Novelas por entregas, Capítulo 17 por Ignacio Barroso

La mañana después de lo de Russell amaneces tarde. Necesitabas dormir, descansar y alejarte del estrés de los últimos días. Y eso has hecho.
El sol entrando por la ventana y dándote de lleno en la cara. Tú, pasando de posibles quemaduras en los párpados o un futuro melanoma que te haga parecer un dálmata. Media vuelta. El catre chirriando y a otra cosa. Hasta que unos golpes en la puerta mandan a la mierda tu filosofía zen de paz y armonía con el sueño.
A toda prisa te pones en pie. El traje arrugado, hecho un asco. Los ojos hinchados y una marca surcándote la mejilla derecha como un navajazo. Los golpes siguen, persistentes. Quien quiera que sea, parece tener prisa.
—¡Un momento! —gritas, recogiendo la cama y escondiéndola en un rincón.
—Que sea breve. Tenemos prisa —responde una voz gutural al otro lado de la puerta.
Te ahorras contestar. Te sientas. Enciendes un cigarro y lo dejas en el cenicero mientras tratas de colocarte el pelo a tientas, aun sabiendo que tu aspecto de recién levantado ahí sigue y es un esfuerzo inútil.
—Adelan…
No acabas la frase. La puerta se abre. Entran dos tíos de tamaño descomunal. A uno de ellos ya lo conoces, es el que tiene pinta de boxeador retirado; pero al otro no lo has visto antes. Das un respingo. Que se presenten tan temprano sólo puede significar una cosa: problemas. Abres un cajón de la mesa, buscando tu 38. No está ahí. Como si acabara de leerte el pensamiento, el de la nariz machacada a puñetazos sonríe y señala con la cabeza hacia el lugar en el que has pasado la noche.
Sigues con la mirada hacia donde te indica, y ahí lo ves, colgado de un perchero destartalado, junto a tu americana, metido dentro de su funda sobaquera, brillando de una manera amenazadora a la vez que inútil. Das una calada encogiéndote de hombros en un intento de no adelantar acontecimientos. O el mundo del hampa y los matones ha cambiado mucho, o estos dos no vienen a partirte las piernas.
Llegan a tu altura. El boxeador retirado avanza primero. Las manos a la vista. Un cigarrillo apagado colgando de un lado de la boca. El otro lleva un paquete envuelto en papeles de periódico atados con un cordel grueso y un sello de lacre que mantiene unidas las hojas imposibilitando ver qué hay dentro. Suspiras aliviado.
—Nos manda Fred —aclara el del paquete—. Quería que te lo diéramos en persona.
—¿Ha dicho qué tengo que hacer cuando termine con esto? —preguntas, deseoso de dejar clara la letra pequeña del contrato de privacidad no escrito que estás a punto de firmar.
—Nada. Haz lo que te encargó y luego eres libre de hacer con el paquete lo que quieras — dice, si bien ese lo que quieras suena a un deshazte de él.
