Ruta de escape

Abrí los ojos y lamenté la decisión casi en el acto. El dolor de cabeza, un eco sordo dentro de mi cráneo, se convirtió en el retumbar de un ejército en marcha. Apreté los párpados con fuerza, todos mis músculos faciales tensados sobre mi rostro, hasta que el dolor empezó a ceder. Cuando regresó a ser un murmullo, me atreví a intentarlo una vez más.

La experiencia fue menos desagradable y los contornos de mi habitación tomaron formas más definidas. No recordaba cómo había llegado a la cama. Escenas de la noche anterior asaltaron mi cerebro y poco a poco fui recordando algunos detalles.

El bar de Paco. Los tragos que iban y venían. Uno que otro pase de cocaína en el baño, para que la policía no me fuera a dañar la noche. Lourdes, la alumna que invité a salir, bailando muy cerca, su sensual voz susurrada en mi oído. Mi reloj avisándome que eran las 12:45 de la mañana.

¿Qué pasó después? ¿Por qué recuerdo esa hora en particular?

Giré el cuerpo y sentí el peso de alguien acostado a mi lado. Una sábana crema cubría su rostro, pero podía ver algunos cabellos de color dorado y pronunciadas curvas que no tuve problemas en identificar.

Patricia. Ese era su nombre. Por eso recordaba esa hora. Fue cuando ella entró en mi campo de visión y opacó a Lourdes como si no existiera. Sus ojos de color miel se posaron sobre los míos y una sonrisa coqueta iluminó su rostro.

Recordaba haberle dicho a Lourdes que iría al baño y la dejé hablando con un extraño que pensaba que estaba disponible. Después de ver a Patricia, me tenía sin cuidado si se la quería llevar. Es más, mejor si era así. Me ahorraba el tener que dar explicaciones.

En ese punto mis recuerdos perdían claridad. Fogonazos con los ojos de Patricia en la mayoría de ellos. Una conversación inocente que escaló en pocos minutos. Atracción instantánea y una invitación para salir del bar. Me imagino que Lourdes regresó a su casa después de ver que había huido o el extraño se llevó un premio que no esperaba.

No recordaba nada de nuestra noche juntos, lo cual era una lástima. Lo bueno era que mi cuerpo estaba reaccionando y verla allí, apenas cubierta, aceleró el proceso en partes específicas de mi anatomía. Estiré la mano para bajar la sábana. Quería contemplarla un rato. Tal vez sacar mi cámara para guardar el momento. Algunos de mis amigos eran fanáticos de las rubias.

Mi cerebro rehusó creer lo que veía y demoré unos segundos en aceptar la realidad. La descarga de adrenalina me lanzó fuera de la cama y arrastré la sábana con el movimiento. Patricia llevaba un delicado camisón de color blanco que perdió todo su efecto erótico gracias a la sangre que lo cubría casi en su totalidad.

Sus ojos estaban cerrados y su piel era de un color más blanco de lo que recordaba. El camisón tenía una cortada a la altura del corazón y un manto de color rojo se extendía desde ese punto. A su lado, visible ahora que la sábana estaba en el piso, un cuchillo de hoja delgada que reconocí en el acto.

Lo usaba todos los días cuando preparaba mi desayuno.

Levanté mis manos y las estudié por primera vez desde que desperté. Las tenía cubiertas de sangre y en las muñecas tenía varios raspones. No era la primera vez que me aruñaban y éstas sugerían una lucha campal.

Como la de alguien defendiéndose de un ataque.

Cerré los ojos, tratando de bloquear las imágenes de Patricia muerta en mi cama, del cuchillo ensangrentado a su lado y de mis manos que, de seguro, lo enterraron en su corazón.

La policía. Tenía que llamar a la policía.

Moví la cabeza, frenético. No podía recordar donde había dejado el celular. Di tres vueltas sobre mis pies antes de verlo tirado en el piso, sobre la alfombra. Me lancé para recogerlo, pero mi mano se detuvo a solo centímetros del aparato.

