Relato: PASTA DE HÉROE por Juan Pablo Goñi
Pasta de héroe
Juan Pablo Goñi Capurro
Boludo. Brucco esbozó la sonrisa que guardaba para sus hallazgos mentales satisfactorios. El inspector de Bahía Blanca era un boludo. Una vez que consiguió la definición exacta, se dedicó a navegar en su teléfono, ajeno al interés que sus compañeros prestaban al visitante. Estaban reunidos en una sala de la comisaría, las oficinas de la brigada no permitían que hubiera nueve personas sentadas al mismo tiempo. Los inspectores Calosino, Pérez y el Colo Sastrúbal, más los subordinados Pintanilla —tomaba notas en una libreta, exageración que a Calosino no se le había ocurrido y envidió durante toda la reunión—, Balcedo, Mendoza y Cepeda.
—Es necesario tener presente que esta gente va armada —sentenció Gutiérrez, el visitante.
El Tano reprimió un insulto, ¿de qué otra forma se presentarían los asaltantes? Con tres robos a mano armada en su haber, ¿irían con un disfraz de Harry Potter y una varita mágica para hacer hechizos? Se enojó más al reparar que estaba escuchando al infeliz.
—Creemos que la banda está por actuar en Olavarría, debemos extremar la atención.
A Brucco le dieron ganas de tomársela a patadas con sus compañeros al verlos asentir, los semblantes angustiados y los dedos duros. Acaban de recibir un informe, por la madrugada cuatro encapuchados habían asaltado la estación de servicio de la calle Saavedra, ¿y le concedían al boludo un mérito por la frase estúpida que acababa de decir?
—Hasta ahora no han matado a nadie, pero no podemos saber cómo reaccionarán al ser capturados.
A los tiros, ¿cómo iban a reaccionar? Y no al ser capturados, sino antes, durante el proceso. ¿Nadie le había enseñado castellano al boludo? Si ya estaban capturados, ¿qué importaba si se deprimían o se enojaban cuando tenían las esposas puestas? Boludo completo, sentenció Brucco y apartó el celular; no podía concentrarse en los memes.
—Lo esencial es estar atentos, hay que redoblar la vigilancia en las estaciones de servicio, sus blancos favoritos.
El Tano miró la hora; Eugenia estaba por entrar a la despensa. La prima de Pintanilla le estaba dando un trato especial desde el ridículo incidente que protagonizaron al conocerse. Brucco bufó; ocho caras se volvieron hacia él.
—¿Pasa algo, principal…?
—Comisario inspector Brucco. Y sí pasa, pasa que estoy hasta las pelotas de boludeces.
Los veteranos se permitieron una sonrisa socarrona, conocían el carácter del Tano. Calosino y Pintanilla lo miraron horrorizados. Cepeda aprovechó para bostezar y el petiso Balcedo continuó en piloto automático: ponía cara de atender y su mente bailaba por cualquier parte. Mendoza usó la pausa del bahiense para revisar sus mensajes.
—Creo que no nos estamos entendiendo.
—Claro que no, los que vigilan pertenecen a las comisarías, a la plana ordinaria, a los encargados del patrullaje, con ellos debería estar hablando, principal…
Gutiérrez se mesó el cabello rubio, peinado con raya al medio. Los ojos tenían un círculo pálido, el boludo además tomaba sol con los lentes puestos. Pérez decidió mediar, a nadie le convenía una pelea.
—Tranquilos, estamos un poco cansados, estos tipos actuaron anoche y deben estar festejando por ahí.
El visitante se apoyó en la pared, no quitó los ojos de Brucco. El Tano miró por la ventana que daba al patio.
—Lo importante, me parece, es saber cómo continuamos la investigación —agregó el más veterano de los inspectores, a excepción del mismo Brucco, ocupando el rol conciliador que hubiera desempeñado el jefe de la brigada, Tomicci, de haber estado presente.
