Aquella noche en Tánger por Ahmed Oubali
AQUELLA NOCHE EN TÁNGER
Munir decidió gastarse esa mañana toda la fortuna que poseía: 300 dírhams.
Se compró un par de zapatos baratos, una camisa y un pantalón. Para él la operación en sí era una importantísima inversión: se haría pasar por un guía y estafaría a una despistada extranjera que le facilitara papeles para emigrar. Muchos de sus amigos, toscos y gañanes, no tan guapos ni inteligentes como él, habían utilizado este subterfugio y están ahora cómodamente afincados en Europa. Además, él es más aventajado que todos: físicamente se parecía a un Apolo de veinticuatro años y hablaba seis lenguas a la perfección, gracias a un amigo suyo profesor de idiomas. No necesitaba pues ningún ardid ni encomios o malabarismos para lograr su objetivo.
En agosto Tánger suele estar muy concurrida y retahílas de turistas llegan de todo el mundo y se esparcen por todos los lugares de la ciudad, como en la mítica época en que fue capital internacional.
Munir cogió la bolsa de plástico que contenía su atuendo, enfiló la calle Gandhi y se dirigió al Zoco Grande. Entró en un baño moruno, se desembarazó de su vieja y deslustrada ropa, se duchó y salió media hora más tarde hecho un seductor esmerilado y atildado.
Ninguna mujer pensaría que era de rancio abolengo y, sin postergar la ocasión, le invitaría gustosa y se explayaría jocosamente, sin condiciones. Claro, estaba sin blanca, no tenía ni brazalete ni la gorra oficiales, pero su cariz de hombre guapo, pautado y su sonrisa quisquillosa, disiparían cualquier entuerto y seduciría a la más recalcitrante, e incluso hasta podría llevársela al huerto. Era también campeón en disquisiciones de toda índole para borrar engorros, «cosa que a las mujeres les encanta», pensó maliciosamente.
Cruzó la avenida Mohamed V y notó que algunas mujeres le miraban ahora con insistente complicidad. Aquello era para regodearse. Tenía la corazonada de que esa mañana soleada algo trascendental le iba a ocurrir.
Una mujer apareció de repente como por arte de magia y avanzó en dirección suya, graciosa y atrevida. Pasó a su lado sin reparar en él, pero el joven, fascinado y sojuzgado por su hermosura, dio vuelta atrás y la siguió. Vio como le ondulaban las nalgas, por llevar una minifalda muy estrecha. El aspecto general era el de una maniquí de ensueño que dejaría compungido y emponzoñado al más indiferente e insulso de los hombres. Llegó a su altura y notó que hojeaba un ‘Guide du Maroc’ sin detenerse. Estaba visiblemente buscando a un guía oficial. Temiendo que alguien le adelantara, Munir aclaró su voz y preguntó en inglés:
—Perdone. ¿Es usted americana? —farfulló.
—No. Soy española —contestó ella con una mueca displicente en la mirada.
—Bien. Podemos hablar en español. Permítame que me presente: soy Munir Benhayún, el guía más pertinaz y brioso de Tánger —exclamó el joven con una sonrisa de oreja a oreja, luego añadió—: Y será un gran honor servir a una ilustre dama como usted.
—En general no me gusta que me hagan el caldo gordo pero se te nota que no tienes pelos en la lengua.
—Créame, no suelo hacer la pelota a nadie.
—Veo que no lleva placa ni gorra oficial —observó ella, sardónica.
—Me quedan dos meses para obtener el diploma oficial, pero le aseguro que conmigo se quedará plenamente satisfecha —explicó con una sonrisa viciosa, recalcando la palabra “satisfecha”. Ella captó la tonalidad y la metáfora de la palabra y terció:
—Veo que habla perfectamente mi lengua. Tiene además buen aspecto. Lo que me queda por saber es: ¿cuáles son sus honorarios y qué lugares piensa hacerme visitar?
—Por solo 200 dírhams al día, sin incluir la comida, la puedo llevar hasta Júpiter —declaró él en tono teatral y amistoso.
La tarifa doblaba la oficial pero en caso de que ella desistiera se lo dejaría en 100.
—De acuerdo —contestó ella y él reprimió un suspiro de alivio—. Pero por el momento quiero que me lleve a las Grutas de Hércules. ¿Me puede luego contar brevemente la leyenda?
—Claro que sí —masculló con una sonrisa cínica al ver que aceptaba ella el precio.
—¿Está lejos?
—A unos 18 km.
—Tengo alquilado un coche. ¿Cómo dice que se llama?
—Munir Benhayún, para servirla.
—Yo soy Alicia Trafalgar.
Subieron al coche y la mujer le pidió a Munir que le indicara el camino.
Salieron de la Plaza de Francia, tomando la calle Bélgica. Se introdujeron luego en la carretera de Cabo Espartel.
Munir le hizo algunos comentarios sobre el Cementerio cristiano, el judío y el Monte Washington, desde donde pudieron apreciar furtivamente las lujosas propiedades y la bella vista sobre Tánger.
—Perdone que le interrumpa, para que no se le olvide: me pareció ver antes un edificio semejante a una catedral, y estamos en un país musulmán…
—No se ha equivocado. Es la Catedral de Nuestra Señora de Lourdes conocida aquí como La Catedral Española, inaugurado en 1961. De vuelta le enseñaré el ábside de la catedral donde destacan las vidrieras del artista alicantino Arcadio Blasco. Constituyen uno de los mayores atractivos de la catedral.
