‘Rindiendo cuentas’- Relato esencial

Con su relato ‘Rindiendo cuentas’, el inspector Hughman vuelve a visitar las páginas de Solo Novela Negra

RINDIENDO CUENTAS

Un cura; por un momento Hughman temió que se tratara de un caso de pedofilia. Pero el cura era quien estaba con el celular en la mano, buscando una sirena, unas luces azules, cualquier marca que anunciara un móvil policial. Otra vez, al inspector le tocaba ser el primero en llegar, como si un imán lo hiciera pasear por las cercanías de los delitos. Se identificó, el otro dijo ser el Padre Sebastián.

—A buena hora llegan, ¿usted sólo va a detener a los delincuentes?

La sotana lo protegió; Hughman no estaba en una noche para aguantar ese tonito pero conocía el peso de la Iglesia en Blanca.

—Ni siquiera sabemos de qué se trata.

—Linda organización tienen ustedes.

El cura protestaba, instalado en la vereda. Allí no se observaba delito alguno. Hughman se preguntó, concediéndole cierta parte de la razón al sacerdote, dónde se habían metido sus colegas. ¿Por qué había conectado la radio si no estaba de turno?

—La gente puede morir a manos de los asaltantes y ustedes… ¿Se piensa quedar en la vereda?

—Estoy esperando que me diga qué pasó.

— ¡Asaltaron a mi secretaria! La pobre está con un ataque de nervios.

— ¿Puedo pasar?

—Como quiera, podemos esperar a que la asalten otra vez, así los agarramos con las manos en la masa.

Un cura histérico, para peor, convencido de tener derecho a insultar a mansalva. Para eludir más complicaciones, el inglés ingresó en la vivienda. Una sala humilde, con sus sillones, su juego de comedor junto a la puerta interior, su televisor. Una mujer de unos sesenta años pasaba las cuentas de su rosario. El policía sintió la respiración agitada del padre Sebastián a sus espaldas.

—Señora, ¿se siente usted bien?

La mujer no respondió, sus labios se movían a una velocidad prodigiosa, pero Hughman no escuchaba palabras.

—Déjela, insensible, ¿no ve que está rezando el Rosario? El señor le dará mucho más de lo que podrían darle ustedes. ¿Por qué no persigue al delincuente, en vez de atosigarla?

¿Por qué no habían llamado al señor entonces?; un ser omnipotente estaría enterado de lo sucedido y sabría quién había sido su autor. ¿Por qué no sonaban las sirenas?, ¿se habían descompuesto las radios de todos los móviles?

El cura se colocó junto a la mujer, como reafirmando que hablaba por ella.

— ¿Robaron?

— ¿Usted ve un robo?, ¿acaso le tiene que enseñar un siervo de Dios cómo hacer su trabajo?

Hughman se encaminó a la puerta, dispuesto a llamar por refuerzos. El cura se lo impidió con un nuevo requerimiento.

— ¿Ni siquiera nos va a tomar la denuncia? Ateos, ¡ya rendirán cuentas!

— ¿Usted sabe qué sucedió? Podría adelantarme algo antes que la señora termine el rezo.

—La asaltaron, aquí, en su propia casa.

—La asaltaron pero no se llevaron nada. ¿Cuándo fue?

—La semana pasada.

Hughman había quedado con su teléfono en la mano. Reprimió el reflejo incitado por la voz chillona del sacerdote; nada ganaría estampando su celular en la cabeza del prelado.

—Y todavía me mira con esa cara… ¿Hughman dijo?, ¿no será extranjero?, ¿usted entiende el castellano?

—Lo que no entiendo es la urgencia si la asaltaron la semana pasada.

La señora pareció dar la vuelta completa al Rosario, se hizo la señal de la cruz. Hughman rogó que fuera menos irracional que su jefe. Hablando de jefe, se enteraría el comisario de esta injustificable demora de las patrullas; eso sería después, ahora debía aprovechar el fin del rezo de la mujer.

—Señora, por favor, ¿qué quiere denunciar?

La mujer cerró los ojos, volvió a hacerse la señal de la cruz e inició una nueva corrida de dedos sobre las cuentas blancas, repitiendo el supersónico ritmo labial.

— ¿No le he dicho que está rezando?

—Perdón padre, creí que había acabado.

—Acabó con los misterios gozosos, le faltan los gloriosos y los dolorosos.

— ¿Y eso sería?

—Ignorantes, claro, ¿cómo va a funcionar bien la policía si no tienen educación religiosa? Cien avemarías más los padrenuestros, los glorias…

Le vinieron ganas de sentarse, los sillones se veían gastados pero mullidos.

— ¿No quiere un té, un café, un whisky? Póngase cómodo, tenemos todo el tiempo del mundo hasta que los asaltantes estén en nueva Zelandia.

Hughman guardó el teléfono en un bolsillo de su campera; en el interior, llevaba una libreta. Entendió que sería un buen auxilio simular que tomaba notas. La extrajo, con su pequeña lapicera entre los anillos.

—La semana pasada, ¿qué día?

— ¿Usted es o se hace? Si se burlan así de un sacerdote, no quiero pensar lo que sufrirá la gente común.