—Me avisan cuando lo decidan —dijo el Tano y se levantó.
Gutiérrez amagó decir algo para detenerlo, pero se arrepintió antes de hacerlo. El Tano cogió la campera de jean y dejó la sala. Anduvo por los pasillos, saludó en la mesa de entradas y salió a la tarde primaveral. Se le había pasado la hora para ver a Eugenia; no le daba el tiempo para hacer algo interesante y ya estaba pasado de charlas por el día. El comisario había dispuesto que todos los integrantes de la brigada estuvieran las veinticuatro horas de guardia pasiva, el turno regular era de Cepeda y Mendoza.
El Tano buscó el Corsa y dio un paseo; aburrido, rumió el tema de la banda de asaltantes. Lo importante era ver donde tenían su sede, su lugar de descanso, su centro de vida; de interceptarlos en pleno asalto, acabarían protagonizando una tragedia. ¿Cómo hacerlo, si se habían desplazado más de trescientos kilómetros desde la ciudad de sus primeros atracos? El boludo no ayudaría, le costaría encontrarse la cosa para mear, ni qué decir el aguantadero de cuatro delincuentes —o cinco, si tenían un chofer.
Lo que sabían era poco; se llevaban efectivo, nada de mercaderías, tarjetas u otros valores que precisaran un intermediario. ¿Cuánto efectivo pudieron levantar la noche anterior? El dueño de la estación de servicio habló de miles, pero ese agrandaba los números para el seguro. Igual, aunque fuera cierta la suma declarada, era insignificante para molestarse tantos kilómetros. El Tano dedujo que estaban en Olavarría por otra cosa.
Estacionó frente al monumento a San Martín, cerca del límite entre el parque Mitre y el club Estudiantes. Llamó al jefe de calle. Moura, con su pose de rugbier venido a menos, no figuraba en las preferencias del Tano, pero era el más indicado.
—Tano.
Tano, tan canchero para atender el rubio.
—Decime, Moura, ¿hay algo especial en materia de plata estos días? Me refiero a que alguien haya pedido una guardia, algún banco…
—Mm… Tendría que fijarme.
Ah, bueno, la pelotudez extrema, ¿cómo necesitaba fijarse si había un pedido extraordinario? Brucco pasó fuerte la lengua por las carnosidades de la boca antes de seguir el diálogo.
—Te diría que te fijes, porque los van a asaltar.
Brucco le cortó. No le devolvió los cinco llamados sucesivos. Borró los mensajes de WhatsApp sin leerlos. Que se hiciera cargo, que llamara a la infantería de Azul y le tendieran una emboscada a la banda o que se decidieran a seguirlos, que hicieran lo que quisieran, él tenía que… Allí se detuvo el pensamiento, ¿qué tenía que hacer si no iba a encamarse con Eugenia? La hora de la siesta se le había pasado. Se acercaba gente al parque, chicos y viejos, con sillas de camping, equipos de mate y alguna que otra guitarra. Marilina tocaba la guitarra, ¿qué sería de la vida de Marilina? Tres años sin verla, se preguntó si seguiría saliendo con el fotógrafo.
Las oficinas de la empresa Customa estaban sobre la ruta, a pasos del Parque Industrial. Un edificio bajo, cuadrado, en un predio inmenso donde estacionaban los camiones y las máquinas viales. Pleno horario de trabajo en las construcciones, en el predio apenas había cinco coches, pegados a la pared blanca de las oficinas. Brucco escogió dejar el auto cerca del alambre perimetral, detrás de la poco vistosa edificación, no fuera cosa que algún gil de la comisaría pasara y lo viera estacionado allí, en lugar de andar cazando bandoleros.
Había una puerta trasera, ¿para qué dar la vuelta? La credencial policial lo hacía inmune a las amonestaciones que sufriría un mortal que osara inmiscuirse en lugares reservados a la administración, como solían decir los carteles en las puertas que vedaban el paso.
