Relato: EL ASESINO DE LA CARRETERA de Juan Pablo Goñi

El asesino de la carretera

Juan Pablo Goñi Capurro

 

El aroma intenso del agua de colonia anunció el paso de Brucco por los pasillos, impregnó la escalera y se estacionó en la sala de la brigada, a las ocho en punto de la noche. La inusual sonrisa que adornaba el habitual semblante hosco del inspector era indicio de buenos planes para esa noche. El marido de Cecilia entraba a la fábrica a las doce y la joven temía quedarse sola en su casa del barrio Los Robles; ¿acaso no era premisa de la policía brindar seguridad a la población? La perspectiva era óptima para culminar la semana, tocaba el petiso Balcedo como compañero de turno; no se movería de la silla, lo cubriría sin salir con ningún martes trece.

El tano se puso a tararear Eclipse total del corazón, colgó el sweater azul marino en el perchero y se estiró la camisa a rayas —la más nueva que tenía—. Satisfecho, se sentó; colocó pies y pantorrillas sobre el escritorio, amenazando la integridad el monitor. Oyó pasos que se acercaban. La expresión de placidez del rostro enrojecido por los primeros soles primaverales se distorsionó en una mueca de repulsión al ver la figura que ingresó en su campo visual. ¿Qué carajo hacía Calosino en la oficina? Para peor, con esa expresión de entusiasmo que lo enervaba; su novato colega era el único argentino feliz cuando tenía trabajo que hacer. Porque a Calosino sólo podía entusiasmarlo el trabajo, y no cualquier trabajo sino uno de esos casos de improbable resolución.

Intentó resistir, como si sus palabras tuvieran el poder de disolver el pálido espejismo que se quitaba la campera de jean junto al perchero.

—¿Perdiste algo, Calosa?

—Balcedo  perdió, al fútbol. Y de la calentura le dio una patada a un cartel. Dos dedos quebrados.

—¡La puta que lo parió al petiso de mierda! ¿Se las da de Messi, el cornudo?

El monitor zafó de casualidad de los pies del tano y del puñetazo que confirmó el abandono de su relajación. ¡Seis posibles reemplazos y justo le tocaba el legalista Calosino, capaz de interrumpirlo en lo mejor de un polvo porque un tipo había dado alto en el control de alcoholemia!

Ignorante de los calificativos con que el colega lo honraba en su mente, Calosino se frotó las manos mientras esperaba que se completara el encendido de la PC del segundo escritorio. El gesto cerró los párpados del Tano, ¿qué podía tener en vilo a Calosino? Se lo diría, eso era lo peor, se lo diría y se mostraría extrañado porque la falta de euforia del Tano.

Impaciente, Calosino no esperó que se abriera el navegador. Manos arremangadas, giró la silla para enfrentar a Brucco.

—Tano, esta noche nos consagramos.

—¿Vamos a ganar el Jackpot del Bingo?

—¡Vamos a atrapar a un asesino serial!

—¡Andá a cagar, Calosa!

El Tano movió el mouse, habían dejado el aparato encendido en su escritorio. Buscó las páginas del diario local, necesitaba una excusa para librarse de la inoportuna compañía. Miró por encima los titulares. El silencio no duró lo suficiente para involucrarse con algún artículo. Calosino insistió.

—Esta noche toca Olavarría, Tano, te lo digo en serio.

—¿Esta noche toca Olavarría? ¿Hay un asesino serial en gira y anda repartiendo volantes, anunciando sus nuevos éxitos?

—¡Exacto!

Calosino apartó el rostro para eludir la contundente mirada de Brucco.

—Bueno, casi exacto. No lo anuncia.

Brucco se rindió. Se echó atrás en la silla, volvió a colocar los pies sobre el escritorio, se cruzó de brazos y dedicó su atención al novato.

—Hoy salió en el diario que encontraron el cadáver de un travesti asesinado en Azul. Y ayer encontraron tres cadáveres más. En Las Flores, en Monte y en Cañuelas. El tipo sigue la ruta 3.

—¿Un asesino de la ruta?

—Sí, como en la novela de James Ellroy, Asesino en la carretera.