El inspector dejó vagar la vista por las paredes. Cuatro imágenes, dos de Cristo y dos de su madre, bajo diversas advocaciones.

— ¡El crimen se cometió hace dos horas!

Se mordió para no preguntar qué crimen. En cambio, pidió más detalles.

— ¿Hace dos horas? La policía receptó el llamado hace… quince minutos.

Doce de los cuales los llevaba soportándolo, omitió decir el inglés.

—La señorita Agapito llamó en primer término a la parroquia.

Muy inteligente, quizá el padre Sebastián podía lanzar una oración que abatiera al asaltante en su huida, o tocar las campanas provocándole un ataque en los oídos que lo paralizara. ¿Por qué no acudían sus colegas?; ni siquiera había dado aviso de su participación. ¿No respondían a un asalto?

— ¿Cuándo llamó?

—Hace dos horas, ¿no le dije?

— ¿Y por qué no llamó a la policía, después de hablar con usted?

—Yo llamé a la policía.

Sostuvo la mirada de los pardos ojos del sacerdote. Flaco, casi tan alto como él, voz aguda. Insoportable.

—Yo llamé a la policía de inmediato, una vez que estuve seguro de lo que había sucedido.

— ¿Cómo seguro?, ¿no había hablado con ella?

—Algunos no nos pasamos toda la noche dando vueltitas, inspector.

¿Cómo respondía a semejante idiotez? Lo decía de verdad, no era capaz de asociar su pronta llegada con una guardia nocturna —que ni siquiera le correspondía, para colmo.

—Yo dormía. Me levanté, hice mis abluciones, pedí al señor ayuda. Luego me vestí, me demoré buscando la sotana limpia. Después comprobé que estuvieran cerradas todas las puertas de la parroquia y de la casa parroquial, no fuera este ataque a mi secretaria una parte de un complot contra nuestra santísima religión. Después, me vine hasta aquí caminando, la miseria que tenemos de sueldo no nos permite gastar en taxis. Cuando comprobé que la señorita Agapito estaba sana, aunque bajo una terrible crisis de nervios, de inmediato llamé a la policía.

—Ah —suspiró la mujer, la mano que sostenía el Rosario cayó sobre su muslo mientras cerraba los ojos.

— ¿Podrá decirme ahora qué sucedió, o  me lo dirá usted?

La sorpresa exhibida por el cura era auténtica, Hughman había pasado por demasiados interrogatorios para confundirse en una evaluación tan obvia.

— ¿Yo?, ¿cómo quiere que lo sepa?, ¿acaso me oyó decir que le había preguntado por lo sucedido? ¿He estado hablando, reconstruyendo con minuciosidad mi quehacer de esta infausta noche, mientras usted estaba en babia?  ¡Oh Señor, líbranos de la policía incompetente!

¿Dónde había caído?, ¿ese tipo era un cura de verdad? Para agravar el caos mental del hombre de la ley, la mujer despertó, por decir, y lo examinó.

—Padre, ¿él es quien lo trae?

El cura perdió el tonito soberbio, tan desconcertado como el inspector.

— ¿De qué hablas, hija?

—Del faltante que le comenté, padre.

— ¿Faltante?

Hughman cerró la libreta, el padre Sebastián escabulló la mirada, la señorita Agapito fue de uno a otro. El inglés salió sin decir buenas noches.

Dio un portazo y arrancó. Fue a utilizar la radio, cambió de idea; temía decir cosas muy fuertes para que fueran escuchadas por todo el personal de servicio de esa noche. Recorridas tres cuadras, se detuvo a la altura de una plaza triste, desolada como su espíritu. Usó el teléfono.

—Anulen el pedido de auxilio de la calle Vergara al setecientos. Falsa alarma.

—Ya lo habíamos anulado, fue un error de la nueva haberlo pasado, ese cura nuevo que llegó en el verano, el sordo, cada quince días nos hace laburar al pedo porque entiende mal algún mensaje.

Nada cambiaba en Blanca y venía a aparecerse un cura sordo cuando él estaba en la playa, cumpliendo con el operativo sol. Hughman cortó sin preguntar quién era la nueva; ¿por qué no le habían informado de la cancelación?, ¿por qué nadie le había dicho en la Brigada que no atendiera los pedidos del padre Sebastián? Estaba veterano para bromas de novatos. Y para perder el tiempo dando vueltas, cuando debía presentarse a iniciar su turno a las ocho de la mañana.

Dio la vuelta a la manzana.

—Todas las unidades dirigirse al Club Piedrabuena, incidentes.

Lo inteligente hubiera sido apagar la radio sin responder y meterse en la cama, ¿no le bastaba la experiencia reciente?, ¿hasta cuándo se involucraría más allá de su deber?, ¿no era lógico que se hicieran cargo los del turno?

Dirigió la mano hacia el tablero y encendió la sirena. Nadie puede ir contra su propia naturaleza.

Texto: ©Juan Pablo Goñi Capurro, 2018.

Visitas: 41

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Protected with IP Blacklist CloudIP Blacklist Cloud

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies