No abras esa caja por Ahmed Oubali
NO ABRAS ESA CAJA
Por Ahmed Oubali
NOTA:
En este escabroso relato relego la intriga criminal en filigrana para centrarme en la descripción de la trama del suspense en torno a un objeto, una caja, protagonista, cuyo contenido, como se adivina, causará la catástrofe. Un incendio por explosión, como se sabe, necesita cuatro elementos para propagarse: un combustible, un comburente, una energía de activación o ignición y la reacción en cadena. Es lo que se llama tetraedro de combustión. A esta fórmula añado un quinto elemento: el dinero, chispa y detonador de todos los desastres. El conjunto forma el pentaedro de la muerte.
…
El Land Rover salió de Bab Berred, giró a la derecha, crujiendo, y bajó por un largo camino, en dirección a Ketama, un pueblo rifeño conocido como epicentro del cultivo mundial de cannabis.
El conductor vestía un traje gris, frisaba los cincuenta años y tenía modales de un hombre adinerado con facciones de alguien que pertenece al hampa o que ha tenido que pasarlas canuta. Observó el paisaje que, con el sol otoñal del mediodía, parecía una espléndida postal de múltiples colores. Los bosques de cedros se extendían a pérdida de vista, que el impresionante monte Tidighin, aún blanco, la mejor estación de ski del país, limitaba al norte. La región es conocida como refugio de las especies de fauna más exóticas como el macaco, el chacal, el batracio partero africano, la salamandra álgira, etc. Muchos suelen además acudir para cazar el jabalí.
Algunos coches de turistas, en busca de disfrutar de los efectos del hachís, lo adelantaron, emitiendo ensordecedores cláxones. Aminoró la velocidad, indiferente a la furia humana. A él no le interesaba la marihuana. Su negocio, la trata de personas, aunque generaba menos ganancias millonarias, no era tan arriesgado.
Él no obraba a lo salvaje, como lo suelen hacer las demás mafias, sino de forma tan sutil e inteligente que se podía hablar de tráfico perfecto de seres humanos. Lo suyo no era utilizar falsos contratos laborales, matrimonios en blanco o servirse de la inmigración ilegal, explotada por los transportistas, funcionarios corruptos y los proxenetas que reclutan a las víctimas en las playas tras abandonar las pateras.
Su truco es de los más legales. Constituye el secreto de su impunidad: participar como empresario agrícola español en los convenios y acuerdos que firman ambos países vecinos contratando a mujeres obreras para la cosecha de frutas y legumbres. La demanda española venía aumentando cada año, debido a la falta de mano de obra autóctona durante el periodo de recogida, sobre todo en Murcia, Valencia, Cataluña, Aragón, Alicante, Cartagena y La Rioja. El año pasado cerca de 13.000 mujeres, en su mayoría procedentes del medio rural marroquí de Uxda, Agadir, Mequínez, Marrakech y Mechra Belksiri, llegaron al país. España facilita el transporte, el visado, el alojamiento y la atención médica a este colectivo.
La trata de personas se realiza en este ambiente legal y a la luz del día. Se selecciona discretamente a las chicas solteras más sanas y guapas y de entre 20 y 35 años. Se les promete un trabajo seguro, agradable y más rentable ya que triplicarían su salario diario que suele oscilar entre 500 y 700 dírhams.
Las seleccionadas «desaparecen» algunos días antes de vencer el contrato. Son secretamente acogidas en furgonetas y trasladadas a lugares sin control policial. Al principio se les ofrece el trabajo provisional prometido, antes de introducirlas en la red de prostitución, con severa coacción, amenazas e incluso rapto forzado y esclavitud sexual en caso de rebeldía.
Total, un negocio limpio, un crimen perfecto, la obra de un demiurgo.