A la derecha, baños; a la izquierda, una cocina. El pasillo quedaba cerrado por otra insípida puerta blanca; dedujo que detrás estaba la recepción. El Tano caminó, encontró dos oficinas con las puertas cerradas. Una decía contabilidad, la especialidad de Marilina. A último momento, decidió golpear. Aguardó, escuchó el teclado de una computadora. Se detuvo el sonido —seguro que en un punto y aparte si era Marilina la que escribía—; el inspector oyó que se movía una silla, arrastraban las patas por el piso.
Unos tacos se acercaron a la puerta. Marilina. Bella y coqueta como siempre, maquilada como si estuviera por ingresar en una fiesta, el cabello con el corte perfecto, cada hebra en su lugar.
—¡Tano! —exclamó sorprendida, lo labios iniciaron la curva de una sonrisa—. ¿Qué hacés acá?
—Se me dio por ver cómo estabas.
—¿Justo hoy? —la sonrisa no se borró con la frase.
—Cualquier día es bueno para convertirlo en un primer día —el Tano mismo se asombraba por la inspiración que le venía cuando tenía delante una mujer hermosa, ¿cómo había dejado pasar tanto tiempo sin contactarla?
—Sos…
Nerviosa, agasajada, Marilina alzó el cabello; lo soltó, el mechón cayó en el lugar exacto para continuar brindando la imagen que buscaba.
—Bienvenido no, por lo que veo.
—¡No! Digo, sí…—se apresuró a responder la rubia con mechas oscuras estratégicamente intercaladas para resaltar los pelos más claros.
—Lo que pasa es que…
—Estás con alguien.
—¡No! —exclamó Marilina, para ruborizarse de inmediato al pensar que se veía desesperada.
—Ay, Tano, ¿ves que es un mal día? Ya no sé lo que digo. Estoy como loca.
—¿Qué es eso tan importante?
Se tomó unos segundos la rubia, el Tano observó el movimiento nervioso de los labios.
—Es confidencial, el gerente no quiere que lo sepa nadie.
—No te olvides que soy la policía.
La joven titubeó; observó el pasillo, nadie había salido a pesar del volumen de algunas de sus exclamaciones. Se acercó al Tano y le habló bajo.
—Hoy tenemos un pago especial, hay un millón de dólares en la oficina del gerente.
El Tano silbó.
—¿Y no pidieron custodia?
—Los de la central, en Bahía Blanco, quisieron que fuera así, anónimo para no…
El Tano la interrumpió con un dedo en la boca. Bahía Blanca, un millón de dólares sin custodia, ¡ahí estaba lo que buscaban! Se acercó a Marilina y le susurró.
—Vení ya conmigo, decile al jefe que te vas al baño, no sé, y salimos, ya mismo.
—No puedo, Tano…
Otra vez le impidió continuar la frase; le tomó una muñeca y tiró de ella hacia el pasillo. Marilina casi se tambaleó, fue contra él. El Tano la sostuvo de la cintura y la guio hacia la puerta de atrás.
—¿Qué pasa, Tano? Yo…
Volvió a frenarla; le indicó silencio. Quedó aferrado a su cintura. Confirmó que había oído bien, un motor poderoso se acercaba. Escuchó que derrapaba sobre el pedregullo que había delante del frente de las oficinas.
Brucco tiró de Marilina, la llevó a rastras, abrió la puerta y salió al fondo del predio. Cerró con cuidado de no hacer ruido, le indicó el Corsa. Se puso al volante, aguardó que ella se sentara sin encenderlo. Los muslos dorados lo distrajeron un segundo.
—¿Qué pasa, Tano?
—Habla muy bajo, que no sepan que estamos acá.
El Tano sacó la 9 milímetros. La amartilló. Marilin perdió el bronceado ganado en semanas de exposición solar. El inspector evaluó si llamar o no; escogió el celular. Desde su posición, solo oían el motor en ralentí, cada tanto el chofer pisaba el acelerador arrancando un rugido potente.
