Novela por entregas, Capítulo 8 por Ignacio Barroso

Vuelves al despacho pletórico, satisfecho. Si todo sale según lo previsto, pronto tendrás a qué agarrarte. Dejarás de sentirte un panoli en un caso que se te escapa entre loa dedos y, sabiendo jugar tus cartas, podrás apretar las tuercas a más de uno. Pero de momento una voz en tu cabeza te aconseja ser cauto. Nada ganas adelantando la euforia más de lo debido. La vida se ha encargado durante años de enseñarte a ser paciente, y prefieres seguir esas enseñanzas al pie de la letra.
Antes de llegar a tu destino prefieres hacer un alto en el camino y visitar a Joe. Necesitas ponerle al día. Mañana vendrá alguien preguntando por mí. Dejará un sobre. Guárdamelo que ya vendré a recogerlo. Poco más. Inviertes el tiempo justo para dejar el mensaje, beber un whisky, no todo va a ser trabajar, y te marchas dejando al bueno de Joe con un nuevo encargo:
—Si ves a Snake, dile que se pase por mi despacho. Tengo que hablar con él.
Fin de la historia.
Pagas, dejas una buena propina y sales. En la calle respiras hondo. El alcohol te ha abierto los bronquios y casi puedes paladear el aroma a mierda y basura que lo inunda todo. Caminas entre un reguero que bien podría ser un rastro de sangre como de vino. Teniendo en cuenta el grado de alcoholismo de los que habitan las cajas adosadas a pie de acera, intuyes que debe tratarse de lo primero. Aún no hace calor, pero en cuanto el sol empiece a calentar, la naturaleza hará su trabajo y una jauría de perros famélicos y hambrientos lo hará desaparecer a lengüetazos nerviosos.
Al llegar a tu edificio te encuentras con una visita inesperada. Al parecer, Freddy McGregor y dos de sus chicos están esperándote. Mal asunto.
—Buenos días, Dax —dice a modo de saludo, tratando de sonar educado y cortés, aunque sus gestos denotan todo lo contrario—. Pasábamos por aquí y le dije a los muchachos que pararan, me apetecía hacerte una visita.
Con una sonrisa cínica te estrecha la mano. El apretón es frío, como un pez muerto. Les propones subir a tu despacho. Con educación rechaza el ofrecimiento y te hace el suyo propio.
—Mejor demos una vuelta en coche. Me gusta charlar con los amigos sintiéndome en movimiento. Ya sabes, locuras de viejos excéntricos. A unos les da por las putas menores de edad y a otros por gastar gasolina.
No tienes ni la menor idea de a qué locuras se refiere, pero te encoges de hombros y aceptas. No te queda otra. De manera sutil, al mismo tiempo que McGregor te invitaba a dar un paseo, sus dos chicos se han colocado detrás de ti. A una distancia ambigua: lo suficientemente cerca como para echarte el guante si tratas de salir corriendo, pero tampoco tanto como para dificultar tu huida más de lo que tardarían en sacar un arma, amartillarla y abrirte dos boquetes en la espalda, y no precisamente para ayudarte a respirar por si te fatigas con la carrera.
—¡Estupendo! —exclama, dando una sonora palmada— Chicos, nos vamos.
El que tienes a la derecha silba y a los pocos segundos aparece un coche en la esquina. No es el mismo de la otra vez. Éste parece una limusina de estrella de cine, pero en versión reducida. El conductor se detiene a vuestro lado y os montáis. Uno de los que estaban con vosotros se sienta en el asiento del copiloto; el otro lo hace en la parte trasera, junto a McGrego y tú.
El habitáculo es amplio, confortable. Con dos asientos de cuero enfrentados y aroma a limón flotando en el ambiente, un detalle que tu pituitaria agradece. Guardáis silencio. El coche empieza a moverse. Las calles grises y sucias pasan despacio al otro lado de las ventanillas ahumadas.
—¿Cómo va la investigación, Dax? —pregunta McGregor tratando de entablar un tema de conversación.