Un claxon lo sacó de su ensimismamiento. Maniobró y repasó mentalmente el objetivo de su itinerario actual: llegar al zoco semanal Ulad Issa, ubicado después de Bab Bubsi, recoger a Sumaya y volver a Ceuta para tomar el barco de las 20:30 horas.
Evocó la esbelta silueta de la joven y una profunda sensación de felicidad y triunfo lo embargó.
Sumaya lo había cegado literalmente, hacía un año, al parar y recogerla en autostop en Xauen, donde él tramitaba una importante contratación laboral, y llevarla a casa. A penas diecinueve años. Y esa sonrisa de Monalisa cambió por completo el rumbo de su vida. Para alguien cuya esposa padecía el síndrome de Moebius, a la que tuvo que soportar por su fortuna, aquel encuentro fue providencial y la felicidad que implicaba no tenía limite.
No lo pensó dos veces. Decidió de inmediato divorciarse y pedir en matrimonio a Sumaya, pensando en las varias ventajas que ello ofrecía. Sustituir a Moebius por Monalisa, obtener residencia en el extranjero para su negocio y aprovechar el código de la «Chari ‘a» que permite tener varias esposas. Un atajo para el paraíso. Y nada le había costado, a fin de cuentas. Solo papeleo y algunos quebrantos mentales por adaptarse a otra cultura. Le hizo gracia descubrir que los musulmanes pueden casarse con mujeres cristianas o judías, pero en cambio, las musulmanas no pueden casarse con hombres de otra religión. Por eso tuvo él que hacerse musulmán. Se sintió extraño al recordar que ya no se llamaba Pedro Domínguez sino Yusef Ben Yacub. Esbozó una maligna sonrisa al pensar que el cambio no afectaba en nada sus hábitos y que, al contrario, favorecía su negocio. Los trámites eran sencillos: inscripción del matrimonio en el Registro Civil del Consulado, donde le pidieron dos certificados, el de la «Capacidad Matrimonial” y el de la «Shahada» o testimonio de fe, expedido por un imam. Luego hubo que superar la entrevista de validez. Como el matrimonio civil no existe en islam, la pareja se presentó en su debido día ante los Adules para autentificar el contrato nupcial (Nikah) en presencia de tres testigos y con la debida documentación exigida. En cuanto a la dote o «Mahr» a la novia, tenía que ser estipulada en el contrato y comprobada por los adules mismos que, al ver el regalo, abrieron los ojos como platos: además del anillo de compromiso, había varios pendientes, un cinturón de oro y diferentes joyas de gran valor.
Unas estridentes sirenas interrumpieron el flujo de su memoria y tuvo buenos reflejos para reaccionar debidamente. Cedió el paso a una ambulancia en una peligrosa intersección, girando a la derecha, embistiendo el arcén. Tuvo que frenar para evitar caer al barranco. «Ajuste de cuentas», pensó. En la región de Ketama los traficantes y los falsos guías suelen declarase guerra sin tregua e incluso entre kificultores los tiroteos son moneda corriente.
Le habían desaconsejado desde el principio viajar solo por la comarca y le recomendaron, en caso necesario, transitar por la Carretera Nacional 2, evitando el uso de caminos secundarios escarpados que algunos «cannábicos» o turistas que alquilan casa llaman «el culo del mundo» o “laberinto sin salida”.
Reanudó el trayecto y en poco tiempo vislumbró Bab Bubsi, a lo lejos.
Sintió mucha compasión por la joven al conocer a su familia. Una hermana menor, un primo huérfano y una niña subsahariana, acogida. “Somos los supervivientes”, le había explicado, dolorida, entre gestos y jerga hispanorifeña.
Sus tres hermanos murieron por ajuste de cuentas por droga. Su padre falleció de tuberculosis, después de seis años de detención.
De un humilde agricultor pasó a ser muy rico gracias al negocio del hachís.