La policía no tendría problemas en achacarme ese crimen. Además, buscarían en mis antecedentes penales y encontrarían otras acusaciones. Todas mostrando un patrón que bien podía explicar la escena en mi habitación. Algunas mujeres no sabían cómo jugar y unas pocas pretendían excitarlo a uno, para luego dejar las cosas como estaban. Querían romance, no una noche de pasión y ni un “si te vi, no me acuerdo” matutino. Me desespera la indecisión de estas últimas. Ellas bien sabían lo que buscaban cuando salían conmigo.

A veces tenía que ayudarlas y, a pesar de mis esfuerzos en tratarlas bien, se molestaban. Nada que el dinero no pudiera arreglar, ya fuera pagándoles a ellas o a mi abogado.

Esta vez me había pasado. Me iba a costar una fortuna salir del atolladero.

El sonido de una campana me arrancó un grito. La pantalla de mi celular estaba iluminada y un número desconocido insistía en comunicarse conmigo.

¿Abel? preguntó una voz al entrar la llamada. Me sonaba familiar. ¿Dónde estás metido?

¿Quién es?

Un silencio que duró unos segundos, luego la misma voz, algo más apremiante.

Es Kevin. Nos conocimos anoche, en el bar.

Recuerdos efímeros de un rostro que acompañaba esa voz. Un amigo de Patricia que esperaba a su novia.

Estás en problemas.

¿Problemas? Desvié la mirada hacia el cuerpo manchado de sangre. No podía ser que supiera lo que había pasado.

El papá de Patricia te está buscando. Es un fisioculturista, ganador del Iron Man. Trata de encontrar a su hija desde ayer. No sé con quién habló, pero logró localizar a tu amiga Lourdes y ella le dijo donde vives. Va para allá con un par de sus amigos. El último novio de Patricia terminó en una Unidad de Cuidados Intensivos y eso fue solo por hacerla llorar. Espero que la hayas tratado bien.

Mis ojos se congelaron en lo que era un paisaje surreal. La sábana, una amalgama de crema y varias tonalidades de rojo. El cuerpo debajo, trazos de dorado salpicando el sangriento lienzo.

Kevin se echó a reír del otro lado de la línea.

Salúdamela de mi parte si la tienes cerca y sal de allí pronto. No se te ocurra salir por la puerta principal. El papá de Patricia conoce tu rostro. Lourdes le regaló una foto.

No supe si Kevin siguió hablando. Dejé caer el teléfono y me vestí tan rápido como pude. Tenía que salir de allí, esconderme en algún lugar y llamar a mi abogado. Él sabría qué hacer. De repente, hasta podía conseguir que le echaran la culpa al padre y a sus amigos. Tocarían la escena, moverían el cuerpo, llenarían todo de su ADN.

Se lo sugeriría apenas me pusiera a resguardo.

Recogí mi cartera, el celular y, sin mirar a la cama, corrí hacia la ventana. Era la única salida y sabía lo que debía hacer. Otras veces las circunstancias me habían forzado a correr, solo que nunca lo había tenido que hacer de mi propio apartamento.

Siempre había una primera vez para todo.

Corrí las cortinas y abrí la ventana. Asomé la cabeza y sentí que el mundo me daba vueltas. El área social y la cancha de tenis me esperaban quince pisos más abajo. Traté de no pensar en eso al salir al exterior.

El viento era una caricia agradable sobre mi rostro. Todo lo que tenía que hacer era llegar al balcón del apartamento vecino. Se había ido de vacaciones y podría esconderme allí por varios días. Cuando la costa estuviera despejada, saldría por la puerta principal y rumbo a algún país que me sirviera de refugio temporal, mientras terminaban las investigaciones y mi abogado encontraba a quién echarle ese muerto.

¿Cómo se me había ocurrido esa idea tan rápido?