—¡Es impresionante! —exclamó, intrigada.
—Cuando vea las catedrales de Rabat y Casablanca, se quedará aún más impresionada. Además de las sinagogas que tenemos en casi cada ciudad. Marruecos es un país de tolerancia religiosa y de hospitalidad milenarias.
—Vaya. Esto alegra el corazón. Tendré que sacar fotos luego.
—Cuando quiera.
—Me hablaron también del Cabo Malabata —inquirió Alicia.
—Está al otro lado de la ciudad, yendo hacia Ceuta. Hay un maravilloso Castillo medieval, desde donde se puede ver Gibraltar y la Bahía de Tánger.
—Si no le importa, ¿me lo puede enseñar después del almuerzo?
—Usted mande —invitó con una sonrisa horadándole la nuca.
—¿Me puede encender un cigarrillo? Allí tiene mi bolso, en el asiento trasero.
Munir se volvió, extendió la mano, lo abrió, sacó un paquete de Marlboro y, antes de cerrarlo, notó con súbito asombro un impresionante fajo de billetes azules de 200 dírhams cada. Cogió un cigarrillo, lo llevó a su boca, lo encendió y se lo ofreció a Alicia, colocándoselo entre los labios. Luego encendió otro, aspiró el humo, lo expiró y preguntó, como en una película de Humphrey Bogart:
—¿Qué hace por aquí una hermosísima mujer como usted?
—Viendo cosas y conociendo a gente nueva. Dígame: ¿es verdad que Tánger es una ciudad de espías? —preguntó súbitamente, intrigada.
—Bueno, lo era. Tánger ganó fama de plaza franca para las actividades internacionales de espionaje. Su posición durante la Guerra fría y otros periodos conflictivos de los siglos XIX y XX es legendaria. —Se detuvo un momento para darle más dramatismo a la narración, la miró a los ojos y prosiguió—: Adquirió reputación de centro de espionaje y contrabando y atrajo capitales extranjeros, gracias a su neutralidad política y libertad comercial en la época de administración internacional. La ciudad además ha tenido protagonismo en varias obras de literatura y películas, especialmente en obras de ficción y espionaje.
Alicia se detuvo ante un semáforo rojo y miró a Munir:
—¿Literatura? ¿Me puede aconsejar alguna novela? —inquirió, incrédula.
—¡Hay tantas! Pero le recomiendo: Jour de silence à Tanger, Interzone, Two Tickets to Tangier, Let it come down, Naked Lunch.
—¡Uy, pare! En español, por favor, yo solo sé hablar español. Tomaré nota mientras me dicta.
—Vale, pues le aconsejo: La vida perra de Juanita Narboni, Viajes por Marruecos, El Jardín, El Alquimista, El ciego de Sevilla, El año que viene en Tánger, Último verano en el paraíso y El Inmortal.
El semáforo pasó a verde y Alicia salió en tromba.
—¡Madre mía! ¡Qué memoria!, pero: ¿ha leído todo esto?
—Más que esto —mintió el guía, que tenía aprendidos solo algunos títulos—, no se preocupe, luego se lo notaré todo en su agenda y con el nombre de los autores.
—Sé que hay también una película sobre Tánger.
—Muchas. Las más famosas son: Desde Rusia con amor (de James Bond); Hombre de Tánger (de Indiana Jones); Vuelo a Tánger; La danza de Tánger; Espionaje en Tánger; Aquel hombre de Tánger, (con Sara Montiel); El Cielo Protector, basada en el relato de Paul Bowles; El almuerzo desnudo, basada en la novela de S. Burroughs; El ultimátum (dirigida por Greengrass); El viento y el león, (Sean Connery interpretando a Ahmed al-Raisuli); Inception, de Christopher Nolan.
—Vaya, ¡Qué interesante! Veo que es usted muy culto.
—Gracias.
—¡Qué suerte! Ahora solo me queda por visita alguna galería y ver obras de arte.
—Veremos las principales; las conozco de memoria: Terrazas de Tánger, de Enrique Simonet; Zoco de Tánger, por Mariano Fortuny; Viuda en Tánger, por Matisse; La Gran Mezquita y los encantadores de serpientes, por Emile Wauters; Mercado extramuros, por Comfort Tiffany; La reina María y los piratas tangerinos, por Van de Velde.
—Pero, válgame Dios, ¡qué memoria, hombre! ¿Cómo hace?
—Ningún misterio. He estudiado en la Escuela de Guías aquí en Tánger, y nos enseñan de todo sobre la ciudad. Además de los idiomas.
—Sí, claro, esto se estudia. Bien, según calculo nos quedan aún 15 minutos para llegar —manifestó Alicia, adelantando a un camión—, ¿puede hacerme un resumen histórico de la ciudad? Me interesa la época antigua, pero en breve, por favor.