Asientes y dejas caer la ceniza con aire pensativo. El boxeador se palpa los bolsillos. Le acercas una caja de cerillas con propaganda de un bar de putas de la zona alta de la ciudad. No recuerdas cuándo fue la última vez que estuviste por allí, pero estás seguro de que la mitad de las chicas que exhibían sus encantos ya deben de ser abuelas o estar consumidas por alguna venérea. Lo coge y sonríe al ver el nombre: Venus Star. Se enciende el cigarrillo y hace ademán de devolvértela.
—Quédatelo. Tengo más.
Te da las gracias y le dice a su compañero que haga la entrega. El otro asiente y deja el paquete sobre la mesa. Ya está todo dicho. Ni ellos tienen mucho más que contarte ni tú tienes demasiadas ganas de aguantarles. Carraspeas. Haces un gesto con la mano y das una última calada que desprende el olor acre del filtro al quemarse. Lo aplastas en el cenicero y sacas otro. El boxeador, solícito, te ofrece uno de los suyos. Lo rechazas por cortesía. Tu enfisema pulmonar es muy sibarita y está acostumbrado al Pall Mall; no tienes ganas de darle a probar otras marcas. En eso, como los marines, eres semper fidelis y la Reynolds Tobacco Company debería estarte agradecida.
Un incómodo silencio se extiende entre vosotros. Miras fijamente el paquete que acaban de traerte. Es de tamaño medio, ocupando el mismo volumen que dos libros de bolsillo. Intuyes que ahí dentro deben estar las confesiones más íntimas y morbosas de William Jr. McGregor. En cierto modo te sientes violento. Vas a entrar en una parcela privada e íntima que para nada te atrae, pero puede ser el único camino posible para encontrar alguna pieza suelta en todo este rompecabezas. Un marica blandengue al que exprimir a hostias hasta dejarlo seco de información y sin ganas de seguir moviendo el culo como una ramera. Un pez gordo metido en líos de faldas con chicos barbilampiños. Un amplio abanico de posibilidades que, en tus pensamientos, se enlazan entre sí para formar un jeroglífico enrevesado en el que te pierdes.
—Hasta más ver —dice el boxeador, haciéndote volver a la realidad—. Y… Gracias por las cerillas.
Te despides de ellos indicándoles que cierren la puerta al salir. Una vez a solas rompes con impaciencia el sello con las letras F. McG. Dentro, encuentras un cuaderno con tapas de hule. Lo hojeas: fechas. Palabras sueltas. El diario de Willy McGregor.
Lo dejas a un lado. El otro bulto parece tener algo más de enjundia. Es un cuaderno más delgado que el otro, de tapas rosas y un sugerente título en la primera página: “Lista de deseos de Phill y Willy”. El nombre de Phill te suena, pero no sabes de qué. Tratas de hacer memoria. Pasas las páginas del cuaderno. Algunas han sido arrancadas. Otras, tachadas parcialmente con rabia hasta rajar parte del papel. La furia de una mujer despechada dotada con un cromosoma Y reluciendo en su máximo esplendor. Te acomodas en el asiento. Apagas el cigarro y sacas una libreta del cajón de la mesa. Es hora de empezar a saber quién era en verdad William Jr. McGregor. ¿Qué pudo impulsarle a desaparecer? Y, teniendo demasiada suerte, quién podría estar detrás de su desaparición.