El juego, cierto. Cuando Patricia se fue al baño para arreglarse un poco antes de salir del bar. Kevin me había contado una historia de cómo había tenido que esconderse en un librero por dos días, para escapar de un novio celoso. Fue un buen cuento.

¿Fue allí que me preguntó si me había pasado algo similar? ¿Que me preguntó qué haría si algo así me pasaba?

El cuerpo de Patricia en la cama, apenas visible a través de la cortina, me pareció que vibraba. Me dolía la cabeza y mis manos sudaban. Apreté con todas mis fuerzas el barandal y me fui acercando al balcón de al lado. Estaba a solo unos metros.

Una ráfaga de viento me sacudió, pero logré sostenerme. Respiré hondo y seguí avanzando.

¿No fue Kevin el que sugirió que podía huir usando esa ruta? ¿Esconderme hasta que pudiera escapar?

Estaba a solo dos pasos.

La cortina se corrió y fue remplazado por un rostro pálido, un camisón cubierto de sangre y un par de ojos miel que me miraron del otro lado del vidrio. En su mano, el cuchillo.

Grité con fuerza. Mi corazón perdió el ritmo en mi pecho y el dolor me atravesó la espalda. Todas esas sensaciones las experimenté antes de darme cuenta que mis manos ya no sostenían el barandal y que la visión de espanto con el rostro de Patricia se alejaba a gran velocidad.

***

Las últimas notas de una canción de moda desaparecieron con el barullo de la calle al abrirse la puerta del auto. Al volverse a cerrar, Carlos estiró la mano y apagó la radio.

¿Pudiste hablar con Patricia? preguntó la recién llegada.

Hace unos minutos. Ya está en su casa. ¿Cómo te fue?

Sin problemas.

La joven se acomodó en el asiento y se dio el lujo de relajarse por primera vez en semanas. Desde el momento en que decidieron que tenían que matar al miserable de Abel no había tenido una noche de descanso. No por lo que pensaban hacer, sino por el temor de que no lograran su objetivo.

Esa noche dormiría como un bebé.

Sacó de su cartera el libro que llevaba a todas partes. El último que había leído su hermana antes de morir. Lo abrió donde estaba su foto y la contempló. La sonrisa en el rostro de Gina. Eso era lo que quería recordar siempre, no lo que quedó de ella después de lanzarse por la ventana de su habitación. La única forma de escapar que encontró en su dolor.

El borde de la foto marcaba una línea que le llamó la atención desde que la vio.

Es preferible que la pobreza sea sórdida y no mediocre.

Ese no era el problema de Abel. Él siempre tuvo mucho dinero. Tal vez lo inverso aplicaba en el caso contrario. Era mejor que la riqueza fuera mediocre y no sórdida. Abel era el ejemplo perfecto.

Era. Ya no más. Ya no lo haría daño a ninguna otra jovencita. Ya no las filmaría sin su conocimiento, solo para subir sus vídeos a internet o compartirlos con sus amigotes. Ya no violaría a más nadie.

Carlos, el exnovio que todavía estaba enamorado de ella, arrancó el auto y se metió en el tráfico. Él también pensaba en Gina y lamentaba que todo hubiera terminado. No por lo que habían hecho, sino porque no lo podían hacer de nuevo.

Patricia debía sentirse igual. La mejor amiga de Gina fue la de la idea. La de acercarse a Abel una noche, llenarlo de licor y drogas, como era su estilo de vida de cualquier viernes. De llevarlo a su habitación y darle un fuerte sedante antes de que tratara de ponerse romántico. Luego, el disfraz, arañar la piel de sus manos, la sangre falsa, el cuchillo en la cama y esperar a que despertara.

Confiaban en que la confusión haría el resto. Eso, la historia de Kevin y algo de manipulación previa. Si no funcionaba, estaba seguro de que Patricia habría tomado el cuchillo y finiquitado el trabajo. Al diablo con las consecuencias, pero él lo prefería de esa manera.

Un vuelo de escape directo al pavimento.

Como Gina.

Texto: © Osvaldo Reyes, 2018.

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