Rincón de los Cronopios, juego de roles de Betsabeth Marian Aguilera
Ganadora del primer concurso de cuento corto “El Rincón de los Cronopios”
Nuestro Primer Concurso dedicado a la literatura negrocriminal fue lanzado el año pasado y contó con una gran participación de autores.
El jurado compuesto por los destacados escritores del género:
_ Lorenzo Lunar
_ Rebeca Murga
_ Eufemio Ramos
Decidió otorgar el premio a la joven escritora de 19 años Betsabeth Marian Zaldívar Aguilera con su cuento “Juego de roles”
Betsabeth, estudiante universitaria se ha destacado en el ambiente literario desde niña obteniendo varios premios. Hace poco obtuvo el derecho a participar en el curso de Técnicas Narrativas del centro de creación literaria Onelio Jorge Cardoso.
A continuación les presentamos el cuento ganador.
© Nota, Luis Pacheco Granado, 2020.
Relato
Juego de roles
Autora: Betsabeth Marian Zaldívar Aguilera
(Ganadora del concurso de cuento corto negrocriminal “El Rincón de los Cronopios”)
Todavía arrugo los ojos y aparece, en noches frías, cuando una neblina espesa me inunda los zapatos. Aparece su carita, dormida, reflejada en los cristales, o al menos eso me gusta pensar. Es la niña, la muñeca de dos años que nunca cumplió tres, con talcos, cremas y un poco de manzanilla. Me cubro el rostro porque ya sé lo que viene: el disparo, pasos, las cabezas que me miran con sombreros verdes… todo sucede muy rápido, y sin que lo note comienza a amanecer. Solo quedan, como evidencia, arañazos en el cristal, que sin proponérselo forman el boceto de una montaña. Los miro, fijo, y entonces me siento a salvo: ha amanecido y, de día, los ladrones no entran a las casas. No tienen el manto oscuro que los esconda, los cubra, nos ciegue…
Esta tarde, como tantas otras, me he sentado en el jardín, a mirar las flores. Son blancas, puras, dulzonas… Muy tiernas para haberse alimentado de estiércol, son azucenas. Las hierbas ya rodean las flores y hay que quitarlas. Por eso me siento aquí: a eliminar el exceso de maleza y recordar tiempos viejos. Aquellos donde fuimos felices los tres… casi cuatro y malgastar, de paso, este tiempo en que vivo, donde solo quedamos yo y las azucenas.
Esa noche sentí un silbido, más fuerte que el de los pinos pero pudo haber sido un animal, uno de los que se arrastran o una lechuza, eso me dije, y en realidad lo fue, porque los hombres llegaron luego, caminando, sin prisa.
Dentro de casa jugábamos a dormir muñecas y osos de peluche. Yo era el papá y mi esposa la madre. Una niña de dos años nos servía de juguete. Mi mujer la bañaba, ponía talcos, cremas, manzanilla para evitar rozaduras. Luego me tocaba el turno. Yo jugaba a envolverla en colchas, a sentarme en un balance y reproducir las miles de historias que conozco. Mi esposa sonreía, decía que lo hacía bien pero no la apretara tanto, era muy frágil la niña, y yo muy fuerte.
Afuera ellos también jugaban, los caminantes, le daban vueltas a una botella y miraban el portón. A veces una piedra se atoraba en la circunferencia y sabíamos uno del entretenimiento de los otros. A ellos les brillaba algo, la envidia quizá de no formar parte de mi juego, de tener que estar siempre espiando para vivir. A nosotros, una virgencita del Cobre. Mi esposa le decía mi nombre antes de dormir, a la Virgen, noche tras noche, susurraba las palabras raras de los médicos y hacia la cruz. Nunca supe que pedía.
Las azucenas, desde luego, no eran tan grandes, como ahora, ni habían invadido la mitad del jardín, eran jóvenes, llenas de vida, solo cumplían la función de servir de cerco entre ellos y nosotros, eran los árbitros. De no haber existido malas hierbas, de haber hecho mi esposa poda los días de cuarto menguante habrían quedado huellas, de al menos una que hiciera par a los arañazos… pero no. Ahora solo están ellas, ahí, y yo a su lado jugando a que soy el jardinero de la casa.
Mi esposa no escuchó nada, dijo eran cosas mías las voces, mencionó mis pastillas y apagó la luz. Se dirigió a nuestro cuarto. Esa noche no más juego, ni sonidos, ni muñecas que se duermen en balances. Se acurrucó entre mi cuerpo y la nada y comenzó a suspirar. Por un instante ambos nos olvidamos el otro lado de la cerca, de las piedras y las circunferencias…
Entre dos espigas jóvenes acabo de encontrar una piedra, una igual que las otras seis que encontró la policía, con pruebas de olor, y perros. Pero nada que apuntara a los ladrones.
