Último turno navideño (parte 2) de Juan Pablo Goñi

ÚLTIMO TURNO NAVIDEÑO (SEGUNDA PARTE)

Juan Pablo Goñi Capurro

El operativo

Sediento, hambriento y con las piernas cansadas, Hughman dio con un camino vecinal, los típicos postes que sostenían cables a su costado derecho. El tema era saber en qué sentido doblar para ir hacia Blanca. La tierra estaba reseca; si sus captores regresaban, los anunciaría la polvareda, dándole tiempo a esconderse en la cuneta. La aurora trazó un surco amarillo en el zócalo del horizonte. El este. Divisó unos montes, más adelante. Apostó que allí habría alguna casa en la cual conseguir comunicarse con la comisaría. Apuró el paso, estaba vivo, había superado la noche funesta contra todas las probabilidades. Se le ocurrió que podría pedir dos patrulleros, para que uno esperara por los secuestradores. El instinto policial renacía con el cuerpo recuperado. La angustia no sería en vano; sacarían tres, o más, narcos de la calle.

Más cerca, apreció su acierto. Entre los troncos advirtió una edificación de paredes blancas, techo rojo. Rogó que hubieran celebrado la nochebuena en casa, o que estuvieran de regreso si había sido en otro lugar. Hacia adelante, ningún signo del paso de vehículos; se volvió, lo mismo sucedía a sus espaldas. Notó más detalles en su destino. Aquí había una tranquera, un molino de viento, una segunda edificación y una camioneta gris, entre ambas. Gente. Los últimos metros Hughman los dedicó a juramentarse: cumpliría con los propósitos esbozados cuando creyó que moría, casi una promesa para el caso de recuperar la libertad.

Pasó la tranquera. Sobre la puerta de la casa, la de las tejas rojas, había una lámpara encendida. El galpón tenía un portón grande, pintado de verde. Las ventanas tenían los postigos cerrados. Camioneta a la intemperie, luz sin apagar, dedujo que el estado de los habitantes de la casa al acostarse no era muy lúcido. A dos metros de la puerta, se detuvo. No habían escuchado sus pasos, pese a que desplazó cantidad de canto rodado en el trayecto; casi arrastró los pies esos últimos metros. ¿Golpeaba las manos, o la puerta? Ni idea de la hora, pero era muy temprano; ¿a las seis, amanecía? Era probable que cualquier mañana hubiera alguien despierto en la vivienda, a esa hora; pero no era cualquier mañana, era la mañana de Navidad, la que venía después del atracón de Nochebuena. Escogió hacer palmas, la puerta podía asustar.

Inquieto, le ardían las palmas y no había respuestas, se preguntó si la camioneta no sería un segundo vehículo, dejado allí, como la luz encendida, para despistar a posibles ladrones. Maldijo su suerte. Avanzó y golpeó con fuerza la puerta de madera, pintada en un celeste grisáceo. Recién entonces oyó algún rumor en el interior.

—¡Policía! —gritó, para evitar malos entendidos.

Abrió, sin utilizar llaves, una mujer cubierta con una bata de toalla, los ojos rojos, el cabello como si hubiera pasado por una batidora. Por la mirada que le dedicó, el inglés supo que no se veía mejor que ella. Al concentrarse en los brazos del visitante, la mujer esbozó una mueca de horror. Asombrado, el inglés descubrió la marca de la soga, los cortes y las gotas de sangre que perdía; le vino de golpe el ardor, también en los tobillos, como si hubiera estado anestesiado por la adrenalina de la huida. La mujer no dudó, lo hizo ingresar a un baño, y le pasó un algodón con alcohol.

Reprimiendo los quejidos por el contacto con el desinfectante, el inglés se presentó y le narró los hechos. Pronto se sumó un hombre que apenas podía sostenerse en pie. Se mantuvo recostado en el marco de la puerta del baño, con cara de no entender lo que sucedía. La mujer lo apartó cuando el inglés le solicitó un teléfono para llamar a la comisaría. El hombre se pasó la mano por la cara; el inglés aprovechó el lavabo; se lavó el rostro y las manos. Usó una toalla rosada, luego de mostrársela al dueño de casa y no obtener quejas.