Ayudado por sus hijos, se había especializado en la plantación, cosecha, elaboración y venta de la marihuana. La empresa se agrandó. Llegó hasta tener veinte personas trabajando bajo su mando. Lograban en ocasiones producir hasta cien kilos al día, a 15.000 dírhams el kilo.
Hasta que un día detuvieron al intermediario, con su furgoneta llena de paquetes plastificados.
Como en todas partes, hay en esta región policías íntegros y villanos y entre estos los hay tan chorizos como los de Chicago. Pidieron su comisión al viejo pero no les fue concedida, por temor a futuros chantajes. Y aquello colmó el vaso. El intermediario tuvo que delatar a toda la familia, bajo tortura. Al padre le cayeron seis años.
La celebración de la boda fue digna de un cuento miliunanochesco. Como ella vivía en Izran, un pueblo montañoso y empinado, cuyo tránsito solo se hace a pie o a lomo de mula, él tuvo que alquilar un edificio de tres plantas en el centro mismo de Ketama. Insistió en que todos los vecinos del aduar fueran invitados. Se distribuyeron, además de comida, mucho dinero a los necesitados. La fiesta duró tres días. La primera noche fue un festejo exclusivo para las mujeres que se ocuparon de la novia (Hammam, henna y vestidos diversos); la segunda, se invitó a familiares y amigos y el tercer día fue dedicado a los novios: la toma de fotos, el desfile de la novia entrando al salón en una carroza llevada por cuatro hombres, acompañada por música, la aparición exótica del novio en su chilaba blanca y el inicio de la gran comilona. En cuanto a la consumación del matrimonio, Yusef Ben Yacub prefirió saborearla en el famoso hotel Mamounia de Marrakech. La luna de miel duró una semana. Un verdadero cuento de hadas. Le hubiera gustado prolongar la estancia si no fuera por una llamada intempestiva que le recordó que tenía que volver urgentemente a Málaga: acababan de detener al tercer proxeneta, delatado por sus propias víctimas. Se trataba de cinco mujeres que ejercían sin problemas la prostitución en un lujoso hotel hasta que fueron contratadas por algunos de sus clientes a realizar el mismo oficio pero con ganancias astronómicas. Aceptaron la oferta, gustosas y se evadieron del hotel. El proxeneta las persiguió. Hubo tiroteo entre él y la banda. La Guardia Civil intervino y detuvo a ambos bandos.
Le tocaba entonces a él actuar rápido. Tomar el toro por las astas, soltando pasta, para borrar cualquier pista posible que pudiera asociarle con la trama criminal. Y fue lo que hizo. Él no era de los que tiran la toalla. Lo subsanó todo con éxito. Y el asunto quedó viento en popa.
Ahora volvía para llevarse a Sumaya.
Ulad Issa, una aldea habitualmente solitaria, estaba muy animada. La carretera separaba el lugar en dos espacios. El mercado ambulante se extendía a la izquierda, en torno a una vieja mezquita y un Hammam y al otro lado, una tienda de comestibles, un café, un restaurante y una vetusta gasolinera. Yusef Ben Yacub aparcó junto al café y se sentó a una mesa en la terraza, después de hacer un pedido. Como no había parasoles, se puso su sombrero kaki, tipo Indiana Jones, de fieltro de lana que se había comprado en Egipto. Los edificios eran destartalados y deslucidos, color ocre y de una sola planta. Muchos traficantes de cannabis y sus clientes preferían acudir al lugar para sellar acuerdos. Había ya varios coches y camiones. En cuanto a los turistas, muchos paraban para repostar y comer un bocado, antes de continuar para Alhucemas o Fez, visitar las granjas de los «verdes» cultivos o asistir al famoso festival de Ketama que algunos fumadores empedernidos aprovechan para experimentar lo que ellos llaman el «trance psicodélico”. Los camareros del restaurante, con sus barbacoas ya encendidas, empezaron a asar carne picada, costillas de cordero y salchichas, provocando llamaradas y columnas de humo en la estancia, cuyo rico y suculento aroma invitaba irresistiblemente a saciar el hambre de muchos. Y no faltaba la canción bereber, cuya música emitía un tocadiscos automático, con la inconfundible voz de Aluch Duduh, entonando en tarifit: «Mi ingrata amada», una canción desgarradora donde el poeta se lamenta por la infidelidad de su amante.