Munir empezó de repente a sospechar que las preguntas de Alicia no eran inocentes. Se proponía sin duda comprobar sus conocimientos y cotejar su formación de guía y no satisfacer su curiosidad de turista. Dijo sonriente y sin mostrar su desenvoltura:
—Son varios los indicios de ocupación prehistórica. La presencia fenicia está muy atestada en la ciudad, debido a su excelente puerto. La ciudad es mencionada ya en el siglo VI antes de Cristo, por los navegantes jonios, como Tinge. Desde el siglo IV antes de Cristo aparece como factoría comercial cartaginesa, acuñando moneda con la leyenda púnica “TNG”. Es citada en fuentes helenísticas (Periplo de Hanón) como «Tingentera» y aparece en los manuscritos del citado geógrafo Pomponio Mela como su ciudad natal. El nombre de Tingis se estabiliza en la época romana. Según la tradición recogida por Plutarco, Tingé era la esposa del gigante Anteo, rey bereber e hijo de Poseidón y Gea, que fue más tarde vencido por Hércules. Su hijo Syfax construyó la ciudad y la nombró Tányaa (con “j” francesa) en recuerdo de su madre.
—Perdone que le interrumpa: ¿cómo hace para memorizar tantos nombres, además de las fechas? Estoy aturdida por tanta erudición, en serio.
—Los asocio a las fechas y estas, a los acontecimientos. Tengo una memoria visual. Por eso soy guía. La mayoría aquí no sabe estas cosas.
—¡Qué inteligente! Es usted digno de admiración. Prosiga, por favor.
—Hacia los años 40 antes de Cristo es municipium romano. Según atestigua Tácito y durante el reinado de Calígula, la antigua provincia es dividida en dos, Mauretania Caesariensis y Mauretania Tingitana, pasando Tingis a ser capital de ambas, a la que dio su nombre. Poco después el emperador Claudio la eleva a colonia romana, con el nombre de Claudia Caesarea Tingis. La ciudad suministraba especialmente a Roma pescado de conserva y púrpura, además de bellas cortesanas. Según la tradición, en el siglo III arraigó en ella el cristianismo y más tarde fue conquistada por los Vándalos en 429 y un siglo después, pasó a formar parte del Imperio bizantino, hasta que Muza Bnou Nosair, con el apoyo de las tribus del Rif bajo el mando de Tarik Ben Ziad, la pone bajo dominio árabe e inicia desde Tánger la conquista de la península Ibérica que permanecerá musulmana por más de ocho siglos.
—¿Ocho siglos en España? ¿Está seguro? —preguntó Alicia, atónita, aminorando velocidad para circunvalar una curva.
— Por supuesto. Se inicia en 711 y termina con la caída de Granada en 1492.
—Vaya, pues no sabía que era un período tan largo —reconoció Alicia, desconcertada—. España conquistó también Marruecos —añadió, orgullosa.
—No. Aquello fue un protectorado muy corto. Sin embargo y además de esto, Marruecos sí que conquistó España varias veces, por sus reyes bereberes.
—Anda ya, no me tome por ingenua, eso sí que no es verdad.
—Pues está plasmado en la historia, en los libros y lo sabe todo el mundo. Primero por Yusuf Ben Tashfin, que fundó Marrakech y la dinastía almorávide, luego por los Almohades y por fin por los Benimarines.
—Vaya por Dios, pues pocos lo saben en España.
—Bueno, supongo que los intelectuales, sí. A que no sabe qué significan las palabras “Gibraltar” y “almohada”.
—La verdad, no tengo ni la menor idea. La primera es inglesa, supongo, y la segunda, española.
—¡Las dos son árabes! La primera es la deformación de “Yebel Tarik”, o “Montaña de Tarik”, en referencia a Tarik Ben Ziad. La segunda recuerda a la dinastía de los almohades. De hecho la mayoría de las zonas geográficas y ciudades españolas llevan aún sus nombres en árabe, aunque modificados fonéticamente.
—¡Uau! ¡Qué ignorantes de nuestra propia historia somos los españoles! Pues, Munir, con estas aclaraciones tengo la absoluta convicción de que usted es realmente un guía y no un pícaro farsante como al principio me lo figuré, por eso le hice tantas preguntas y espero que me perdone. Y esto me tranquiliza y me agrada. Ahora hábleme de usted, si no es indiscreto.
—En absoluto —contestó él con una cínica y triunfante sonrisa, viendo que su sospecha era fundada—. Soy de una familia numerosa y muy pobre. Hermanos huérfanos. Sin trabajo. Hago de guía para no dejar morir de hambre a mi familia y para pagar mis estudios y, si quiere que le sea sincero: me iría gustoso a España, si pudiera.
—¿Y por qué no puede? ¿No estará metido en política?
—La política hay que dejarla a los políticos, al parlamento y al Gobierno, que para eso han sido elegidos. Como muchos jóvenes aquí, yo necesito dinero o alguien que me ayude a emigrar. Muchos de mis amigos pasaron el estrecho en pateras. Pero solo llegaron algunos, los demás murieron ahogados. Y por nada del mundo iría yo en una patera —declaró el joven, estremeciéndose.
—Veo que es usted muy realista —reconoció ella, admiradora—, veré lo que se puede hacer.
—Gracias, señorita. Una suerte haberla conocido.