Mi esposa se dormía rápido después de jugar. A penas el reloj marcó las doce, la madrugada hizo lo suyo y ella comenzó a soñar. Yo no pude. Aquellas voces me parecían sospechosas. ¿Por qué no se iban? No quería más roles en mi juego, no, nadie más. Éramos suficientes, nos bastaba, comer, dormir, ocuparnos de la niña. En eso me entretuve pensando hasta que uno de ellos se atrevió a pasar la línea, la mía, mi cerca de palitos blancos. Me sentí amenazado, pero no quise despertarlas. En el fondo sabía que venían por ella.
Las azucenas tardan meses en florecer y hay que tenerles paciencia, mucha. Para que nazca la flor hay que pasar semanas viendo una cebollita que se estira, antes parece una hierba, verde como el resto, incluso más fea. Sin relevancia, y así se espera, con paciencia, para que un día sorprendan esas cabecitas blancas que se cortan inmediatamente para venderlas frescas.
En ese instante sentí como crujían varios tallos bajo un talón y me apresuré, debía protegerlas, de todo y todos, más aún de ellos. Sentí como hacían intentos desesperados por abrir la ventana del otro cuarto. Corrí. Lo sabía, venían por ella, querían jugar sucio en mi casa. La nuestra, la niña. ¿Si hay tantas en las jugueterías por qué robarse esta? El peligro se había vuelto inminente y debía protegerla. Abrí un armario y saqué mis abrigos, los sacos, las frazadas para el invierno y la escondí, muy rápido eso, cuestión de segundos. Mi esposa seguía dormida. Luego la cubrí, bien escondida para que no la vieran, peluches y fuera llanto, muy obediente la niña, sabía mi preocupación, papá va a defenderte, pero no llores que mamá duerme, silencio muñeca, papi está aquí, tranquila. La niña se quedó inmóvil. Así tuve tiempo de buscar en los cajones. Tomé la escopeta de matar pájaros y disparé, firme, con las dos manos, directo al cristal. Es curioso, porque encontraron la bala, en el jardín, pero nadie ha visto aun los arañazos.
El susto debió espantarlos porque abrí la cortina y ya no había nadie, solo un perro salió corriendo del patio, uno con uñas afiladas y nadie más tocó el cristal. Mi esposa se revolcó en la cama y fue mejor, que no los viera. Ahora todo estaba en paz. Tomé la niña en brazos y me senté, le pase una mano por el pelo. Estaba seguro, nunca más lo intentarían. La abracé fuerte, muy fuerte, ahora que mi esposa dormía… no lloró. Las muñecas cuando están asustadas ¿no deberían llorar? Le conté la historia de unos enanitos, los que cuidaron de mi cuando era pequeño, y así, abrazados nos alcanzó el sueño.
Ahora sentado en el jardín la piedra que encontré no sirve de nada, allá ellos que me acusan, que me han preguntado miles de veces por esa noche y no me quieren creer la historia de los enanitos. No recuerdo mucho más que eso, salvo que las azucenas terminaron destrozadas y a los pinos nunca los volví a ver. La maleza ahora crece por día, pero si me esfuerzo pueden quedar mejor, libres de piedras, me faltan tres, eso y terminar de encontrar los pedazos de la cinta amarilla que dejo la policía. Quizá la encuentre, y también el certificado del último doctor que me atendió, con eso me ahorraré dos años de cárcel. La ventana ya ha comenzado a quedar sombría, los arañazos ahí, inmutables, creo que la solución final será reemplazar los cristales.
Los guardias, me dieron permiso para recoger un ramillete, y llevarlo a la prisión, quizá los médicos o ellos mismos me acompañen a llevárselas. Me han dicho que en el cementerio hay pocas tumbas con azucenas, a ella le habrían gustado.
Mi esposa ahora tiene otro juego, uno parecido al nuestro donde ella es la madre de un niño de 3 años que se parece mucho a mí. Ella le pone talco, colonias, un poco de manzanilla para las rozaduras y es otro hombre quien agarra el bulto entre colchas. Me han dicho que se sienta en un balance y le narra las fábulas de Esopo y grandes batallas medievales. Pero lo que nadie sospecha es que yo juego aun a ser padre, que me siento por las tardes en el jardín a contarle a las azucenas como la niña se fue al paraíso, que les confieso que no soy jardinero y ellas me crees. Tampoco saben, aunque se lo he contado a los médicos, que entre las azucenas se sientan unos seres extraños, verdes, pequeños, y que después de escucharme llorar, en silencio, me dan noticias suyas.
© Relato, Betsabeth Marian Zaldívar Aguilera, 2020.
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