Un joven de aspecto andrógeno, sonrisa porcina y mirada cáustica, barba rubia en el mentón y una cerilla en la boca, se acercó a Yusef al que tomó por un potencial comprador y dijo en voz baja:
—¡Salam, hermano! —exclamó con esquivez, guiñando un ojo— ¿quiere viajar al paraíso? —preguntó, manoseando algo en el bolsillo de su pantalón.
El aludido meneó la cabeza y el mafioso fue a parar a otra mesa, orientado por la señal que una mujer de mediana edad le hacía, llevándose los dedos índice y corazón a la boca, gesto que indicaba su inminente deseo de drogarse. El corpulento sirviente llegó con el zumo de naranjas y lo depositó junto a Yusef. Este pagó la nota y miró el reloj. La una de la tarde. Dentro de poco llegaría Sumaya.
Echó un vistazo a su alrededor. La mesa de la derecha la ocupaban tres camioneros que visiblemente estaban comprando la «bola» al mafioso, después de que lo hiciera la mujer de mediana edad; a su izquierda había una pareja de turistas franceses pulcramente vestidos -chaqueta rosa, ella; él, chaqueta azul marino- y desde la mesa de atrás le llegaron retazos de conversación en español.
Miró de soslayo, para curiosear. Ella tenía un rostro curtido y ovalado, frente amplia. Era de estatura mediana, vestía traje violeta y su aspecto expresaba intensa preocupación. Él, en cambio, tenía el rostro redondo y astuto, la mandíbula más ancha que los pómulos. Hablaban aparentemente de la «compra» de un «bebé». Según el giro de la conversación, Yusef dedujo que no eran traficantes de niños ni se dedicaban a la pornografía infantil. Uno de ellos era estéril, según pudo entender Yusef.
—Cariño, la comadrona está de nuestro lado —convino la mujer con voz consoladora— pero ¿y el médico que firmará el certificado de parto?
—La madre biológica lo tiene también comprado —contestó el hombre, precavidamente—. Él mismo se encargará de la sustitución.
—El tener que esperar en el quirófano contiguo a que para la mujer y se realice «el traspaso» me da vértigo —sollozó ella con aire contrito.
—Ten paciencia, querida, todo saldrá bien —la reconfortó él con intensa insistencia—. La venta por Internet nos ha asegurado el anonimato. Y tu presencia mañana en la clínica será de corta duración En pocos días volaremos a Madrid con «nuestro» hijo. Sin ser vistos ni conocidos.
Yusef perdió el hilo de la conversación porque en ese momento llegó un hombre a su altura, depositó una caja blanca de zapatos en la mesa y desapareció como por arte de magia. Yusef contempló la caja un momento, perplejo, sin comprender. Luego se levantó precipitadamente en busca del individuo misterioso pero de nada le sirvió. Volvió a sentarse. ¡Alguien le regalaba zapatos! Pero él no conocía a nadie, salvo la pequeña familia de Sumaya. Tenía que tratarse de una ridícula equivocación. Lo habrían confundido con otra persona. Pero en caso contrario… Al menos que… No. No podía ser. Él tenía enemigos pero no en aquella miserable aldea donde era un total desconocido. Atentados terroristas por medio de explosivos eran moneda corriente por doquier. ¿Le habrían seguido hasta ese remoto lugar para acabar con su vida? Clavó de nuevo la mirada en la caja, intentando vislumbrar un tic tac de bomba de relojería. El objeto le parecía ahora adquirir enormes dimensiones. Un escalofrío le recorrió la médula espinal y pensó en echar a correr. Con toda tranquilidad paseó primero la mirada a su alrededor y comprendió, aterrado, que algunos se habían percatado de su turbación. Desvió la mirada para ocultar su miedo a los demás. Pero de nada le sirvió. Advirtió que muchos lo observaban de refilón, como si fuera un malhechor. Algunos miraban el paquete con la boca y los ojos abiertos de par en par, como si este contuviera algo espantoso.