La frialdad con que lo dice parece indicarte dos cosas: tiene prisa por obtener resultados y, al parecer, la relación paterno-filial no era excesivamente buena. De lo contrario habría mostrado más interés, o, al menos, habría nombrado a su hijo desaparecido. Tomas nota mental de ello.
—Avanza. Despacio, pero avanza.
Te sudan las manos. Os estáis alejando de la zona de confort que te proporciona el territorio conocido. Cierras los ojos y por momentos te sientes un cordero camino del matadero. Matarías por un cigarrillo, pero no sabes si a McGregor le gustaría exponer su cara tapicería de cuero al riesgo de sufrir una quemadura.
—Eso me gusta. Sigue trabajando —hace una pausa, deslizando la palma de la mano por su mentón rasurado al tiempo que se cruza de piernas y te mira fijamente—. Por cierto, el nombre de Edward O´Connor, ¿te suena de algo?
Das un respingo involuntario, como si una corriente eléctrica acabara de atravesarte de pies a cabeza. Ahora sí que necesitas un cigarrillo y un whisky doble. Tratas de guardar la compostura.
—Sí. Es un yonqui de poca monta. Trabaja para mí —respondes, temeroso de lo que pueda suponer esa pregunta.
—Vaya. Lo siento. No es fácil de decir, pero…
Notas que te falta el aire. La mirada de McGregor es impenetrable. Cortante como una cuchilla de afeitar en la garganta. Tragas saliva. Mejor dicho, lo intentas. Al parecer tu boca acaba de quedarse seca como un perro atropellado en mitad de la carretera. Sientes pinchazos en la garganta.
—… no tuvimos más remedio que quitarlo de la circulación. Si lo hubiéramos sabido, lo habríamos pasado por alto. Pero al parecer hubo un problema de comunicación entre nosotros, Dax. Y lo siento, de verdad. Lo único que puedo asegurar es que no fue nada personal, palabra.
Abandonáis el confort del asfalto y os adentráis por un camino de grava. La suspensión cruje. Empiezas a preocuparte de verdad. Sacas un cigarrillo del bolsillo. Llegados a este punto te importa una mierda que a McGregor le desagrade que fumes en su coche. Necesitas templar los nervios y a falta de bebida, bueno es el humo.
—No irás a fumar eso, ¿verdad? —pregunta con una mueca de desagrado.
Miras el cigarro y le miras a él. No sabes a qué se refiere, pero te da igual. Asientes ante la obviedad de su pregunta y te lo metes en la boca.
—Espera, Dax. Un momento —dice, retirándotelo de los labios con delicadeza. Le fulminas con la mirada. Sonríe—. Bruce, dale una caja de los míos.
El matón le mira, se agacha y de debajo del asiento saca un arcón de madera. Esperas ver aparecer de un momento al otro el brillo metálico de un arma, cegándote antes de describir un movimiento rápido en sentido ascendente hasta apuntarte. Te mueves incómodo en el asiento ante la idea. Nunca pensaste que tus días acabarían así, recibiendo un balazo a quemarropa como un pardillo. Más bien te seducía la idea de irte para el otro barrio en un tiroteo, rollo poli-héroe muerto por defender al ciudadano, con entierro oficial y plañideras derramando mares de lágrimas. Pero ya se sabe, cuando llega el momento lo único que se puede hacer es joderse y apechugar.
McGregor te mira divertido. El matón saca una caja de madera más pequeña, la abre y se la da a su jefe. Éste te la enseña. No das crédito a lo que ves: una puta caja de puros. Tu pulso empieza a adquirir una frecuencia más baja, como si perdiera revoluciones.
—Fumemos —dice, cogiendo uno y dándote otro.
Nunca te ha gustado fumar puros. Te gusta el humo. Notar cómo tu pecho cruje con la primera calada antes de romperse en toses. Esas cosas. Pero aún así, aceptas el ofrecimiento. Las manos te tiemblan levemente y no eres capaz de disimularlo. Tu anfitrión te acerca un cortapuros dorado. Su brillo es amenazador. Decapitas el habano y lo enciendes. El sabor es fuerte, terroso.
