Novela por entregas, (Capítulo 3) por Ignacio Barroso
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Te despiertas acurrucado sobre la mesa y con resaca. Tu espalda es un nido de contracturas y músculos entumecidos. Te incorporas con esfuerzo. Tus vértebras crujen. Sientes la boca seca y pastosa. A tu alrededor la misma mierda de siempre. Las luces de neón hace horas que se extinguieron, dando paso a un nuevo día. El cielo está nublado. Negro. Te pones en pie y descubres que aún estás algo borracho. Andas a tientas. Recoges la gabardina y el sombrero del suelo. Les quitas el polvo de un manotazo y te preparas para salir de tu guarida.
En el hueco de la escalera, más de lo mismo. Soledad. Oscuridad. Olor a orina y fluidos corporales varios. Bajas las escaleras con la mano apoyada en la pared y alumbrándote con el mechero. En los descansillos duermen grupos de yonquis con el mono y un par de putas desdentadas hablan entre ellas de su época dorada.
—Encanto, te la chupo por un chute —dice una de ellas al verte aparecer.
La miras. Ella interpreta tu atención como las dudas de un posible cliente potencial. Te sonríe. Sus encías supuran sangre que resalta en su rostro pálido y frágil. Sigues tu camino evitando que el brazo que ha levantado en tu dirección llegue a tocarte.
—Encanto, no me hagas esto —grita desesperada—. Por medio gramo, te dejo que me hagas lo que quieras. ¡Lo que quieras!
Sus voces quedan atrás en la escalera cuando sales a la calle. El ambiente está cargado de humedad y electricidad estática. Más indigentes y excombatientes que con las prisas de salir de Vietnam se dejaron las piernas en un arrozal, aparecen diseminados por la acera en pose mendicante. Un par de homosexuales bajan de un coche con andares de cowboy. Respiras hondo. En el aire flota un desagradable olor a podrido. Te enciendes un cigarro y caminas hacia el bar de la esquina, sintiéndote el último superviviente de una civilización borrada del mapa por un dios colérico.
Entras en el local. Un jodido tugurio abierto 24 horas, aunque no tenga licencia para estar tanto tiempo sin echar el cierre. De día no deja de ser un modesto bar que, como tú mismo y todo cuanto te rodea, conoció tiempos mejores. Un sitio decadente y casi agradable en el que tomar una cerveza o matar el tiempo. Sin embargo, al caer la noche las cosas cambian. Los parroquianos se transforman en una horda de adictos que acuden al baño en grupitos de tres o cuatro para chutarse sin que nadie les moleste; algo de lo que se encarga el dueño del establecimiento a cambio de una sustancial suma de dinero por parte de los camellos que trapichean en los callejones cercanos.
Pese a todo, es un sitio que te gusta. Has conocido mil sitios de esa calaña y siempre han representado lo mismo para ti: una oportunidad de oro para reclutar confidentes y una fuente de ingresos donde vender las papelinas que los chicos y tú solíais incautar.
—Buenas, Dax. ¿Qué va a ser? —pregunta Joe, un viejo de rostro arrugado y mirada gélida. Un hijo de puta de los viejos tiempos. Anterior a tu generación de pasma que se hizo de oro en los años 20. Ha llovido mucho desde entonces, pero el muy cabrón ha permanecido a flote mientras que sus compañeros de faena iban desfilando por Sing Sing uno a uno. Primero whisky canadiense en la época de la Ley Seca. Después el tabaco de estraperlo y ahora la droga. Un auténtico visionario en lo suyo.
—¡Qué pasa, Joe! Ponme un café que tengo una resaca de cojones. Necesito despejarme —respondes, tomando asiento en un taburete remendado con esparadrapo.
—Estoy sin agua en la máquina. ¿Te vale otra cosa?
—Un whisky doble.
Te lo sirve mientras te deleitas contemplando el local. Paredes enmohecidas y manchadas de humedad. Cuatro o cinco mesas vacías. Un reloj de propaganda que lleva años detenido en las cinco y diez. El suelo es de baldosas de piedra pulida. Hace treinta años, ese antro debió de ser el no va más en la zona. Pero hoy, no deja ser más que el polvo de un futuro que hace tiempo se convirtió en pasado.