La mujer regresó con un celular, lo invitó a la sala en penumbras. La pareja se mantuvo cerca, ella entusiasmada por los sucesos, él aún sin entender qué alteraba su mañana navideña.

—¡Inglés!, ¡qué bien la hiciste! Con razón tanta generosidad con Pistelli, «dejá que voy solo». ¡Tenías una mina! Los dejaste en banda con el quilombo del parque.

Martínez Rossi, raro que el jefe de calle no se perdiera una. Hughman debió esperar a que terminara su gastada para explicar lo sucedido.

—Me secuestraron. Estoy…

La carcajada lo interrumpió.

—¡Ahora lo llaman secuestro!

—¡Escuchame! Necesito que manden gente urgente, para agarrar a los tipos. Supongo que tiene que ver con drogas.

Esta vez, obtuvo silencio.

—Anoche llamaron por gritos en una casa. Creímos que era un caso de maltrato, por eso fui solo. Me descuidé, mirando los paquetes que tenían en la mesa y controlando al tipo, entonces la mina me pegó en la cabeza. Desperté atado en un sucucho en el medio del campo.

—Decime dónde estás que ya mando patrulleros.

El inglés se volvió a los dueños de casa.

—¿Dónde estamos?

La mujer reaccionó, el marido se había sentado, tan aturdido como antes.

—En el camino a la laguna, a siete kilómetros de la ciudad.

Hughman le pasó el teléfono para que ella diera los datos. La mujer dialogó un minuto, agregando indicaciones para facilitar la identificación de la casa. La zona era cubierta por la patrulla rural; se despreocupó, Martínez Rossi se encargaría del operativo. Eso dijo el jefe de calle cuando la mujer le devolvió el aparato; al cortar, el inglés asumió el cansancio y el hambre. La mujer se anticipó, despierta por completo.

—Usted, ni debe haber cenado, señor Hughman. Ya le hago un café y le traigo comida, hay de sobra. Ah, yo soy Mercedes Llera y este es mi marido, Oscar.

El inglés se sentó, sin aclararle que prefería el té. Los sillones eran cómodos, había una mesilla delante. Fue a decirle algo al marido; el hombre dormitaba otra vez. Sintió que lo contagiaba, lo invadió la modorra; tampoco había dormido esa maldita noche. Dio unas cabeceadas, perdió noción de todo hasta que el aroma a café disipó algunas telarañas. Mercedes, pantalones chinos, zapatillas y musculosa, el cabello recogido y la cara lavada, depositó una curiosa bandeja; junto al tazón de café, había porciones de lengua a la vinagreta, vittel toné y huevos rellenos, más varias rebanadas de pan.

Tras el banquete de sobras bien frías, Hughman volvió a establecer un dueto de ronquidos con el señor Oscar. Ni idea del tiempo transcurrido cuando la mujer lo despertó, sacudiéndolo de un hombro.

—¡Señor Hughman, ya vienen!

Al inglés le tomó unos segundos espabilarse. Oyó los motores. La mujer debió pasárselo pegada a la ventana, los vehículos recién se detuvieron cuando el inspector salía a una mañana despejada. Día caluroso, pronosticó. Martínez Rossi fue el primero en llegar a él; además de su vehículo, había tres camionetas de la patrulla rural.

—¡Inglés! Te hicieron mierda.

El jefe de calle inspeccionó las muñecas y los brazos del inspector antes de permitirle hablar.

—¿No vino ninguno de los nuestros?

—Me traje a la patrulla, ellos conocen la zona. Y, entre nosotros, los nuestros no están en condiciones de darle a un elefante adentro de un baño químico. ¿Dónde te tenían?

El inglés lo llevó entre los eucaliptos hasta el alambrado. Se ubicó. Le señaló el monte, metido adentro. Cansado, le había parecido más lejano; ahora calculó que sería un kilómetro por el camino y medio para adentro.

—En una caseta, entre esos árboles. ¿Para qué lado está Blanca?

Hubo risas. Los seis efectivos de la patrulla rural se les habían unido. El inglés los saludó; estaba a cargo el capitán Bineri, el jefe. Martínez Rossi le palmeó la espalda al responderle.