—Son los mismos que fuma Fidel Castro en Cuba —aclara dándose aires de sibarita mostrando su colección de botellas de brandy a una visita—. Por muy comunistas que sean, siempre hay alguien dispuesto a desembarcarlos en Miami por un módico precio.
La verdad es que no prestas atención. Lo que te preocupa es otra cosa: ¿adónde vais? Y por otro lado, ¿por qué coño han matado a O´Connor?
—Como te estaba diciendo, Dax —dice tras unas chupadas dignas de una puta de lujo en acto de servicio—. Siento lo de O´Connor. Anduvo varios días preguntando por ahí, y, bueno, en mi negocio hay que tener oídos en todas partes. Hubo que quitarlo de en medio. Nunca es bueno que un desconocido ande aireando tu nombre a los cuatro vientos. ¿Me entiendes?
Asientes. Sientes lástima por el muchacho. En otras circunstancias, esto es: un callejón oscuro y los dos solos, sentirías furia y ansias de venganza. Pero no es el caso. Te limitas a esbozar un gesto cansado y triste. Nada más. Ahora es tu pellejo el que corre peligro. Tú también has estado haciendo preguntas, e intuyes que puedes correr la misma suerte que tu socio.
—¿No dijo que trabajaba para mí? —preguntas apoyando la cabeza en la ventanilla.
—No. Afrontó su destino como un hombre. Guardó silencio hasta el final…
McGregor acaba de ocupar el puesto número uno en tu lista de cuentas pendientes. Se lo debes a O´Connor, a fin de cuentas el pobre muchacho cumplía órdenes tuyas y eso te hace sentir culpable.

El coche vuelve a rodar sobre asfalto. El aire dentro del habitáculo es una bruma gris. A un gesto del anfitrión, el tal Bruce baja un par de dedos la ventanilla y empieza a entrar una brisa seca y cálida. Tus ojos, algo irritados por el humo y las ganas de llorar, lo agradecen. Fumáis en silencio. El cambio de firme sobre el que rodáis te hace sentir algo más optimista. Crees reconocer algo del paisaje. Tal vez, aún no haya llegado tu hora.
Tus teorías se confirman poco después. Volvéis a entrar en tu zona de seguridad: tu territorio. Tu vida ya no parece correr peligro. El coche resulta demasiado llamativo en esas calles. Si te ejecutan allí mismo, cualquier testigo ocular, después de ser convenientemente trabajado, cantaría. Aunque en verdad la justicia se la sople y sólo lo haga por joder al ricachón que puede permitirse un coche así mientras que su mísera existencia se marchita en el arroyo.
Os detenéis junto a tu edificio. Fin de trayecto, o lo que es lo mismo: la reunión ha terminado. McGregor se despide de ti estrechándote la mano y repitiendo, una vez más, que siente lo de O´Connor. Que de haberlo sabido, habrían actuado de otra manera. Te limitas a responder que así son las cosas. El chaval era carne de muerte prematura y ésta le ha llegado como le ha llegado. Sientes que una vez más que te falta el aire. Tienes prisa por salir del coche. Te retiene. Parece negarse a soltar tu mano. Te mira a los ojos y te ofrece la caja de puros. La aceptas por compromiso. Abres la puerta y bajas. El motor arranca y empiezan a alejarse. Los ves desaparecer calle abajo. Miras el regalo que acaban de hacerte y lo tiras al suelo. A la mierda, piensas. Enciendes un cigarrillo y te metes en la penumbra que gobierna el portal. Necesitas pensar, emborracharte y una vez que lo hayas conseguido, volver a pensar en los planes que te hierven en la cabeza. En este orden.

Al anochecer has cumplido el objetivo con precisión militar.
El nivel de alcohol en tu sangre está a mitad de camino entre la borrachera somnolienta y la efusividad. Te sientes bien. Relajado, pero apático. Tienes ganas de salir de ese cuchitril, respirar el aire nocturno y volver a caminar por calles teñidas de negro bajo los parpadeantes reclamos de neón como uno más. No en plan borracho decrépito que vuelve a casa para seguir bebiendo después de que le hayan echado de más bares de los que es capaz de recordar, como tantas te ha pasado. Eso parece haber pasado a la historia. La muerte de O´Connor ha abierto una puerta en tus pensamientos. Basta de lamentos y de naufragar a diario con los recuerdos de los viejos tiempos. Mickey y Donald murieron. Tú no, y necesitas sentirte vivo. Ellos lo entenderían. Y si no, que les jodan. Llevas demasiados años de luto y ha llegado el momento de salir de las sombras.