Das un trago. El alcohol te cae como una patada en el estómago. Tienes que cambiar de costumbres. Enciendes otro cigarrillo. Toses. Joe te mira apoyado en el mostrador de metal. Le ofreces uno. Sonríe. Lo acepta y aclara que la consumición corre por cuenta de la casa. Después, fuma en silencio con la mirada perdida en la calle.
—¿Cómo va el negocio, Dax? —pregunta de pronto.
Tardas en reaccionar. Estabas recordando aquella vez que los chicos y tú os divertisteis secuestrando a un chicano para dejarle desnudo y atado a una farola delante de un colegio. La cosa fue sonada, pero nunca se supo quién fue el responsable. Mickey y Donald se llevaron el secreto a la tumba y hace tanto tiempo de aquello que contarlo ahora no tendría mucha gracia. Nadie lo entendería. Los tiempos cambian y, al parecer, para peor.
—Tirando. Hace un par de días tuve un encargo —respondes, jugueteando con el paquete de tabaco—. Una mujer infiel. El marido me ayudó con el trabajo de campo. Los pillamos en el asiento trasero de un Buick. Ella acabó en el hospital, el marido en comisaría y la última vez que vi al amante tenía en un agujero de 9 milímetros en mitad del pecho. Se lo habrán comido los buitres o los pieles rojas del Mojave habrán usado su piel para hacerse una alfombra. De todas formas, cobré por adelantado. Si lo dices por el dinero…
—No, no lo digo por eso Dax. Lo digo por esos dos —aclara, señalando aun par de tíos vestidos con ropa demasiado cara para esa zona de Los Ángeles y que no paran de mirar en dirección al edificio en que vives.
—Serán turistas que se han perdido —respondes, tratando de quitar hierro al asunto al mismo tiempo que una extraña sensación empieza a oprimirte la boca del estómago.
—Dax, ¿todo va bien?
—Sí, sí. Tranquilo.
—Sabes que puedes contar conmigo —responde, escondiendo las manos bajo el mostrador con un brillo amenazador en la mirada.
Sabes lo que esconde: un Remington de la Segunda Guerra Mundial. Su herramienta de trabajo preferida cuando algún alcohólico sin pasta se pone demasiado agresivo o un par de drogatas cegados por la abstinencia piensan que atracarle es una buena idea. No sabes si está cargado o no. Nunca has oído decir que haya matado a nadie ni hay boquetes en el yeso de las paredes. Aunque bien pensado, la especialidad de la gente como Joe es precisamente esa: matar sin dejar rastro. El desierto de Nevada y los cimientos de los casinos de Las Vegas se encargan de guardarles el secreto.
—Voy a ver qué quieren —dices al fin, bajándote del taburete con dificultad.
—Ten cuidado, Dax.
Le guiñas un ojo y sales del bar. Los dos tíos siguen dando vueltas por la calle como dos niñatos de excursión en la zona peligrosa de la ciudad. No parecen polis, pero desconfías. Hace tiempo que colgaste el uniforme y las nuevas hornadas suelen ser distintas a lo que erais en tus tiempos.
Te acercas a ellos despacio. Sin prisa. Estudiando el terreno. Parecen dos armarios de dos cuerpos. Los trajes que visten parecen hechos a medida. Calzan zapatos italianos, brillantes y acharolados. Definitivamente, no son polis.
Pasas junto a ellos. Les miras de reojo. Uno parece un boxeador jubilado. Tiene la nariz convertida en una masa aplastada contra la cara, como si le hubieran tirado un pegote de barro y éste se le hubiera quedado adherido para siempre, el cuello ancho y unas cejas delgadas, repletas de cicatrices y calvas. El otro, por su parte, parece más comedido. De rasgos afilados y mirada de desequilibrado mental.
No los has visto nunca, pero sabes perfectamente lo que son. De cerca, apestan a matones a sueldo de algún pez gordo. El corazón se te acelera. Tratas de hacer memoria. ¿Has jodido a las personas equivocadas recientemente? Dudas. No estás muy seguro de ello. Aprietas el paso. Vas desarmado. Pasas de largo, calle abajo. Si de verdad van a por ti las cosas pintas difíciles.
Dejas atrás el edificio y te metes por un callejón secundario. Una pareja de mendigos te piden con la mirada algo para comer. Pasas de ellos. El ambiente apesta a fruta podrida. El aire es irrespirable. Enciendes un cigarro. Toses. Permaneces alerta. A la espera. Pero no pasa nada.
