo una pausa y añadió—: Nuestros padres tampoco lo eran. Ni siquiera tú lo eres. Te complaces representando esta comedia para torturarme, pero los dos poseemos cantidades iguales de dinero.
—Por eso ambos somos igual de pobres.
—Yo mantengo una dignidad —se quejó Juan aguantando a duras penas el impulso de abofetearlo.
—Llamas dignidad a ese tono gris, mezquino y vulgar que te envuelve y que no te permite ser feliz. Eres un mediocre. Mi forma de existencia, sin embargo…
—Tu forma de existencia —interrumpió Juan el discurso de Mario— es sórdida. —Esperó unos instantes y apostilló—: Voluntariamente sórdida.
El coro de mendigos se mantenía atento al desarrollo de la escena y los comentarios que cruzaban unos con otros formaban un murmullo de fondo que, a modo de orquesta, acompañaba al duetto principal. El conjunto impregnaba la noche de un aire tenebroso plagado de misterios y amenazas.
—Sí, hermanito. Sí. Unidos en la pobreza, nos diferenciamos en la forma de manifestarla y en el beneficio que somos capaces de obtener de ella.
Esta vez, el impulso no pudo ser contenido. Juan, asiendo a su hermano por los hombros, lo zarandeó mientras, sin preocuparse ya del tono de voz, le decía:
—¡No vuelvas a decirme eso! ¡No lo repitas!
Y el coro, cual si interpretara una de las más oscuras obras de Malher, acompañaba a la melodía encadenando acordes disonantes que imprimían al conjunto un aire deprimente y sombrío que estalló en un cluster estridente cuando el solista pronunció la última frase:
—Soy más feliz que tú, hermanito, porque no estoy atado. Sábelo:
»Es preferible que la pobreza sea sórdida y no mediocre.
Juan perdió definitivamente el control. Sus manos, fuertes como tenazas, se deslizaron hasta rodear el cuello de su hermano.
Apretó con todas sus fuerzas.
La voz de Mario se quebró. Ya no decía nada. El coro, tras un imponente diminuendo, alcanzó el pianissimo para acabar por perderse en un silencio infinito. Entonces resonó en el aire el crujido de la tráquea de Mario al ceder bajo la presión de los dedos de Juan que supo llegado el fin. Una extraña sensación parecida a la alegría afloró en su mente al imaginar que había matado la pobreza. Sensación que se esfumó al descubrir en el suelo, junto al cuerpo de Mario, aquella colilla de cigarro habano que se asemejaba a un supositorio.
La pisó con rabia hasta deshacerla.
Pasados unos segundos, levantó la cara y miró desafiante al coro como queriendo pedir explicaciones. Se dio cuenta de que nadie lo miraba. Los que habían sido compañeros de Mario en los últimos tiempos, perdido el interés por lo ocurrido, dormitaban unos mientras otros apuraban silenciosos el vino de sus botellas.
Juan tomó conciencia entonces, por primera vez en su vida, de ser un pobre mediocre.
Texto: © Jorge Aranjuez i Vilanova, 2019.
Visitas: 45
Debería ser “no tienes por qué ser pobre”.
Aparte, es un buen relato. Me ha sorprendido el final, no me lo esperaba y ha sido muy repentino el asesinato.
Es interesante Mario, porque quiso vivir como un mendigo y eso es dificil de comprender. ¿Qué lleva a alguien a esa vida? Existe gente como Mario, pues a veces han salido en la prensa personas como él, pero cuesta entenderlos. Por eso mismo Mario es interesante, porque representa un tipo de persona inusual, y se pone en su boca lo que el autor del texto cree que lleva a alguien a elegir esa vida.
Un saludo
El cuento es, o pretende ser, una alegoría, Iramesoj. No busques la realidad en los personajes, escenarios, o circunstancias sino en lo que representan.
Juan: El conformismo, el temor a lo nuevo, la negación del progreso.
Mario: El inconformismo, la rebeldía, la capacidad de asumir riesgos en tal de progresar.
El cuento relata la eterna lucha entre ambas posiciones y cómo el conservadurismo es capaz de aplastar el progreso aunque se dé cuenta y sufra a consecuencia de lo inconveniente de los métodos que usa lograrlo.