Decidido, te levantas. Tus piernas se muestran un tanto endebles. Mantienes el equilibrio. Te metes en lo que en su momento fue un cuarto de baño y ahora no es más que un lavabo mugriento y un agujero en el suelo donde hace tiempo hubo una taza de váter. Abres el grifo y sale un un hilo de líquido turbio. Sonríes. El fontanero yugoslavo que te arregló el problema de suministro de agua hizo bien su trabajo. No es que puedas darte un baño de espuma con sales aromáticas, pero sirve para lo más básico.
Te desvistes de cintura para arriba y te aseas. Sólo con agua. El jabón brilla por su ausencia, un lujo del que decidiste prescindir hace años. Te miras en un trozo de espejo fijado a la pared por un clavo. La imagen que te devuelve la superficie grasienta y sucia de cristal es la de siempre. Tu propio deterioro. Vuelves a sonreír. Guiñas un ojo con pose de galán de cine y te ríes de ti mismo. No por demostrar una aguda y sutil inteligencia como defienden los modernos que hacen de eso y la autocrítica su negocio, si no porque estás borracho y te la suda todo Así de sencillo.
Vuelves a vestirte. Apuras lo que queda de whisky en la botella y sales. La calle está concurrida con la mejor fauna de la zona. Gángsters de tres al cuarto. Putas. Adictos. Delincuentes. Chaperos. Borrachos… En el portal un par de melenudos en camiseta de tirantes fuman un porro de marihuana de un tamaño descomunal. A su lado, otro desgreñado toca una guitarra desafinada. Un grupo de mendigos comparte una colilla con la mirada perdida en un horizonte que parece estar a poco más de mil metros, allá donde se debieron de dejar la cordura en su juventud. Dos rameras desdentadas te ofrecen sus servicios desde una esquina de la manera más explícita posible. Al parecer, en el negocio de la carne una imagen vale mucho más que mil palabras.
Pasas de largo. Has perdido la cuenta de cuándo fue la última vez que mantuviste relaciones sexuales aunque fuera pagando, pero intuyes que hace demasiado tiempo. Tanto como para que tu libido no sea más que un recuerdo. De hecho, si te dieran a elegir entre un voto de castidad y otro de abstinencia, sabes de sobra que optarías por coleccionar poluciones nocturnas y matarte a pajas de manera compulsiva mientras pudieras seguir durmiendo abrazado a una botella. Triste, pero cierto.
Tus pasos se detienen ante un bar de comida rápida. No sabes porqué, pero desde antes de salir del despacho sabías que acabarías allí. El Devil Kitchen. Un antro abierto las 24 horas, oscuro, de suelos pringosos de aceite y comida nauseabunda. Era el lugar en el que los chicos y tú solíais acabar la noche cuando el hambre atacaba. Decides entrar a modo de último tributo a ellos. Algo así como una última cena, pero más con tintes de bajos fondos que bíblicos. Un menú solitario, in memorian, antes de romper con tu presente y empezar desde cero.
Entras. Dentro huele a grasa caliente y comida especiada. El local está prácticamente vacío. Al parecer ha conocido tiempos mejores. La mitad de las mesas están apiladas unas sobre otras en un rincón y el negocio en penumbra. Sólo una bombilla desnuda cuelga del techo, proyectando una luz mortecina sobre la barra.
Te acercas al mostrador. Las suelas de tus zapatos se mueven con dificultad sobre la grasa que cubre el suelo. Dudas entre sentarte o no sobre un taburete que parece de todo menos cómodo y limpio. Optas por quedarte de pie. Se te acerca una camarera. La reconoces. Es la misma de siempre. La conociste cuando era poco más que una adolescente con dos coletas y faldas de colegiala. Sientes lástima por ella. Sus sueños de llegar a ser alguien en la vida han quedado reducidas entre esas paredes sudorosas de aceite y suciedad.