Bruco hizo sonar las palmas, se pasó la mano por el pelo, se apretó la nariz con los dedos.

—Los policías tendrían que tener prohibido leer novelas y mirar películas policiales. Creí que había un parte oficial, algo así.

—No, Tano, eso es lo bueno, nadie relacionó los asesinatos. Los creen parte de una ola contra los travestis.

—¡Nadie los relacionó porque no hay relación, Calosa! ¿No me dijiste que ayer encontraron tres cuerpos?, ¿cómo los mató en tres ciudades distintas?

Calosino arrastró la silla hacia el Tano; apartó un tanto la nariz, afectado por el perfume del veterano. Brucco lo midió como para pegarle; no lo hizo, prefirió cerrar los ojos e insultarlo en silencio.

—Los que encontraron el sábado no fueron todos asesinados el viernes. Solo el de Las Flores.

—Las, Calosa, las. Son las travestis, son mujeres.

—¿Las?

—Las, ¿no te enteraste? Hace unos cuantos años que se legisló…

Calosino movió la mano como si deshiciera las frases anteriores, y de paso echaba a un costado el cítrico intenso que emanaba del Tano.

—Las, si querés. La de Monte fue encontrada en un pozo, tenía más de un día muerta, o sea, la mató la noche del jueves. Y la de Cañuelas, por lo menos dos días. ¿Te das cuenta? Todo coincide.

—¿A la azuleña la mató en la ruta?

—No, en la ruta están las ciudades, no las chicas.

—¿Nunca saliste de Azul por el balneario? Me vas a decir que no están las chicas ahí, noche tras noche, en la ruta.

—No he ido a Azul de noche.

Claro, las noches eran para arruinarle las jodas a los compañeros o para leer novelas de mierda. Aunque quizá el asunto del asesino serial le serviría para borrarse; planeaba estar en casa de Cecilia a la una, ¿por qué no salir de cacería? Ni siquiera tendría que pedirle al nabo que lo cubriera, estaría trabajando.

Calosino percibió que se aclaraba el semblante de Brucco, el cerebro del inspector trasmitía a los ojos y a las facciones el hallazgo de la táctica escapista.

—¿Viste, Tano? Vos también te estás dando cuenta.

—Manos a la obra, Calosa. ¿Qué datos tenés?, ¿qué dicen las autopsias?, ¿dónde están los archivos?

Calosino retrocedió la silla hasta el extremo más alejado de su compañero.

—Los datos están en… el diario, en los diarios digo porque como nadie relacionó…

—¿Cómo mierda vamos a hacer la investigación por los diarios? ¡Somos la policía, Calosa!

El tano se puso de pie, caminó por la pequeña sala cuanto pudo. Calosino inclinó la cabeza hacia abajo, pero alzó las pupilas para seguirlo.

—Tendríamos que conseguir copias de todo, ¿me querés decir quién nos va a dar pelota a esta hora?

—No lo necesitamos, Tano.

Brucco se detuvo, la cara bastó para expresar su pregunta. Calosino dejó las manos cerca del teclado, como si pudiera escribir algo que lo salvara en caso de concretarse ese amago de ataque que leía en el semblante del Tano. Detrás de Brucco, la persiana alzada permitía ver el encendido de las luces del alumbrado, en la calle Belgrano.

—Basta con custodiar a los… las travestis, ver quién las levanta y…

—Sos todo pelotudo, Calosa, somos dos, ¿te parece que sólo hay dos travestis trabajando en la ciudad?

Brucco calló, arrepentido por haberse apresurado; estaba cerrando la puerta a su mejor excusa, a las pibas había que seguirlas afuera.

—Podemos pedir…

—No, dejá, tenés razón. Vos te vas a la zona de la terminal, ahí paran unas. Yo me voy para el lado del parque Arano, ahí hay otro grupito.

Asesino serial las pelotas, él se encargaría de custodiar las pesadas tetas de Cecilia mientras Calosino era fichado por las chicas de la calle 9 de julio.

Ignorante de los planes de Brucco, Calosino se entusiasmó.

—¿Vamos?