Hubo un silencio. Alicia rodeó otra peligrosa curva, disminuyendo la velocidad. Faltaban pocos minutos para llegar. Munir aprovechó la ocasión para comentar el paisaje y, teniendo en cuenta la promesa de Alicia de ayudarle, estimó beneficioso para él evocar aspectos culturales de la ciudad:
—Tánger es además un enclave multicultural de comunidades musulmanas, judías y cristianas, y por su tolerancia atrajo a muchos intelectuales cuyas obras acabo de citarle. En las décadas de 40 y 50, mientras la ciudad era una zona internacional, sirvió de refugio para artistas, de zona de juerga para millonarios excéntricos, de lugar de encuentro para agentes secretos, aventuras amorosas, una Meca para especuladores, timadores y estafadores y un El Dorado para los amantes de la buena vida.
—¿Y desde el punto de vista seguridad, Munir? Me refiero a los turistas…
—Ningún problema. Las autoridades mantienen bien el orden público. El turista extranjero encuentra todas las comodidades que tiene en su país de origen, además del sol, de una buena gastronomía y del exotismo. Incluso a nivel del sistema educativo, tenemos las mejores escuelas internacionales representadas por las misiones francesa, española, inglesa y americana, por si tiene hijos y quiere instalarse aquí.
—No. No tengo hijos —musitó con un mohín de disgusto—. Estoy aquí solo por algunos días…
Cuando llegaron, se dirigieron directamente al lugar prehistórico, pagaron las entradas y se adentraron precipitadamente en los pasajes estrechos y oscuros de las Grutas. Munir empezó a darle detalles sobre la estancia del mítico Hércules, explicando hechos concretos y enseñando cosas. En dos ocasiones se encontraron muy cerca el uno del otro, debido a la estrechez de los pasajes. La fragancia de la joven azogaba irresistiblemente la sensibilidad del falso guía, quien tuvo que reprimir violentos deseos de cogerla en sus brazos y besarla. Cuando llegaron al lugar donde dicen que Hércules tenía su alcoba, Alicia se apoyó ligeramente en su brazo para no perder el equilibrio y él sintió la dulce presión de su pecho turgente. Pensó atraerla hacia él, cogerle la barbilla y aplastar sus labios contra los suyos. Pero temió perder la relación y se abstuvo. De repente entraron en un lugar oscurecido. El bramar de las olas y el estropicio de las gaviotas hostigaron la sensualidad de los dos jóvenes. Un ligero resuello de brisa les rozó la cara. Estaban solos.
—De hecho —apuntó el guía aun jadeando de deseo—, es aquí donde se cuenta que Hércules se acostó con una ninfa antes de realizar su última hazaña, la de apoderarse de las manzanas del Jardín de las Hespérides, situado en Larache, cuyo néctar le asignaría la eternidad.
Esta narración dio el efecto esperado. Se sintieron por un momento atraídos. Notó él cómo ella le miraba a los labios. Vaciló un momento. No quería atosigarla. Ella entreabrió entonces los labios. Ofreciéndoselos. No había lugar a dudas. La agasajó y, sin demora, inclinó más la cabeza y la besó en la boca. Ella le correspondió con pasión. Sus lenguas se regodearon, se enredaron insistentemente en un vals angelical. Se quedaron besándose por un largo rato, sin separarse. Sintió ella un duro bulto contra su muslo. Él le acarició los pechos haciéndole hervir la sangre. Entonces, confusa, ella se irguió y exclamó con voz acaramelada y en un susurro entrecortado por el placer:
—Hércules, no, aquí no, puede venir gente…
Animado por este nuevo apodo, la atrajo con frenesí y la estrechó de nuevo contra su cuerpo, acariciándola con pasión, sin dejar de recorrer su nuca con las yemas de sus dedos, arriba y abajo.
Luego sus manos se deslizaron peligrosamente hasta las nalgas donde se inmovilizaron.
Sintió ella de nuevo el bulto contra su pelvis.
—¡Allí, no! —gimió ella desesperadamente.
Pero se abandonó, sumisa, cerrando los ojos y pareciendo desfallecer. Rechistaron palabras chuscas de amor. Sintió ella un entusiasmo inhabitual, un placer lascivo y suspiró excitada:
—Me pones loca, Munir —dijo mordisqueándole el labio inferior.
—Tú a mí, más —gimoteó él, sin dejar de besarle la comisura de la boca, la barbilla y la sien.
Oyeron algunos pasos acercarse y volvieron a la realidad.
Recompusieron la compostura y se dispusieron a salir de la alcoba y del laberinto.
—Lo siento, me he comportado como un aldeano.
—No digas eso —tartamudeó ella con voz trémula—. A mí me ha gustado mucho. Sácame ahora de este inolvidable paraíso de placeres y llévame a una parte más acogedora. A un restaurante. Me has inspirado hambre. Luego a un hotel.
Emprendieron el camino de regreso y ella, mientras conducía, aprovechó la ocasión, confiada, para hablar de su vida:
—Me toca a mí hablar ahora. Hace dos años, la tele mostró un terrible accidente aéreo donde murieron 400 personas y solo se salvaron tres. La noticia dio vuelta al mundo.
—¿Te refieres al avión de la KLM que tuvo un aterrizaje forzoso y fatídico en Buenos Aires?
—Ese mismo. En ese siniestro desenlace, yo salí incólume y mi marido, el muy conocido multimillonario catalán, Álvarez Planells, se quedó paralítico.
—Lo siento. ¿Lo dejaste en España?
—No. Los médicos le aconsejaron un clima árido y seco. Tenemos alquilado un Chalet cerca del Consulado de España y nuestro próximo destino es Marrakech, donde pensamos permanecer más tiempo. Te llevo con nosotros si quieres, para cuidar de él.