Recuerdas a Mickey y a Donald tonteando con ella en aquellos años en que todo iba sobre ruedas. Ella dejándose querer, pero sin sobrepasar la delgada línea que separaba a la mujer pura y casta del putón verbenero.
—¿Qué va a ser? —pregunta con voz ronca de fumadora empedernida.
Dudas mucho que haya carta o menú en un sitio así. Detrás de ella, de espaldas a ti, hay un tío encendiendo una plancha con más de cuatro dedos de mugre incrustada. Por lo que ves, los clientes parecen decantarse por la comida saludable, de la que en lugar de colesterol en las arterias lo que hace es dejar necrosado la mitad del sistema digestivo.
—Una hamburguesa y una cerveza —respondes, el nivel de alcohol está empezando a dejar su lugar a una zozobra mental que nada bueno presagia a menos que le pongas remedio.
— ¿Especial? ¿De la casa? ¿Devil—diabólica? ¿Picante?
La miras perplejo. En otros tiempos una hamburguesa era un puto filete de carne picada, lechuga y tomate. ¿Qué coño son todos esos nombres?
—Una especial —dices al fin, por no estar callado más que por otra cosa.
Te sirve la cerveza. Un botellín de una marca mexicana que no conoces y para colmo está caliente. Parece que te estés bebiendo el meado de algún cabrón con bigotes a lo Cantinflas con sombrero de vaquero, y sientes náuseas. Pero a pesar de todo, te la bebes poco a poco. La atmósfera del bar es sofocante y sudas como si estuvieras metido en una sauna. Te sirven la hamburguesa en un plato desportillado y empiezas a comer.
Si la cerveza era mala, lo que comes es peor aún. Masticas grasa con especias. El pan es correoso y las salsas que le han puesto deberían de estar prohibidas por una comisión médica. Lo único que se salva de toda esa basura que tienes delante es la banderita estadounidense que le han puesto a modo de adorno. Un guiño sarcástico que parece arrancar de esa mierda de comida para acabar en una sociedad que agoniza entre sus propias miserias.
Te la acabas comiendo pese a no tener apetito y pides otra cerveza. Te apetece tomar la última allí mismo y volver al despacho a dormir la mona tirado en el suelo como acostumbras. El local sigue prácticamente vacío. Hay poca gente que tras abrir la puerta entre. La mayoría abre, ve qué se cuece dentro y se va por donde ha venido. Normal. Ese antro es una mierda. Quizá lo haya sido siempre, pero nunca te habías parado a pensarlo. Pero, ¿qué bar de comida rápida va a estar abierto 24 horas? Pues uno que recoja aquello que el resto desecha de madrugada, un sumidero en el que toda la mierda acaba reuniéndose.
Satisfecho con tus razonamientos das un trago. Como si acudiera a dar razón a tus teorías, la puerta se abre de par en par. Entra un tío con lo que parece una media de mujer en la cara. Está nervioso y armado. Respira rápido. Parece un yonqui con el mono. Os amenaza con una navaja pidiendo la pasta a gritos. Pobre gilipollas, piensas. La camarera pasa de él. Tú, le ignoras. Parece cabrearse. Te mira. Después a la navaja. Los engranajes de su cabeza empiezan a funcionar. Se te acerca. Sabes lo que está tramando. Das otro trago. Un paso más. Cuentas mentalmente hasta tres.
Uno. Suspiras, resignándote.
Dos. Agarras el botellín del cuello con fuerza.
Tres. Se lo estallas en la cara.
Sangre. Cristales rotos. Gritos. Los del otro lado del mostrador te miran raro; como cabreados y no sabes porqué. La tía se acerca al atracador yaciente, le ayuda a ponerse en pie y salen del local. El de la plancha te mira fijamente. Estudiándote. Ahora es tu cabeza la que hace clic-clic ajustando la maquinaria. Las piezas encajan. Ése es el verdadero negocio que esos dos se traen entre manos: desplumar clientes. Sientes asco. Escupes al suelo, desafiándole con la mirada y sales a la calle.