Tres horas y media más tarde te sientes cansado. La mierda oriental precocinada que has comprado en la tienda de Wang para comer te repite. Las colillas se amontonan en el cenicero. Tienes las cervicales cargadas. Los ojos te escuecen y la libreta está repleta de apuntes, esquemas e ideas que dan cuerpo a una certeza: Willy McGregor no era el típico niño rico; no, era un hijo de puta sin escrúpulos. Un cabrón con dos obsesiones en la vida: el sexo y el dinero.
Te enciendes un cigarrillo. El último del paquete. Necesitas ordenar tus pensamientos. El tal Phill por fin ha encontrado su sitio en tus recuerdos. Un aparcamiento. Bobby histérico. Un matón detrás de ti. Un tío oculto entre las sombras. Una frase: Willy, Phill y Bobby estaban en apuros. El resto es digno de una novela barata: drogas, orgías, asesinatos, torturas…
Das una calada larga, pausada, y empiezas a leer tus notas dispuesto a bucear una vez más en la mente enferma del pequeño McGregor.
« El cargamento ha llegado a buen puerto. El viejo no tiene ni puta idea de que su mierda pasa primero por comisaría y se distribuye en los garitos de la jetset de la ciudad. Phill y Bobby tienen ganas de darle un palo en condiciones y empezar a mover la hierba en otros sitios. La idea es tentadora…» (fechado cuatro meses antes de su desaparición).
«Hemos conocido al cerebro que lleva todo el tema. Es un jodido genio. Tiene contactos que pican la marihuana con opio y pcp. Los yonquis flipan de lo lindo. Nos lo quitan de las manos. Tengo que hablar con el viejo. Hay demasiada pasta en juego…
… Phill tiene ganas de probar algo distinto. En el Apolo hemos estado hablando con un tío que frecuenta un garito donde poder dar rienda suelta a nuestra curiosidad. Me da mala espina, pero
por Phill haré un esfuerzo…» (dos días después de la entrada anterior).
« El viejo ha montado en cólera. No le ha sentado muy bien saber que su propio hijo estaba detrás de la desaparición de sus últimos encargos. Me da igual. He hablado con él de ganancias. ¡¡Por cada gramo que él vende, nosotros sacamos el triple de beneficio!! Al parecer lo que no le gusta es la idea de trabajar con la pasma de por medio. Trato de hacerle ver que es el negocio del futuro. Si tenemos a la bofia de nuestro lado, no hay nada que temer…» (tres meses antes de su desaparición. Interesante. Al parecer estaba montando un próspero negocio familiar. Savia nueva, que diría Joe).
« Hoy hemos tenido nuestra primera experiencia de sexo grupal. Al principio la cosa me desagradaba. Quince tíos desnudos y ocultando sus rostros. Cuerpos sudorosos, untados en aceite que brillaban bajo los focos. Un porro bien cargado ha sido la llave que ha abierto las puertas de mi mente. La sensación de tantas manos acariciando mi piel mientras que una polla entraba dentro de mí con fuerza y un glande duro oprimía mi garganta hasta casi ahogarme, ha sido algo indescriptible…» (fechado como mi primera vez).
« Problemas… Uno de los tíos que venden la hierba en su garito de Bel Air se ha pasado de listo. Ha intentado tangarnos. Los polis que están metidos en esto han propuesto meterle un puro. He hablado con el viejo y se ha negado. No está dispuesto a mezclar su reputación con los muchachos de las placas. Me ha mandado con cuatro de sus matones y carta blanca para dejar las cosas claras. Phill también ha venido. No le ha gustado demasiado lo que ha visto ni lo que he hecho. Pero tiene que comprenderlo… Son nuestros negocios, nuestro dinero, nuestro futuro. Y no voy a dejar que nada ni nadie se entrometa en ellos.
Los chicos del viejo han metido al hijo de puta en el maletero y le hemos llevado hasta un motel abandonado. Le hemos torturado entre todos. Gritaba como un cerdo cuando le hemos apagado cigarrillos en el escroto. Sus meñiques tampoco se han ido de rositas. Un cortapuros afilado es una preciosa herramienta de tortura. Le hemos dejado sangrar y llorar hasta que casi pierde el conocimiento. El muy cabrón casi se nos muere ahí mismo. Hemos tenido que llamar a un médico y dejarle trabajar. Dinero a cambio de silencio. La pasta compra lealtades y hace que todo el mundo sea mudo, sordo y ciego cuando debe serlo.
Mientras ese perro se debatía entre la vida y la muerte hemos matado el tiempo. Codeína y alcohol. Un poco de coca para no dormirnos. Cuando el médico se ha largado, estábamos bastante colocados. Uno de los chicos ha propuesto meterle la pata de una silla por el culo. Phill y yo nos hemos reído. Una rata ha enorme ha cruzado la habitación mugrienta y sucia de un lado a otro y he tenido una idea. La hemos cazado y con un trozo de tubería hemos hecho el resto. El muy cabrón lloraba mientras le violábamos con la tubería; pero el llanto ha sido de verdadero pánico cuando hemos metido la rata por ella antes de sacársela.
¡Cómo gritaba!
Phill no ha podido más y ha acabado vomitando. Yo estaba contento, feliz. La rata buscando cómo escapar y escarbando en su intestino hasta que ha vuelto a ver la luz. El desgraciado ha agonizado un poco, hasta que ha muerto. Phill y yo nos hemos ido a un motel cercano. Los chicos del viejo se han encargado de enseñar al mundo que con nosotros no se juega. La bofia se encargará de que nadie pregunte qué ha pasado ni pretenda sacar todo esto a la luz. Asunto resuelto».