Sales de tu escondite. Doblas la esquina y ves a tus visitantes hablando con la misma puta que te había ofrecido sus servicios en las escaleras. Intentas recular, pero es demasiado tarde. Ya te han visto.
—Encanto, ven. ¡Tienes visita! —grita, haciéndote un ademán para que te acerques.
Te quedas paralizado. Tratar de huir es absurdo. Si echas a correr, eres hombre muerto. Bien porque te den caza o te de un infarto. Los dos tíos se miran y se acercan a ti. Avanzan despacio, parecen no tener demasiada prisa. El que tiene pinta de boxeador mete una mano por debajo de la americana, a la altura de la axila izquierda con gesto amenazador. Mensaje recibido. Levantas las manos. Se detienen y empiezan a reírse.
—¿Walter Sulivan? —pregunta el de la mirada de desequilibrado una vez que llega a tu altura.
El otro, el que de verdad da miedo, se ha quedado unos pasos alejado. La mano sigue oculta. Te percatas de ello y sientes un nudo en la garganta. Todo parece apuntar a que te van a meter una bala en la cabeza de un momento a otro y claro, con tanta presión es difícil responder a cualquier pregunta.
—No tema. No somos de la bofia —habla despacio, como si fueras retrasado mental y estuviera tratando de explicarte porqué no puedes meneártela en el porche de casa cuando las girlscouts van a venderte galletas recién horneadas—. Nos envían a buscarle.
—¿Quién? —tu voz suena demasiado aguda como para resultar la de un hombre de mundo que, a fin de cuentas, es lo que pretendes aparentar.
—Usted es detective, ¿verdad?
El boxeador retirado saca la mano de su escondite y se acerca a vosotros. Parece relajado. Ese hecho te hace lanzar un suspiro de alivio que eres incapaz de disimular.
—Sí, soy detective —tu tono de voz ahora sí vuelve a su registro habitual: cascado tras años de humo, alcohol y excesos.
—Está bien. De momento digamos que tenemos un encargo para usted —trata de ser cordial, pero un tic en el ojo derecho parece indicar que tu interlocutor es alguien altamente inflamable, y el sentido común te dice que no te gustaría estar delante cuando entre en combustión.
—Tuteémonos y subamos a mi despacho, allí podremos hablar tranquilamente —ofreces, pareciendo el anfitrión perfecto en una reunión entre amigos.
—No. No va a ser necesario —el tic del ojo aumenta en intensidad.
—Tenemos que hablar de mis honorarios. Acordar el pago, el papeleo…
El boxeador emite un silbido digno de un cabrero calabrés y al minuto aparece un coche al fondo de la calle.
—Acompáñenos. No tiene nada que temer. Si quisiéramos hacerle daño, créame, ya se lo habríamos hecho —aclara.
La revelación que acompaña a sus palabras es obvia. Te rindes ante la evidencia. Dudas en excusarte y subir a por el arma, pero tan pronto como llega desechas la idea. Imaginas al tipo que tienes delante como una jodida válvula obstruida en plena subida de presión. La aguja del indicador acercándose peligrosamente al rojo hasta alcanzar el desenlace inevitable. PUM. Tus dientes castañeando sobre el suelo y él diciéndote que lo sentía mucho, pero que no le has dejado otra opción que enseñarte la cara b de su inocente ofrecimiento.
Te encoges de hombros y te acercas a ellos.
—Un momento, contra la pared, por favor —dice el boxeador—. Tengo que cachearte.
No opones resistencia. Has cacheado a demasiada gente durante demasiados años, y conoces a la perfección lo torpe que se puede volver uno cuando el objeto del registro se pone tonto. Lo sabes y no te apetece que tu cara se estampe contra la pared de hormigón que tienes delante. Lo único que te jode de tu situación actual es que la puta desdentada y demás escoria a la que has metido el miedo en el cuerpo durante tantos años, ahora no pierden detalle. Estás perdiendo puntos y cuando vuelvas tendrás que darles un correctivo. Suponiendo que vuelves de una pieza, claro.
Los tres os encamináis al coche contigo en el medio. No sabes adónde vais ni qué pretenden. Pero de todas formas, tampoco crees que vaya a servirte de mucho preguntarlo.