—Pérez, acá tengo a tu banda, están asaltando las oficinas de Customa, en el predio de la 226. Venite con los que puedas en autos de particular. Yo los iré siguiendo.
Echó un vistazo a Marilina, tenía los ojos desorbitados, temblaba. Le acarició el muslo y colocó la llave en contacto. El motor de los asaltantes rugió tres veces, luego arrancó. Las gomas rechinaron, Brucco aprovechó para encender el Corsa.
Asomó con cuidado; una Ford negra salía del predio. El inspector puso primera marcha, dobló y enfocó la salida. La Ford encaró hacia el lado de Olavarría.
—Haceme un favor, teneme el celular.
Puso el altavoz y le pasó el teléfono a la joven. Las manos temblaban al sostenerlo.
—Pérez, van para Olavarría, estoy atrás.
Subió a la ruta, aceleró y empezó a pasar cambios. La camioneta le había sacado ventaja, pero era negra e inmensa, podía seguirla.
—¿Tenés la chapa, Tano?
—¿Querés que le ponga un dispositivo de rastreo, también?, ¿dónde están?
—Llegando a Wallmart.
¿Iban respetando las señales de tránsito los imbéciles? Ni siquiera habían llegado a la ruta; si los asaltantes tomaban un camino rural le sería más imposible pasar desapercibido. Para peor, la Ford pasó un camión y dejó de verla, justo cuando venían las primeras entradas a Olavarría. Rogó que siguieran hasta el puente.
La caja del camión se hizo inmensa, Marilina juntó las rodillas y cerró los ojos. En la prisa, ninguno se había puesto el cinturón de seguridad. Brucco asomó el Corsa, calculó la velocidad del auto que venía enfrente. Aceleró, el camión no terminaba más. Marilina apretó los párpados como si todavía pudiera ver la trompa del Audi que se les acercaba por la mano contraria. Brucco alcanzó la trompa del Scania, vio la cara de espanto del gordo que manejaba el auto alemán, las cejas levantadas chocaban con un flequillo ridículo; pegó el volantazo a centímetros de un roce con el Audi.
—Tano, nos vas a matar.
Allí estaba la Ford, trepaba el puente de la avenida Pringles.
—¿Quién es esa, Tano?, ¿con quién vas?
—¡Qué carajo te importa, pelotudo!, están subiendo el puente de la Pringles.
Los tendrían enfrente en segundos.
—¿Salimos a la ruta o esperamos en la Rivadavia?
Pérez no era ningún novato, ¿tenía que darles las instrucciones paso a paso?
—En la Rivadavia, como si fueras un pelotudo que no sabe qué hacer y pide instrucciones.
—¡Andá a la puta que te parió, Tano! —contestó el otro.
El Tano llego al puente, la camioneta no se veía.
—Marilina, fijate al costado por si bajan para la Pringles.
El Corsa alcanzó la parte alta, Brucco vio el hotel, el Bingo; la camioneta negra seguía sobre la ruta.
—Ahí los tienen, Pérez.
—Tano, a la derecha no están —acotó Marilina
—¡Ya lo…! —Brucco detuvo el insulto, no era su preciosa compañía quien lo enojaba.
La Ford cruzó la Rivadavia sin desviarse. Un Focus rojo, diseño anterior, giró y se sumó a la ruta, tras ella. ¿Pérez se había vuelto pelotudo? ¡Ese era el coche de Pintanilla! ¿Cómo se le había ocurrido recurrir al más lento del equipo?
—Van para el lado de Bolívar, Tano.
—¡La concha tuya, Pérez! Mirá en el espejo, boludo, casi los estoy pisando.
De hecho, el Tano pasó a la mano contraria y se adelantó al Focus para no impactarlo. Pintanilla, cabeza recta hacia adelante, no vio el gesto que le dedicó con el dedo corazón. Marilina intentó tragar saliva, tenía una mano entre los pechos, apoyada al pie del cuello.