—Me encantaría. ¿Quién cuida de él?
—El pobre es afónico y se desplaza en una silla de ruedas, a la que puede subir con gran dificultad. Con la mano izquierda puede manipular la silla y pulsar el timbre de alarma. Contratamos a una enfermera autóctona que se ocupa de él de 9 de la mañana a 9 de la noche, que es cuando toma un somnífero y duerme hasta el día siguiente.
—Te compadezco, Alicia. Debes sufrir más que él y por razones obvias.
Suspiró ella un momento, luego con los ojos desvarados y voz morosa, continuó:
—Después del accidente, me hundí en una adusta soledad de la que aún sufro las consecuencias. Le cuidé con abnegación y fidelidad. Pero mientras pasaba el tiempo, me di cuenta que necesitaba yo a un hombre que cuidara de mí, ya sabes, que diera sentido a mí propia vida, que hasta ahora se mermaba y amainaba a la de una chacha o esclava. Finalmente decidí poner fin a esta tragedia, viajando y conociendo nuevas caras y nuevas emociones.
—Tienes derecho a disfrutar de tu propia vida, siendo tan guapa y muy rica.
Captó ella su mirada de acoso sexual, esbozó una sonrisa desmentida por el temblor de sus labios y dijo:
—Llevo mucho tiempo sin mojar.
—Entiendo. Aquí estoy para servirte y llevarte al séptimo cielo.
Llegaron al puerto, bajando por la plaza de las Naciones Unidas y aparcaron frente a un restaurante especializado en mariscos y comida tradicional. Se sentaron a una mesa con vistas sobre la playa y pidieron ensaladas, pastilla de pichón y vino blanco.
El camarero que les atendió, un hombre hosco y enjuto, se sobresaltó al oír lo del vino y habló como un esténtor, algo medroso y al mismo tiempo despavorido:
—¡Aquí se nos prohíbe servir alcohol, señores!
—¿Y si le doblo la propina? —cortó Munir, con traza de acritud.
—Eso lo cambia todo, señores, pero en este caso entren y suban arriba, por favor, donde también tienen vista sobre el mar —contestó el pícaro con una cínica sonrisa; luego añadió—: ¿Y de postre, dama y caballero?
—Té verde con menta y cuernos de gacela con dátiles y miel.
—¿Qué es pastilla de pichón? —preguntó Alicia, intrigada.
—Le va a gustar. Consiste en un hojaldre a base de cebolla, carne de paloma o pichón, perejil y almendras, un curioso plato que mezcla sabores dulces, salados y el perfume de la canela.
Una canción romántica sobre Tánger invadió de repente el ambiente mientras comían. Era la inolvidable canción interpretada por la voz lánguida y lasciva de Bob Dylan:
If you see her, say hello, she might be in Tangier
She left here last early spring, she is living’ there, I hear
Say for me that I’m all right though things get kind of slow
She might think that I’ve forgotten her, don’t tell her it isn’t so.
We had a falling-out, like lovers often will
And to think of how she left that night, it still brings me a chill
And though our separation, it pierced me to the heart
She still lives inside of me, we’ve never been apart.
—¡Qué melodía tan romántica! ¿Qué dicen las palabras?
—Te hago un resumen. Dice:
Si la ves, salúdala, podría estar en Tánger. Dile que no la he olvidado, pese a esa pelea. Y pensar en cómo se fue aquella noche, todavía me da escalofríos… Eso me llegó hasta el corazón, aún vive en mi interior como si nunca hubiésemos estado separados. Puesta de sol, luna amarilla, vuelvo a interpretar el pasado, me sé de memoria cada escena nuestra, todas pasaron tan rápido… Si ella vuelve, no es difícil encontrarme, dile que puede venir a verme…
Cuando terminaron de comer, Alicia pagó la cuenta y ambos salieron rumbo a Cabo Malabata, pasando por Charf y luego por el puente Morora.
Munir empezó a comentar, como de costumbre, el paisaje: la vista sobre la ciudad, el Club Mediterráneo, el Hotel Holiday, el Camping Tangis, los chalets lujosos y los múltiples apartamentos de vacaciones y los centros de talasoterapia.
Finalmente llegaron al Castillo Malabata y Alicia se quedó maravillada ante aquel paisaje incomparable. Alrededor se extendían múltiples playas pequeñas y salvajes.
Muy cerca se erguía Ksar Seguir, puerto de pesca y antiguo puerto de embarque que sirvió a llevar la guerra santa a España. También plataforma de la emigración clandestina.
Al oeste, se extendía el Cabo del León.
—Aquí fue donde reinó Calipso, hija de Atlas, el guardián de las Grutas donde estuvimos y del Jardín de las Hespérides de Larache —explicó Munir, algo emocionado.
Alicia le dedicó una sonrisa cariñosa.
Tras visitar la región, decidieron echarse un momento sobre la hierba para fumar un cigarrillo. Pero el aire y el lugar desértico les incitaron a iniciar otros perversos escarceos que los dejaron exánimes. Ella de nuevo le llamó «Hércules» y a él le agradó llamarla «Calipso».
Hércules y Calipso. Calipso y Hércules.