Conduce el boxeador retirado. Lleváis más de media hora metidos en el coche y nadie ha abierto la boca. A tu lado está el otro. El tic del ojo ha desaparecido, de momento, y el asiento del copiloto lo ocupa un tío al que sólo puedes ver la nuca. El habitáculo resulta confortable, huele a pasta, no como esa mierda de muebles que recogiste de la basura y que ahora adornan tu despacho. Hace un rato has preguntado si les molestaba que fumases. No han dicho nada, pero ya sabes: a buen entendedor no hace falta que le rompan la cara por dárselas de listo, así que te abstienes. Tus pulmones, en el fondo, lo agradecen.
A lo lejos ves las montañas de Hollywood con su letrero gigante y llamativo. Estáis entrando en una zona pudiente, y eso se nota. La carretera parece recién asfaltada y los coches que ves no son los Ford destartalados que los yonquis usan para dormir en tu barrio. Te sientes fuera de lugar. Incómodo.
Tomáis una salida y os detenéis junto a una mansión. Te quedas boquiabierto, preguntándote en silencio: ¿Pero estas casas existen de verdad? Al otro lado del parabrisas un tipo con gafas de sol y aspecto patibulario abre un portón metálico y saluda al conductor. Entráis. Tu compañero de asiento y tú os bajáis y el coche desaparece por un camino secundario de grava.
Camináis sobre un césped cortado al milímetro. Ahora sí que estás fuera de tu habitad. Tratas de no mirar a tu alrededor, pero es inevitable ante tanto lujo. Un estanque con un buda de piedra en el medio, rodeado de nenúfares. Esculturas de mármol. Dos fuentes con sus respectivos querubines soltando un chorro de agua a través de sus pollas cinceladas por algún maestro escultor junto a la puerta de un invernadero y todo rodeado por un follaje que por momentos te hace creer que estás en mitad del Delta del Mekong.
«Dax, usa la cabeza y no la jodas» piensas, sintiendo las manos sudorosas.
—Es por aquí —te indica al llegar junto a unas escaleras de granito.
Subís por ellas. La fachada de la casa es impresionante. Te recuerda a una fotografía que viste de la Casa Blanca cuando le volaron la tapa de los sesos a Kennedy. Majestuosa. Blanca como el semen. De dos alturas, con un balcón de aires decimonónicos coronando la entrada.
—No está en casa. Fred está en el invernadero, cuidando sus plantas —dice una mujer antes de que terminéis de subir.
Os giráis y te quedas paralizado ante la belleza que tienes delante. Alta, delgada. De ojos levemente achinados y labios carnosos. Luce un peinado que parece sacado de una película y un vestido de color verde manzana hasta las rodillas que deja a la vista unas piernas estilizadas.
Incómoda por la manera en que la miras sin ser consciente de ello, cruza los brazos a la altura del pecho y pregunta con descaro:
—Y este, ¿quién es?
—El detective. Fred nos pidió que lo trajéramos —responde con cierto nerviosismo.
Al parecer no eres el único que se siente subyugado por esa mujer.
—Lo suponía —su voz se torna dura, hiriente—… Vestido así sólo podía ser un detective alcohólico o un pordiosero que hubierais encontrado por el camino.
Bajas la cabeza, avergonzado. La gabardina y el sombrero, además de anacrónicos, resultan ridículos en mitad de ese jardín en el que el sol aprieta con ganas.
—Vamos.
Le sigues avergonzado por la mirada despectiva que te lanza la mujer. Pasas a su lado, y pese a estar de espaldas a ella, sabes que sigue taladrándote con un mensaje bien claro: eres escoria.
Entráis en el invernadero. Allí el ambiente es sofocante, húmedo. Te quitas el atrezo de personaje de novela hardboiled de otra época y te pasas una mano por el pelo apelmazado, tratando de darle cierto lustre. Tienes la camisa empapada en sudor. Un tío con pintas de agricultor se acerca a vosotros.
Tiene el cabello canoso, peinado hacia atrás y un fino bigotillo recortado con esmero al estilo de los mafiosos de los años 20. Su aspecto resulta frágil, alto y delgado, de ademanes delicados, si bien algo en su forma de andar te avisa que no es buena idea pasarse de listo con él.
—¿Dax? —pregunta, estrechándote una mano afilada como una garra—. Soy Freddy McGregor. Puedes llamarme Fred.
—Encantado —respondes, mirando con curiosidad las plantas que crecen bajo unos potentes focos de luz.
—Cultivo mi propia hierba. Me sale más barato que importarla y me ahorro pagar a intermediarios —aclara, dándote una palmada amistosa en el hombro e invitándote a seguirle.