Brucco iba a ciento sesenta. El Focus empezó a verse más pequeño en el retrovisor; al menos, los asaltantes jamás sospecharían que ese vejete en plan de paseo dominguero era en realidad un detective que los perseguía.
La camioneta redujo la velocidad al acercarse a la calle Independencia; por allí se ingresaba a la ciudad, era el desvío que tomaría quien fuera a Pueblo Nuevo, había unos trecientos metros de baldío en un costado, frente a un corralón de materiales. Brucco también desaceleró; los maleantes tendrían que cambiar el auto, el gerente y las oficinistas identificarían la camioneta. Si estaban vivos; no había oído disparos, confiaba en que era así. Claro que podían haberlos reducido y encerrado en una de las oficinas.
El Tano giró a la derecha y dejó la ruta, la camioneta le llevaba doscientos metros. No escuchaba sirenas, no habían dado la alarma.
—Pérez, ¿vos avisaste?
—No, creí que habías avisado vos, ¿doy el parte?
—Esperá.
Brucco pensó. La Ford atravesaba bocacalles a velocidad media, no más de cuarenta, dentro de los límites. Vio que el Focus entraba en la calle Independencia, siete cuadras detrás.
—Por ahora no, están armados y estamos en el medio de la ciudad.
La Ford se detuvo, puso el guiño para entrar en un garaje. Brucco puteó, lo verían al ingresar a la casa. La camioneta empezó a girar; no era una casa, era un galpón y estaba cerrado. Dejaron la mitad de la camioneta sobre la vereda, uno bajó a abrir el portón. El Tano pasó despacio, contó cuatro en el interior de la Ford, el total daba cinco, como sospechaba. Siguió cien metros más y recién dobló. Se detuvo apenas quedó fuera de la vista.
—Paren, Pérez, y esperen.
Extendió la mano, Marilina le pasó el celular.
—Aguantame acá, no salgas. Si querés, hablá con la gente de tu oficina.
—No me diste tiempo, no tengo el celu —gimoteó la rubia.
Brucco la miró, no supo qué decirle. Improvisó una sonrisa de compromiso y le dio un pellizco falso en la mejilla. Guardó la pistola en la cintura.
Bajó del auto, llegó a la esquina y observó la cuadra; el portón del galpón seguía cerrado. El Focus rojo estaba casi dos calles más atrás. Perfecto por el momento.
—Pérez, a casi dos cuadras de ustedes hay un galpón, ¿lo ves?
—Sí.
—Te aviso cuando salgan.
—Okey.
Brucco se sentó en un pequeño cerco de material. Pensó si era mejor seguirlos o sitiarlos allí. Al pasar, había visto el fondo de un complejo de departamentos atrás del galpón, no tenían salida hacia otra calle. De pronto, se le cruzó una idea, ¿qué estaba haciendo allí?; que se ocupara el bahiense, que para eso estaba.
Empezó a caminar hacia el Corsa y llamó a Pérez.
—Pérez, llamá al bahiense y dispongan todo. Yo me voy, estos tipos me vieron, estoy identificado.
—Dale, nos ocupamos —dijo Pérez, ávido de salir en las noticias.
El Tano guardó el teléfono. Sonrió a Marilina, encendió el motor y arrancó.
—Vamos a tu casa, así llamás a la policía para que vayan a las oficinas.
—¿Y si vamos nosotros?
—Creo que no pasó nada, pero por las dudas…
Marilina asintió. Brucco encaró hacia Mariano Moreno sin preguntar si ella continuaba viviendo allí. La joven no lo corrigió, tenía la vista perdida. El Tano echó otra subrepticia mirada a los muslos descubiertos; casi se los había perdido por hacerse el héroe.
Cuando estacionó delante del pequeño monoblock, sonaban sirenas policiales por toda la ciudad.
Relato: Juan Pablo Goñi, 2023.
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