Ambos se quedaron descansando bocarriba sobre la hierba. Ella se enderezó para escrutarle el rostro. Le acarició la barbilla e inconscientemente entonó con voz sensual y triste, alterando voluntariamente la letra memorizada de la canción:
“Si me ves en Tánger, salúdame, pues puede que me quede y te ame… ¡Puesta de sol, luna amarilla!… El cielo tangerino se está hechizando y yo he vuelto a amarte…”
Eran las seis y media cuando decidieron volver al centro de la ciudad. El sol vespertino se desplazaba hacia el oeste mientras que una brisa marina acariciaba el ambiente.
—Munir, estoy contentísima de haberte conocido, nos tuteamos desde que nos besamos. Hasta ahora me has satisfecho plenamente en todo. Por eso te triplico el salario. Abre el bolso y coge 3.000 dírhams en vez de 1.000, para cinco días. Luego ganarás más cuando vayamos a Marrakech. Serás mi chófer y te ocuparas de la silla de ruedas de mi marido. Luego te contrataremos para España. —Vio cómo él abría los ojos como platos y añadió para sorprenderle aún más—: Y esta noche, si te apetece celebrarlo, vente a mi chalet para… Ya sabes. Necesito un hombre de verdad. En España ya no quedan hombres. Quiero entregarte mi intimidad. Serás mi amo. Seré tu esclava cada noche.
—Te dejaré súper satisfecha —sentenció él excitado; luego frunció el ceño intrigado—: ¿Pero no es peligroso entrar en tu casa?
—No. Yo relevo a la enfermera a las 9 de la noche. Poco después, mi marido suele hundirse en un profundo sueño hasta el amanecer. Mejor que llegues a las once, por más seguridad. Toda la noche es nuestra. Te irás antes de que amanezca.
—¿Dónde queda tu casa?
—Adelantas un poco el Consulado, tomas la calle a la derecha y a unos cinco minutos encontrarás un fastuoso chalet llamado «Villa Fadwa», que tenemos alquilada.
—¿Hay algún sereno o perro?
—Sí. Pero no te verá porque hacia las once se queda totalmente borracho. Detrás del chalet hay una callejuela poco alumbrada. Tendrás que trepar el muro en su extremidad norte, luego saltar al jardín. Entrarás por la puerta trasera, la de la cocina y me encontrarás a mí sola, esperándote en el salón.
Paró el coche junto al hotel Solazur. Se besaron un largo rato dentro del coche antes de separarse.
—Bueno, te dejo aquí. Ahora yo me voy a casa a ducharme y a descansar un poco, hasta que llegues tú.
Mientras cruzaba la calle, Munir metió la mano en su bolsillo y tanteó el manojo de billetes, incrédulo, pero eufórico.
Se dirigió directamente al café bar de la playa donde él y sus tres amigos —Yafar, falso guía también; Yasín, licenciado en derecho sin trabajo pero hace de limpiabotas para encubrir su oficio de contrabandista de licores y droga y un profesor de español, en paro también— solían gastar el último dírham tomando un par de cervezas antes de perderse en un cine para comer su bocadillo del día, cebar a alguna putita errante o terminar presos en una batida de policía.
—¡Eh, amigos! —les gritó con voz estentórea y viendo que faltaba vino y cerveza, añadió—: ¿Os quedasteis sin ninguna perra gorda o qué?
Yafar era flacucho y lívido, de tez macilenta, los ojos febriles. Pelo encrespado. Su ceja derecha estaba dividida por una visible cicatriz, una antigua cuchillada propinada por un rival a causa de una chica que ambos cortejaban y que él le arrebató. Le quedaban solo dos dientes en las encías superiores, por tanto fumar y beber.
Yasín parecía al borde de una depresión nerviosa.
El profesor era más apuesto y agradable en sus ademanes.
—¡Caramba, Munir, no hay quien te reconozca! —exclamó este, fijándose incrédulo en la ropa nueva que ostentaba su amigo.
—Acercaros, viejos y pobres amigos míos. Sentémonos aquí. Pedid lo que queráis. Comida y vino. Hoy os invito. Por fin soy un hombre feliz y rico.
Y les contó todo lo sucedido, en una narración digna de un héroe griego.
—¡Mirad! —aulló luego sacando y mostrando el fajo de billetes, como un prestidigitador, para eludir cualquier duda—. Me prometió otros tantos y mucho más…
—¡Por los cuernos de la luna! ¡Increíble aventura! —canturreó Yafar radiante—, espero que no nos estés contando zarandajas o monsergas. Pues yo sigo con la cara hecha un cisco y las cervicales una trifulca —recordó lo que acababa de comer Munir y añadió sintiendo escozor en el estómago—: Y tengo un hambre punzante y atroz y llevo tres meses sin ir al Hamam. Como sabes —lloriqueó con voz catártica y traviesa—, trabajo a duras penas para comer un día sí otro no. Esto es la hostia, tío. Estoy desgarbado y desvaído, buscando por allí hogazas de pan que comer a secas. Ayúdame a ser como tú, joder, Munir. Ten piedad de tu viejo amigo.
—Enhorabuena, gran bandido —vociferó bobamente Yasín, terminando su bocadillo de una sentada—. Una mujer como esa, con un marido como ese, es capaz de irse hasta el infierno con tal de encontrar a alguien que la satisfaga. Quizá lo de las excursiones sea solo un señuelo y lo que le interesa es un hombre joven y fuerte para embestirla tres veces al día… Te ayudamos los tres a cepillarla si quieres. Seguro que aceptará estar zampada por un triángulo, no el de las Bermudas, sino el de nuestros falos.