Una fuerza innominada lo inmovilizó de pies a cabeza y sintió que estaba pisando una mina sin poder levantar el pie para evitar la explosión fatídica que fragmentaría su cuerpo en mil pedazos. Había seguramente varias cargas de dinamita. Su respiración empezó a hacerse agitada y rápida. Tragó saliva pero notó que su boca estaba seca, su cuerpo contraído y los músculos se tensaron hasta tal punto que le impidieron moverse del sitio y darse a la fuga, como en caso de una parálisis temporal. Recordó la reciente matanza en Madrid, provocada por un acto terrorista y donde murieron más de trescientas personas, sin contar a los heridos. Ahora él estaba sobre una bomba a punto de estallar. Alocado, miró de nuevo la caja y un sudor frío le perló la frente, luego el rostro, como resultado del exceso de adrenalina. Notó acelerársele el pulso y oprimírsele el tórax. Su corazón latía con tanta fuerza que producía el mismo ruido que un tiroteo. Se encorvó un momento, como si quisiera hacerse invisible y desaparecer. Luego se enderezó, como para pedir auxilio y salvarse de las garras de la muerte.
Pero notó que sus piernas estaban convertidas en plomo y a la vez en pura gelatina. Gruñó desabridamente. Profirió leves gemidos, como un hombre que acaba de ser operado y despierta de la anestesia.
Entonces ocurrió algo inesperado. Una respuesta a su plegaria. Un desquite a su agravio. Sumaya en persona, con su maleta de viaje, esbozando su inconfundible sonrisa de Monalisa. La aparición de la joven sorprendió a todos por su resplandeciente belleza. Todos se olvidaron entonces de la caja para escudriñar a la joven: ojos hondos y azules. Oscuras y tiznadas pestañas. El cabello, amarillo como trigo, le caía abundantemente sobre las hombreras de su verde chilaba. Un pañuelo blanco al cuello la transformaba en flor exótica. Su boca carnosa, con unos labios sedientos, listos para el loco y exquisito beso, estaba sutilmente delineada y perfilada con algún mágico labial.
Yusef se levantó como movido por un resorte, sorprendido por ver superada su parálisis, y ambos se abrazaron. Ella, preocupada un momento por el aspecto espectral del hombre, miró luego el paquete de zapatos y, creyendo que era su regalo, alargó la mano para abrirlo.
—¡No! —gritó el hombre, horripilado, deteniéndole la mano—. No abras esa caja. ¡Escapémonos antes de que sea demasiado tarde!
La asió del brazo con una mano y con la otra, cogió la maleta y al correr a trompicones, volcaron la mesa. La caja cabrioló un momento en el aire y, al desprenderse la tapa, expulsó una enorme cantidad de billetes de 200 dírhams que, por soplar bruscamente un viento imprevisto, remolinearon en el espacio, antes de esparcirse por todas partes.
La escena de los billetes volando en el aire atrajo de inmediato la atención a la vez de los turistas, los comerciantes, los dos asistentes que repostaban gasolina en los vehículos y también de los conductores quienes, debido a lo insólito de la escena, salieron de sus coches sin apagar los motores.
Entonces muchos se precipitaron, intentando atrapar uno o varios billetes. Hubo como una estampida entre animales.
Los dos asistentes se apresuraron, como movidos por la fiebre del oro, olvidándose de las mangueras de los surtidores insertas en el interior de los depósitos de combustible que muy pronto se llenaron y desbordaron.