—Tranquilo, estamos en el camino, Blanca está para allá.

Señaló en dirección sudeste; otro acierto del instinto de Hughman. Bineri tomó nota del monte, más pequeño que el de la finca en que se encontraban. Hughman detectó, a pocos pasos, a la señora Mercedes; no se la veía asustada por el despliegue, sino más bien entusiasmada.

—¿Cuántos son, inglés? —preguntó el capitán.

—Un hombre y una mujer, jóvenes, estaban en la casa. Pero seguro esperaban a otro, por eso me hicieron pasar sin preguntar. Y estoy seguro que necesitaron de otro para cargarme.

—Vamos a poner los vehículos detrás de la casa. Apenas pasen, mejor, apenas se desvíen para el montecito, salimos y los cercamos.

—Ese camino es poco más que una huella, termina en la propiedad.

—Mejor todavía —afirmó Bineri.

Los hombres se movieron. Hughman llamó al capitán.

—Tengan cuidado, están armados, me sacaron la pistola.

—Contamos con eso, inglés.

Las camionetas se escondieron, los uniformados regresaron con escopetas Ithaca y chalecos antibalas. Se quedaron entre los árboles, agazapados.  El inglés y Martínez Rossi, regresaron a la casa. En la puerta, la señora Mercedes jugaba con las manos, tenía el celular sobresaliendo de un bolsillo del pantalón. El marido, roncaba sin inmutarse.

—Podría tomar unas fotos del despliegue, así se queda con el recuerdo.

—¿Le parece?

—Por supuesto—dijo Martínez Rossi.

Hughman la vio pasar.

—¿Estás seguro?

—Dejala que disfrute su minuto de fama. Y vos, recostate otro rato, si es que la motosierra te deja echar un sueño.

El jefe de calle encendió un negro; el inglés no se hizo rogar, en segundos combinaba sus ronquidos con el propietario. Los motores lo despertaron una hora después. Se sacudió, esta vez hasta el señor Oscar despertó. La señora Mercedes miraba el despliegue desde la puerta. Martínez Rossi, a su lado, lo invitó a ir hasta su auto.

—Cuando veamos que lleguen, nos mandamos.

Salieron al camino, las camionetas ya doblaban en la huella. Hughman no llegó a ver el coche de sus secuestradores. Impaciente, tamborileó sobre el tablero. Martínez Rossi abrió la ventanilla y encendió otro negro. Las camionetas llegaron al montecillo, vieron siluetas azules moviéndose; dos vehículos quedaron ocultos por los árboles, habían superado la tranquera de alambre. Estaba encendida la frecuencia policial, no llegaban partes. El inglés esperó disparos. El conductor se compadeció de sus nervios y arrancó.

Estuvieron pronto detrás del vehículo que esperaba fuera de la propiedad. Un efectivo hizo señas con el pulgar arriba y les indicó que entraran, el alambre estaba en el suelo. Hughman enfrentó la caseta donde pudo terminar sus días. Un Senda, con treinta años de vida, se veía pequeño junto a las altivas camionetas azules y blancas. Se apearon y se reunieron con el círculo de efectivos que apuntaba las escopetas al piso.

Tendidos boca abajo, dos hombres esposados a la espalda. A un lado, su pistola.

—¿Son estos, inglés?

Hughman señaló a uno de ellos, sin dudar, pese a que estaba de perfil. Martínez Rossi se agachó y le devolvió la pistola, aún en la cartuchera. Bineri ordenó que los levantaran y los condujeran a un vehículo.  Sencillo. Una resolución impensada para la situación límite que vivó toda la noche.

—Vamos, inglés, ahora mandamos allanar la casa donde fuiste. Ya está todo preparado.

Martínez Rossi cogió el micrófono y pasó el informe. Hughman dedicó una última mirada a la precaria construcción. Le dio las gracias, el secuestro fue toda una lección, le mostró el vacío de la vida que llevaba y lo condujo a tomar una determinación vital. Este sería el último año en que estaría de turno en las fiestas. Ni loco pasaba encerrado la navidad del 2020.

 

©Relato: Juan Carlos Goñi, 2021.

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