El tipo que os acompañaba se queda en la puerta, sin perder detalle de lo que se cuece allí dentro.
Llegáis al final del invernadero. Allí el aire coloca simplemente con respirar. Junto a la pared de plástico hay una mesa de madera pintada de blanco y una silla a cada lado. Te señala una. Te sientas. Él hace lo propio frente a ti.
—Perdona que te reciba en estas circunstancias, pero el despacho no está disponible —indica señalando con la cabeza un rectángulo transparente a vuestro lado en cuyo interior se amontonan trastos envueltos en lonas y papel de embalar.
—No hay problema.
—Perfecto —hace una pausa para sacar un tablero auxiliar de debajo de la mesa—. ¿Quieres tomar algo?
Niegas con el gesto. Durante el trayecto te has ido despejando y te apetece prolongar esa extraña sensación un rato más.
—Así me gusta. Directo al grano —dice, llenando una copa con brandy—. Verás, Dax. Te he hecho venir porque tengo un encargo para ti. Necesito a alguien con tu experiencia y que conozca los bajos fondos como la palma de su mano, pudiendo moverse por ellos sin levantar sospechas —se detiene para dar un sorbo y paladearlo, como dándole el visto bueno—. Mis chicos llaman demasiado la atención y son demasiado impetuosos. Tú, en cambio no. Nos ha costado encontrarte, pero al fin hemos dado contigo. ¿Estás interesado?
Pose de tío duro. Asientes con la cabeza. Tu cerebro se afana en calcular cuánto puedes sacar de todo esto.
—Bien. Verás, el encargo es delicado, podríamos decir —se acerca a ti apoyando los codos en la mesa. Su aliento huele a alcohol. Sientes ganas de beber—. Mi hijo ha desaparecido.
—Es joven. Se habrá fugado con alguna corista de Las Vegas. No será demasiado difícil dar con él…
Por la manera en que te mira, deduces que no le han hecho ni puta gracia tus dotes de Sherlock Holmes. Tomas notas de ello.
—Mi hijo es homosexual —dice bajando la voz, avergonzado—. Solía verse con un actorcillo de películas de bajo presupuesto. Le hemos interrogado. Los chicos se han empleado a fondo, pero no sabe nada. Y si lo sabía, da igual. Se ha llevado el secreto a la tumba.
Tragas saliva. Ahora sí qué te vendría bien un trago, pero no quieres interrumpirle otra vez.
—¿Te interesa?
—Necesitaría saber algo más sobre el caso. Y también tendríamos que hablar de…
—¿ Dinero?
—Sí.
Fred chasquea dos dedos y el tío de la puerta entra con un maletín de piel. Lo deja entre vosotros. Lo abre y se va por donde ha venido sin mediar palabra.
—¿Te parece bien? Es un adelanto.
Te quedas, literalmente, con la boca abierta. Está lleno de billetes de 20 dólares. Fajos como para alfombrar el desierto de Arizona y aún sobraría para abanicarse a media tarde. Encima de la pasta hay un sobre grande de color crema.
—¿Te interesa?
Asientes. Te has quedado mudo.
—Muy bien. Quiero resultados. Si lo consigues, habrá otro como éste. Si no consigues encontrar a mi hijo y devolvérmelo de una pieza, tendrás problemas— aclara, cerrando el maletín.
El clic clic del cierre se te antoja aterrador, como un par de clavos cerrando la tapa de un ataúd, o el tambor de un revolver jugando a la ruleta rusa apoyado en tu sien. No sabes cuál de las dos imágenes te resulta menos esperanzadora.
—Acepto. Tendrá resultados, confíe en mí.
—Perfecto. Mis chicos te llevarán a casa, Dax. Dentro del sobre está todo lo que necesitas saber sobre mi hijo y un número de teléfono para que me tengas al corriente— concluye.
No te da tiempo a responder. Vuelve a chasquear los dedos. El boxeador y el otro entran. Los dos te escoltan hasta la puerta de la finca, haciéndote esperar mientras uno de ellos va a por el coche. La camisa se te pega al cuerpo. Tienes un aspecto lamentable y pésimo, pero no te importa demasiado. En el maletín hay dinero para actualizar tu fondo de armario y abandonar la moda de los años 40. Al parecer, tu suerte en esta vida está cambiando de una vez por todas.
©Novela por entregas: Ignacio Barroso, 2020.
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