Nadie se percató del derrame de la gasolina que empezó a salpicar el suelo y serpentear cuesta abajo.
Los que iban a la mezquita para la oración cambiaron de idea y retrocedieron para rescatar su parte. A un turista le arrebataron un fajo de billetes y se inició una pelea. El agresor, el mafioso vendedor de hachís, agitó el puño y lo descargó en el rostro del turista, dándole acto seguido una patada en el vientre. El hombre tosió y cayó al suelo, soltando el fajo.
Uno de los asistentes se echó sobre el mafioso y lo golpeó en la cara. El aludido lanzó un alarido y, a su vez, cedió el dinero. Dos camioneros forcejearon con furia, propinándose patadas. El más desfavorecido sacó entonces una navaja y se la clavó en el cuello a su contrincante, quien chilló como una bestia, luego se encogió gimiendo y quedó inerte.
Las peleas entre campesinos eran más encarnizadas y terminaron todas por ser sangrientas. Hubo estrangulamientos, roturas y desgarros. Las parejas española y francesa, Yusef y Sumaya, fueron atropellados por la multitud e intentaron alejarse a rastras.
Un conductor, que se había quedado anonadado ante la surrealista situación, soltó bruscamente su cigarrillo cuya extremidad incandescente le estaba quemando los dedos. Este cayó al suelo a pocos centímetros del chorro de gasolina que fluía abundantemente y, en un abrir y cerrar de ojos, se produjo la chispa de ignición. Las llamas, fulgurantes, se dispararon en dirección de los dos surtidores que explosionaron en el acto y saltaron por los aires, provocando un gran incendio.
La deflagración acabó alcanzando a las bombonas de gas encendidas de los comercios cercanos, causando otras tremendas explosiones.
La propagación del incendio por ventanas, conducciones de aire, huecos, servicios y escaleras alcanzó en un abrir y cerrar de ojos todas las instalaciones colindantes,
La gente corría, alocada, para salvar su pellejo, en vano. Los cuerpos fueron despedidos en los aires, despedazados y calcinados.
Los rústicos edificios ya descritos, incluida la gasolinera, fueron tragados por las llamas y los escombros despedidos, hormigón y restos de coches, cayeron sobre el mercado, dejando la aldea en cenizas. Algunos conductores ardieron, tras quedarse atascados en sus coches, por estar bloqueada la estrecha carretera de la salida.
Por extrañas razones, los cuerpos de las dos parejas, junto con los de Yusef y su mujer, quedaron grotescamente «fosilizados», como unas espeluznantes momias ennegrecidas.
La sequía y el viento hicieron que las llamas viajaran con loca velocidad hacia las viviendas lejanas. El fuego, como una fiera hambrienta, se expandió por el campo, arrasando y dejando en hoguera todo el espacio a la redonda.
EPÍLOGO
A varios kilómetros de aquel infierno, un hombre, que llevaba un sombrero kaki, tipo Indiana Jones, de fieltro de lana y frisaba los cincuenta años, logró por fin detener una furgoneta de reparto de legumbres, después de llevar bastante tiempo haciendo autostop.
—Gracias por parar, señor. Se me ha averiado el coche y por ello temo haber perdido la cita.
—¿Con algún médico? —inquirió el viejo campesino—, nada grave, espero.
—No. Tenía que recoger una caja de zapatos a la una y ahora son casi las dos.
—¡Hombre! ¡Preocuparse por un par de zapatos! —ironizó el aldeano, en tono amistoso, luego cambió de tema, mirando alarmado al horizonte—: y esas enormes nubes negras que se ciernen sobre Ulad Issa, tiene pinta de un terrible incendio.
—Parece apocalíptico —gimió el hombre del sombrero kaki, la mirada extraviada, pensando en la segunda entrega de dinero que le correspondía por un traspaso de marihuana.
FIN
©Relato: Ahmed Oubali, 2021.
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