—¿A esta hora?, ¿querés irlas a buscarlas casa por casa? Vamos a eso de la media noche, cuando salen a trabajar. Mejor, tipo una.

—Mientras, me puedo informar mejor de los casos.

Brucco lo miró. Calosino no se movió ni cogió el teléfono; se dedicó a husmear en su monitor. El salame continuaba guiándose por el periodismo. El Tano se mordió el labio inferior. Aprovechó para enterarse de lo que había pasado por la tarde en la ciudad mientras él dormía, acumulando fuerzas para su encuentro cercano.  Al minuto vio el aviso; supo que no tendría encuentro cercano.

—¡La reputísima madre que lo parió!

—¿Qué paso, Tano?

—¡Encontré a tu asesino! —gritó el tano, y torció el monitor para que Calosino leyera la noticia de El Popular.

Calosino dejó la silla, se puso junto al tano.

—No entiendo.

El Tano puso el dedo sobre el texto, la única noticia abierta en la pantalla. Lo fue moviendo, asegurándose que Calosino iba leyendo lo que señalaba.

—¿El pastor Carabela?

—El pastor Carabela. El que cierra el encuentro de esta noche en la iglesia de la Del Valle al fondo. Que, de casualidad, está cerca del parque Arano. El que hizo «una exitosa gira provincial por Cañuelas, Monte, Las Flores y Azul». Tu asesino.

—Pero… es un pastor…

Brucco leyó lago más, consultó la hora en su teléfono.

—La ceremonia empieza a las nueve, dale que llegamos.

Manoteó el sweater, Calosino la campera. Bajaron casi corriendo la escalera. Se preguntó si llevar refuerzos; se dijo que no, al pastor lo atraparan infraganti o nada, esos tipos tenían poder para dejarlos sin trabajo. Calosino ya estaba en la calle cuando Brucco dijo hasta luego a la piba de informes.

—¿Vamos en dos coches?

Eso había pensado Brucco, lo necesitaba para fugarse al barrio Los Robles; las cosas habían cambiado, no sería tan bueno dividirse. Mostró el llavero gris.

—Vamos en el de la brigada.

—¿A la iglesia

—Entramos para verle la cara al pastor, después nos vamos donde están las chicas, a esperarlo.

—¡Lo seguimos y lo atrapamos!

Bastó oírlo para que el Tano se arrepintiera de lo actuado; la sola exclamación mostraba que su idea era ridícula, propia de un novato más novato que Calosino, una pelotudez galopante. ¿Para qué mierda se le había ocurrido hacerse el policía? hubiera dado marcha atrás de estar solo; Calosino no se lo permitiría.

Siguió el trazado del parque hasta Del Valle, cruzó el puente y aceleró hasta el inmenso galpón donde se alzaba la iglesia evangelista. Oyeron desde la calle la música y las voces. Tuvo que seguir hasta Alberdi para estacionar. Mejor así, dos cuadras hacia afuera, frente al campo que nacía al otro lado del alambrado, en una hora estarían las chicas semidesnudas

Sin necesidad de colocarse el abrigo, caminaron a paso vivo por las veredas en penumbras. Los aleluyas crecían, pero los beneficios a la barriada no llegaban, se dijo el tano. Los ojos de Calosino brillaban, tenía una mano cerca de la cintura, donde guardaba la pistola. El Tano puteó, le había quedado la suya en el auto, estacionado afuera de la comisaría; necesitaba abortar la misión, no solo perdería la chica sino también su puesto.

Una mujer se apartó para dejarlos entrar.  Hacía calor en el interior. En un alto escenario, un grupo musical actuaba en un segundo plano, un hombre de cincuenta años y un grupo de pocas personas jóvenes avivaban a la concurrencia desde los extremos del entarimado. Cuando la música cesó, tronaron los aleluyas. El hombre, con pinta de pastor, aferró el micrófono; los jóvenes se formaron a los costados del escenario.

—Ahora hermanos, predica el pastor Carabela, ¡démosle un aleluya de bienvenida!