Fuera, una bofetada de aire seco te recibe con el cariño de un amante. Caminas sin rumbo fijo. Sigues sudando. Te metes por callejones oscuros y húmedos. Un par de gatos están follando a la luz de una farola subidos a un contenedor de basura. Te miran. El macho maúlla y salen corriendo.
Te apoyas en una pared mugrienta y manchada de salitre. Necesitas mear. Un grito de mujer te quita las ganas. Suena como si estuvieran matándola a golpes. Suena cerca, al final del callejón. Sin dudarlo te acercas a toda prisa. Gilipollas de ti vas desarmado, estás borracho y no sabes qué te vas a encontrar. Consciente de ello te detienes. A tu alrededor el suelo está repleto de botellas rotas. Coges una y sigues con tu plan justiciero. A fin de cuentas llevas el arma más terrible y letal con el que se puede hacer frente aun agresor sexual. Posiblemente la vea y salga corriendo después de acabar lo que esté haciendo y se canse de reírse de ti.
Los gritos suenas cada vez más cerca. Más fuertes. Más desesperados. Te agachas tras los restos mortales de un Ford de antes de la Segunda Guerra Mundial. Andas en cuclillas, sorprendido de tu agilidad. Y allí está. Lo ves claramente. Un mendigo está sacudiendo de lo lindo a una tía. Por su aspecto y su ropa tiene pinta de ser una puta que ofrece felaciones y venéreas por un módico precio, una yonqui con el mono, o una mezcla de ambas.
Observas la escena con detenimiento. Atento. Valorando lo que ves y buscando secuaces que puedan joderte el papel de héroe. Nada. Ni un alma. La tía está arrinconada y su agresor de espaldas a ti. A su lado, un puchero hirviendo en una fogata y al otro lado un revoltijo de mantas mugrientas y cajas de madera. Sueltas la botella. No te va a hacer falta. Sonríes. Te incorporas y avanzas con cautela.
Sin mediar palabra le sacudes un puñetazo por la espalda, a la altura de los riñones. Un golpe traicionero y cobarde, pero efectivo. El tío emite un quejido y se gira hacia ti con los ojos desorbitados. Tienes ganas de mambo. Un bautismo de fuego antes de centrarte en el caso de los McGregor, algo así como un examen psicotécnico.
El mendigo huele que apesta. Sientes náuseas. Lanza un golpe ciego y desesperado, lo esquivas. Contraatacas. Patada en el lateral en una rodilla. Algo suena a roto. Se desploma. Ves que la tía sólo está magullada. Coges aire y vuelves a centrarte en tu compañero de baile acariciándole las costillas con ganas. Pum. Pum. El hijo de puta tose. Escupe sangre, pero te importa una mierda. Siempre has detestado a esa escoria que representan los maltratadores de mujeres y te cuesta controlarte. Otra patada. Otra más. El muy cabrón deja moverse. La tía te mira a mitad de camino entre el pánico y el agradecimiento. Un último golpe. Éste en la cara. Un afeitado apurado con la suela de tus zapatos. Clac. Su cabeza se mueve como mecida por un resorte. La faena ha terminado.
Resuellas como si acabaras de correr una maratón. Te doblas por la mitad. La peste que escapa del cuerpo del mendigo y el suelo hace que la hamburguesa suba y baje por tu garganta. No puedes sofocar las ganas de devolver. Te acercas al puchero humeante. Entre los borbotones ves aparecer la cabeza de un gato. Vomitas tropezones de carne grasienta a medio digerir y cerveza. Con esfuerzo y los ojos llorosos te incorporas. Te limpias la boca con el dorso de la mano. Miras a la tía. Sigue en el mismo sitio. Te encoges de hombros, como diciendo: considéralo un menú gourmet. Te despides de ella llevándote dos dedos a la sien derecha y te largas de allí.
La noche para ti ha concluido. Es hora de volver a casa, por así decirlo, y descansar. Mañana puede ser un gran día y necesitas estar fresco.

 

©Novela por entregas, Ignacio Barroso, 2020.

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