—No seas tan soez, hombre —le reprochó el profesor.
—Voy con ella a Marrakech y prometió procurarme los papeles para emigrar. Se puso loca como un animal cuando la llevé a ese bosque.
—Lo tuyo es una dádiva —tartamudeó Yafar, taimado—. Daría todo por encontrar a una semejante multimillonaria que me saque de esta asquerosa ciudad donde nos asfixiamos a todos los niveles y de mi mohoso y provecto destino y me haga sentir en el paraíso. Hasta prometo ser su esclavo para cualquier perversión sadomasoquista. Envidio a los que lograron emigrar. ¡Tantas tías y tanto dinero tendrán ahora los hijos de puta! Y yo aquí abandonado y tirado como una mierda.
—No seas tenebroso ni insultes, hombre —recalcó el profesor—. Culpa a tus padres que no te dieron una educación adecuada, en vez de criticar. Conozco a espurios y mamarrachos en peores condiciones que lograron dirimir su desdicha. Emigraron, estudiaron y volvieron al país a contribuir a su desarrollo, como buenos compatriotas. Sé optimista y realista, hombre.
—Bueno, bueno —contestó Yafar con voz rezumando frustración—. Dejaros de sermones y no me saquéis de quicio. Ya sabéis que no soy ningún haragán ni uno de esos ímprobos que se enfangan en sucios arroyos. Por cierto, casi lo olvido: ¿os acordáis de esa tosca y vieja turista, Juanita, que conocí en el puerto? Ahora me promete un billete para América.
—Olvídala, idiota —sentenció Munir—. Algo bueno o nada, tío. Lo primero que tienes que hacer es desembarazarte de tus harapos, ir a ver a un dentista y dejar de hacer porquerías con tu amigo Abdeslam. ¿Acaso crees que no sabemos lo que hacéis en el café Hafa, de madrugada? Eso lo prohíbe la religión y la razón. Verás cómo empezarán entonces a interesarse por ti las tías. Mírate en un espejo, mierda. Vistes como un vagabundo y tienes la boca hecha un asco. Toma, te presto 400 dírhams pero has de prometerme devolvérmelos en cuanto te salga un chollo. Transfórmate física y moralmente y acércate mañana al mediodía a Correos y te enseño cómo cebar a una tía.
Yafar le arrebató los billetes de un tirón, incrédulo.
—Eres un puto ángel, Munir —ladró como perro herido pero complacido—, Te lo agradezco de todo corazón. Eres un tío con pelotas. Seguiré tu ejemplo. Podré hacer de jardinero en el chalet. Sé dónde queda la casa.
—No me hagas la pelotilla, ¡Idiota! Que somos amigos. Lo del jardín se lo comento a Alicia esta noche.
—Lo que no hay que hacer —observó el profesor—, es gastar a troche y moche.
—¿Qué significa eso? —preguntaron al unísono.
—“A troche y moche” —explicó el profesor con lozanía—, es una locución castellana que equivale a decir “en todo momento o de cualquier manera”. Así puede decirse, por ejemplo, de una prenda de vestir, que es usada a troche y moche, aunque también se le aplica otro significado usándola en el sentido de “manera absurda e irreflexiva”.
—¡Vaya enciclopedia estás hecho, macho! —puntualizó Yasín—. Te conocemos como profe nuestro de español, pero no sabíamos que eras erudito también.
—Sin embargo tú y Yafar me decepcionáis mucho con ese vocabulario tan vil que utilizáis. Yo os enseño un español que os permita comunicar educada y adecuadamente con la gente cuando paséis el Estrecho. Munir, en cambio, se expresa como se debe. Y no se mete en política.
—Te lo concedo, profe —confesó fríamente Yafar, sintiéndose culpable—, he de dejar de leer esas revistas que me trae Abdeslam de Ceuta.
—Oye, profe —preguntó a su vez Yasín, algo intrigado—, ¿cómo te las arreglas tú para sentirte feliz?
—¡Evitar problemas de cualquier índole! ¡No meterse en líos! Para mí la felicidad no depende del dinero sino de pocas cosas sencillas. Fijaros en Alicia y su marido. Él, pese a la fortuna colosal que tiene, es inválido; ella, pese a su belleza y juventud, es desdichada y mal correspondida. Una pareja con mucho dinero pero lastimosa y triste. ¿Acaso viven mejor que nosotros? Vosotros tenéis lo que ellos no tienen: salud, libertad, paz. Sin embargo os sentís desdichados, porque pensáis equivocadamente encontrar el Dorado en España. Yo en cambio voy a visitar mañana a mi abuela y a disfrutar de la paz del campo. Me llevo conmigo a Kundera y a Kant.
—Yo quisiera volver al “camino recto” que es tener fe y practicar la religión —declaró Yasín intimidado y con ojos acuosos, luego añadió escéptico, dirigiéndose al profe—: ¡Pero por qué es tan difícil ser un buen musulmán! ¡Acatar los cinco preceptos y cometer luego atrocidades de toda índole en la vida!
—¡Tienes razón! Pero, hombre, primero empieza con esos preceptos y Dios te enseñará el buen camino. En cuanto a los hipócritas, pues están bien descritos en el Corán y el castigo que les espera es abominable. Olvídate de ellos y practica tu fe.