Retumbó la champa del techo con la nueva oleada de aleluyas, y los músicos reanudaron sus interpretaciones. Ingresó al escenario un hombre de un metro ochenta, con amplias entradas. El tano le calculó cincuenta años. Los fieles se aproximaron al escenario. El pastor Carabela tocó las manos alzadas que lo vivaban, provocó genuinos éxtasis entre ellos. Brucco estuvo por reír; vio de soslayo la mirada firme que le dedicaba la mujer morruda que les había dado paso y se contuvo. Calosino observaba la escena fascinado, como si viviera un espectáculo único.

Brucco intentó hallar entre la gente del escenario un grupo de acólitos del visitante, alguna especie de guardia secreta. No creyó que esos jóvenes que batían palmas como pavos fueran un grupo de asalto. Giró la cabeza; excepto la mujer de la puerta, pendiente de ellos, el resto de la concurrencia estaba concentrado en la acción que sucedía al fondo, bajo las luces. El pastor estaba en plenas bendiciones, exacerbaba los ánimos. La histeria aflojó por fin; el hombre inició su prédica con voz gruesa.

—Hermanos, el Señor está dando señales, se acerca el Juicio. Estos días nos hemos despertado con una buena noticia, la espada vengadora del señor está castigando a los infieles, a esos hombres que se burlan del mandato divino vistiéndose de mujer. ¡Un aplauso para el señor!

La ovación que le respondió hacía temer que desde allí partiría una caravana con antorchas dispuesta a quemar travestis copiando el más puro estilo del Ku Kux Klan. Brucco maldijo, se confirmaban sus temores, al final había nomás un asesino de la carretera. O el pastor, o un fanático que fuera siguiéndolo a través de la ruta; de cualquier modo, el criminal estaba con ellos. Codeó a Calosino, cuando tuvo su atención, lo instó a salir. En la puerta los interceptó la mujer, rebozada en maquillaje brillante.

—No han dejado la contribución —dijo, extendiéndoles una saca roja.

Brucco no llegó a insultarla; Calosino introdujo un billete de la menor graduación, que generó una mueca de desprecio en la susodicha.

—Hombres de poca Fe —sentenció.

Los inspectores no la escucharon. En la vereda, Brucco observó la situación. Junto al edificio del templo, había una playa de estacionamiento. Uno de los vehículos sería el del pastor. Serían necesarios dos coches.

—Calosa, llevame a la comisaría y volvé rápido. Te quedás acá y me decís en que coche sale el pastor. Los sigo, y después te reunís conmigo.

Calosino recibió las llaves y asintió. Fueron a paso vivo hasta el coche. Sobre la Alberdi era más intensa la oscuridad, hacia adelante no se veía nada; las luces solitarias aún no mostraban a las chicas en acción.

* * *

Al regresar, el Tano estacionó su coche en el mismo espacio donde dejaran antes el vehículo de la brigada. Calosino debió recorrer casi cien metros. Habían comprobado que la ceremonia continuaba, la playa de estacionamiento estaba cubierta y escucharon música al pasar frente al templo.

—Voy al estacionamiento.

—Sí, ponente junto a un árbol, tranquilo que se va a tomar su tiempo.

Brucco miró hacia el suroeste; unas figuras se trazaron cerca de una columna de alumbrado. Melenas, tacos, mucha altura. Ellas acudían a su jornada laboral. Volvió a evaluar la posibilidad de pedir refuerzos. Quiso consultarlo con Calosino; ya había doblado la esquina. El idiota corría, buena forma de llamar la atención. Recordó sus propias palabras; no podían tender una trampa a un hombre tan importante, el comisario sería el primero en negarle el apoyo. Quizá le comentara al mismo pastor la idea, considerándola una insania.

Pensó ir hasta las chicas y prevenirlas. Seguro ellas también habían leído la información de los portales de Internet; sin embargo, allí estaban, buscando el sostén diario. Dedujo que el pastor no se presentaría como tal; menos daría su nombre si el asesino era un seguidor desequilibrado por su mensaje. Vio a los primeros clientes negociar con las chicas. Un autito gris partió con una de ellas. Se detuvo, en la mano contraria, una camioneta inmensa; las chicas le bailaron. No podía escuchar las palabras que intercambiaban, pero las imaginaba, nada que se pudiera repetir en los talleres literarios donde participaba su colega.