El diario de Willy seguía hablando de lo mismo. Bacanales homosexuales. Ajustes de cuentas y contactos con la policía. Nunca daba nombres. Sólo el suyo, el de Phill y el de Bobby, al que al parecer, conocieron en una de esas bacanales con tíos vestidos de romano. Has acabado cansado de tanta monotonía, aunque en las últimas páginas todo daba un giro inesperado. En ellas, Willy se mostraba excitado. Nervioso. La droga se ha ido sucediendo a lo largo de lo que has leído para acabar dando paso a las obsesiones de un adicto con el mono. Mal asunto. Un drogota necesitado de su dosis puede ser algo bastante difícil de encontrar. Un palo mal dado a una tienda de licores… Un tiroteo… Un camello cansado de fiarle y que nunca le pague… Mil maneras de desaparecer sin que nadie te encuentre.

Por su parte, el otro cuaderno tampoco ha tenido desperdicio. Además de las páginas arrancadas y los tachones, la mano de papá McGregor se dejaba entrever en la reedición de los sueños de su hijo que tienes delante. Pese a todo, has podido hilar varias cosas. La obsesión de Willy y Phill por el sexo en grupo, las orgías y mares de semen con los que darse baños relajantes antes de irse a dormir no conocía límites. Más de la mitad de sus deseos de su lista eran del tipo: follar con cinco negros bien dotados, chupársela a un negro como si fuera un pirulí de chocolate o probar la doble penetración simultánea.
Dejando todas esas mierdas pervertidas a un lado, el otro pilar en el que se apoyaba la feliz pareja era la droga. No les bastaba con consumir y traficar. Disfrutaban jodiendo al prójimo por pasar el rato dando a probar un chute de heroína a un niño pequeño para verlo cabalgar a lomos de un caballo blanco, o violar a un indigente puesto de pegamento para saber qué se sentía.
Los dos llevaban una vida al límite. Vamos, que tanto para Phill como para Willy la idea de hacerse un plan de pensiones a largo plazo para disfrutar de su vejez, tampoco habría tenido mucho sentido. Solo era cuestión de tiempo que acabaran desapareciendo del mapa.
Te incorporas. Tu espalda cruje. Demasiadas horas en la misma postura. La cabeza te pesa. Exceso de información, pero algo que no acaba de cuadrar te impide desconectar. La puta conexión McGregor-Patterson. Que la poli estaba metida en el ajo de los negocios familiares, es un hecho. Lo has leído. ¿Pero cómo se que explica que fuera Patterson quien llevara el caso de la desaparición de Willy y luego le cargara el mochuelo a otro?
Todo parece apuntar en una misma dirección: Patterson era una pieza clave en los negocios de Willy, y con él desaparecido perdía una fuente de ingresos extra.
Pero aún así te faltan argumentos, y eso te jode. Willy McGregor desaparecido. Phill durmiendo con las lombrices. Bobby muerto. Y tú jugando a los detectives chungos dando pasaporte a Russell. Mal asunto. Una combinación peligrosa. Es cuestión de tiempo que Patterson ate cabos y te haga una visita. En ese caso tal vez le puedas preguntar directamente a él qué se traía entre manos con los McGregor. Y si tienes suerte, hasta puede que te lo cuente. Aunque posiblemente, lo siguiente que oigas sea el disparo de un revólver haciéndote una cirugía maxilofacial irreversible; y muerto, tampoco te podrá servir de mucho saberlo.
La palabra cautela retumba en tu cabeza. Tratas de ignorarla, pero no puedes. Estás andando en la cuerda floja y lo sabes. Un traspiés o un fallo de concentración resultaría catastrófico, y, al parecer, sientes una extraña obsesión con eso de ir dando tropiezos uno detrás de otro.
Cierras los ojos, respiras hondo y tratas de despejarte. La necesidad de salir a la calle a que te dé el aire empieza a ser un hecho. Una idea empieza a molestarte. Necesitas a O´Connor y sus servicios.

 

©Novelas por entregas: Ignacio Barroso, 2020.

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