Once menos cuarto de la noche, estaba harto de pensar y de seguir las movidas que se daban a doscientos metros; lo hacían sentir un espía morboso, un voyeur. Refrescaba la noche; se colocó el sweater, la culata de la pistola quedó expuesta. Maldijo su tonta idea que lo privaba del trato de Cecilia. ¡Cecilia! Había que avisarle, parecía obvio que no se libraría pronto. Igual, debía esperar a que pasara la medianoche.

—Brucco, un Audi azul, la patente empieza con A, va para tu lado —expresó la voz agitada de Calosino en el teléfono.

El bobo corría, si el pastor no los descubría era porque era más lento que su apellido. El tano subió al coche, lo puso en marcha. Por el espejo controló que la mayoría de los automóviles que partían del templo giraban en la rotonda y retornaban al centro de la ciudad. No lo preocupó, Calosino le avisaría si el pastor hacía lo mismo; sería lo más lógico, primero cenar, luego matar. Al parecer, el pastor estaba más hambriento de sangre que de otra cosa; el coche señalado pasó a su lado, el ancho conductor era el único habitante. Iba lento, solitario en la última avenida de la ciudad.

¿Cómo sabía que iba a encontrar a una sola de las chicas? Estaba de pie, contra el alambrado, en tanga y corpiño, una mochila junto a los tacos. De las casas más cercanas, en la vereda opuesta, no venía luz; las chicas escogían situarse frente a dos amplios baldíos. El tano apagó las luces. Un golpe en el techo lo sobresaltó; giró con la pistola, Calosino alzó las manos.

—Tranquilo, Tano. ¿Vamos juntos?

—No, vamos separados. Seguime por el celu, si el tipo me ve, hacemos el cambio de perseguidor.

—¡Sos un genio, Tano! Así hicieron en la película…

El Tano lo dejó hablando solo, la chica subía al Audi. Puso el auto en camino, rogó que el pastor no se volviera. Mensajeó a Calosino «no salgas hasta que no te diga». Anduvo en primera, se negaba a creer que hacía lo que hacía. Un Audi, la ropa que le vio lucir en el escenario era de las caras, el tipo estaba forrado, ¿qué lo llevaría a arriesgar todo eso?  ¿De verdad creía en la voz de un dios que castigaba? El único que podía influir en las decisiones del Tano era ese pedazo que se situaba bajo la cremallera.

El Audi pasó frente al parque Arano, allí se terminaba la civilización. En la última calle, la Avellaneda, giró hacia la derecha, como si fuera hacia alguna de las casaquintas. El tano aceleró. Adelantó el coche en la esquina, no fuera cosa de perderlo en el añoso bosque que ocultaba las propiedades; los faros del Audi seguían rectos. Nuevo mensaje: «Arrancá, Calosa, va por Avellaneda». Cuando el coche pasó de largo por la segunda tanda de casas de recreo, desprovistas de arboleda alta, intuyó que iba hacia el campo. ¿La mataría en un camino vecinal?

Vio los faros de Calosino. Le escribió que los apagara. Los faros se apagaron. Rogó que el pastor no los hubiera visto. Mantuvo la dirección, se internaban en la llanura, lejos de los alumbrados, en una noche sin estrellas. En una intersección, el pastor giró de nuevo hacia la derecha; toda una declaración de principios, se dijo el inspector. Esta vez no precisó acelerar, las luces se veían ante la falta de obstáculos. Se guio por las rojas de la parte trasera para introducirse en un nuevo camino polvoriento; rogó que Calosino tuviera la misma idea y no encendiera los focos. Terminó de pensarlo y el Audi se detuvo. Las luces se apagaron.

Ignoraba si el asesino consumaba o iniciaba algún acto sexual antes de matar a sus víctimas. La información no recogía esos detalles. Continuó la marcha, si el pastor no tenía encendida la radio o alguna música propia, escucharía el ruido del motor, por suave que fuera. Tampoco sabía si Calosino estaba ya en el camino correcto, los tramos vecinales no estaban señalados en el GPS. Divisó a cien metros la mancha oscura, el bulto del coche sobre un costado del camino. Siempre sobre el trazado, no había banquinas sino zanjones para que escurriera el agua. La escena exigía rapidez al asesino; la chica muerta sería la mejor prueba para condenarlo, pero el Tano no quería cargar con esa culpa. Puteó por enésima vez, tenía que actuar. Aceleró, frenó junto al Audi, encendió las luces y descendió pistola en mano.

—¡Policía! —gritó, sin convencimiento.

La puerta del acompañante se abrió, bajó la chica frotándose un brazo. Un líquido oscuro le chorreaba por la piel.

—Está vivo todavía el hijo de puta —dijo, sin molestarse en modular la voz.

El Tano se aproximó con cuidado, salía una música suave. La figura morruda del pastor estaba inclinada contra el vidrio de su ventanilla; también manaba sangre de su cabeza. Un chirrido de neumáticos lo despertó; Calosino había llegado. Brucco no traía linterna. Tocó botones hasta encender la luz interior; vio una navaja en el piso. El pastor tenía la bragueta desprendida, el miembro al aire.

—Abrí la otra puerta Calosa, atajalo que está groggy.

Calosino obedeció, sujetó al pastor cuando caía a la calle de tierra. Lo centró en el asiento y le colocó el cinturón de seguridad. El Tano revisó la guantera, con un pañuelo descartable envolviendo la mano. Hizo lo mismo con el resto del habitáculo; no había más armas que la navaja.

Salió a la noche. La chica tiritaba, movía los pies.

—Subí a mi coche —le dijo el Tano.

—¿Me pasás la mochila?

Brucco accedió, le alcanzó el objeto pedido. La chica extrajo un abrigo ligero, de hilo probablemente. Se lo colocó.

—¿La herida?

—Un rasguño, me quería cortar en plena chupada, de casualidad me di cuenta y le sacudí un codazo.

El pastor había fallado por esperar al final, ¿no le disgustaban las prácticas que tanto condenaba? Por las palabras dichas, la chica no asociaba su trifulca con la presencia policial, llegada de la nada; aún estaba sometida a la emoción de la lucha. El Tano decidió dejar para más tarde los interrogatorios, era preferible tenerla así, y no enloquecida.

—¿Lo llevamos detenido, Tano?

A Calosino le faltaba dar saltos y gritar ¡aleluya! El Tano le explicó que era una escena criminal, como si el otro fuera un lego. Por las dudas, quitó las llaves, ya no necesitaban ver al hombre desvanecido. Fue al coche, cogió la radio e informó de la situación al comando. Les quedaba esperar, su parte estaba concluida. Se encargaría la policía científica, después los fiscales y los abogados. A su lado, la travesti hiperventilaba; el miedo actuaba con retraso, reducida la adrenalina del breve combate. Le dejaría el auto impregnado a perfume barato, protestó el inspector; ¿cómo le explicaba ese perfume a Cecilia? Cecilia, las doce y cuarto, hora de avisarle. La chica temblaba, el Tano le colocó una mano en el muslo mientras llamaba para cancelar la cita. La piel de la travesti era suave; Brucco se enervó más, con Calosino presente, no podría plantearse siquiera el desquite.

—¿Te diste cuenta, Tano? ¡Atrapamos a un asesino serial!

Calosino tenía que ser. Apenas acabó la frase, la chica se desmayó, su cuerpo se ladeó sobre el de Brucco. Más daños, el sweater empapado de olor a chica de la calle. Era urgente encontrar una fórmula, un hechizo o lo que fuera, que le asegurara no compartir más turnos con Calosino. ¿Qué mierda esperaban para llegar los otros? El colega joven era capaz de encontrar maneras muy imaginativas para convertir la noche en un infierno.

Cecilia dijo «Hola». En vez de la voz de Brucco, le llegó la de Calosino, que había metido el cuello dentro de la cabina para decir «¿te encargás solo de la travesti, Tano?».

 

©Relato: Juan Pablo Goñi, 2023.

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