—No me dores la píldora. Lo veo difícil, con la vida perra que llevo en este mundo malvado —exclamó Yasín, malhumorado—. No creo llegar nunca a practicar, teniendo en cuenta el contrabando de alcohol.
—Por lo menos evita emborracharte en días sagrados, como el 1 de Muharrám, el año nuevo musulmán, que es la fecha en que se recuerda la vida de nuestro Profeta y la emigración que hizo a Medina.
—No te preocupes, estaba yo enfermo el jueves pasado y no bebí ni forniqué.
—¡Dios mío! ¡Ni conoces nuestras fiestas religiosas! —estalló enfadado el profe—. ¡Esa era la fiesta de Rabi´al Awal, el nacimiento de nuestro amado Profeta y no el año nuevo, Yasín!
—Bueno, no me marees más con tu sabiduría. Ya pensaré en ello cuando salga de esta pesadilla de vida. De momento solo pienso hacer dinero e intentar cruzar el Estrecho. Pasemos ahora a lo más importante: mañana se casa la hija del rico carnicero Carracho.
—¿Y qué? ¿Vas a decirnos que estás invitado? —preguntó Yafar con desprecio e ironía.
—¡Qué poco seso tienes, mocoso de mierda! En una boda como esta las mujeres lucen alhajas y collares de mucho valor. Conozco al hermano de la novia. Le proporciono de vez en cuando droga y whisky. Me pidió ayer una cierta cantidad para el evento. Le propuse ayudar en la fiesta y aceptó, sin adivinar mis intenciones cleptómanas. ¡Haremos de camareros! Con solo una joya de ésas nuestras vidas perras están solucionadas: sobornaremos a la autoridad por lo del pasaporte, compraremos el visado y, en un abrir y cerrar de ojos, estaremos en Algeciras, con Munir, si la puta esa lo despide, o sin él, si se larga con ella.
—Me apunto —exclamó Yafar, con los ojos lanzando chispas—. Aprovechando el hurto me pondré a oler carne femenina como un tigre, tocar algunos culos bajo esos caftanes estrechos, besarles a las niñas esas finas manos con henna y esos ojos pintados con kohl y llevarme al sótano a alguna de esas viejas reprimidas y enloquecidas.
—A ti solo te gusta el aquí te pillo, aquí te mato, maldita sea. Con esta rapiña yo en cambio le compraré por fin a mi madre un cordero para celebrar la fiesta del Sacrificio que es dentro de poco. Desde que murió mi padre en la cárcel por narcotráfico, hace diez años, nunca comimos esta carne ni nos reunimos toda la familia para celebrarlo. Ni siquiera pudimos celebrar la pequeña fiesta de final del Ramadán.
—Pues en esta boda, como en las demás, habrá toda clase de comida —puntualizó Munir, interesado—. Nos pondremos las botas. Comeremos como camellos para recuperar tiempos de hambruna: cuscús hecho con sémola, carne, verduras, cebolla caramelizada, pasas y miel; tayines con estofado de pollo o carne de vaca con muchas especias, almendras, ciruelas y limón; kebab o carne de ternera, aceitunas machacadas y hortalizas; mechuí de cordero y no olvidemos los dulces, chebakías, Zarqa, de almendra, miel, hojaldre…
—Cállate, hijo de perra, maldito cocinero internacional —gimió lastimado Yafar, parpadeando—, que se me está haciendo la boca agua y tengo el estómago revuelto. Maldito el día en que mi padre me trajo a este mundo miserable: jamás le perdonaré este crimen. Ni me casaré para perpetrar esa experiencia de mierda.
Sin hacerle caso, Munir se volvió hacia Yasín y dijo:
—¿Y crees que despojar a esas gallinas será pan comido?
—Será fácil cuando la fiesta esté en su apogeo. Las mujeres mientras bailan solo prestan atención a los hombres que las miran, viendo en ellos a sus futuros pretendientes maridos. Cualquiera que sea la danza (ahidous, altissint o ahouash), hombres y mujeres marcan el ritmo golpeando en el suelo, revoloteando y mariposeando alrededor de las mujeres, arrastrándolas a la pista. Es cuando entramos nosotros en la escena. Después de la cena los camareros suelen participar también en estos bailes, cosa habitual, ya tarde en la madrugada. Bailamos, y mano a la obra.
Yafar, que apenas entendió el discurso del profe sobre la felicidad y menos aún la perpetración del atraco por Yasín, en parte porque estaba muy obsesionado por sus cervezas y bocadillos, declaró con sus aniñadas facciones que contrastaban con sus maliciosos gestos:
—Bueno, chicos, no jodáis la marrana y dejémonos de filosofía y de religión, cuentos chinos ambas, y celebremos este victorioso e histórico momento brindando por Alicia la Hermosa, nuestra salvadora, por el robo del siglo y por nuestra emigración definitiva y sin vuelta.
Los cuatro amigos apuraron las aceitunas deshuesadas, la ensalada aliñada y otros bocadillos. Se pusieron luego de cerveza hasta el cuello, todo ello bajo la ensordecedora música Raí cantada por Cheb Amrou.
Luego se perdieron, somnolientos pero contentos, en el bullicio de la ciudad mítica.
***
Cuando Alicia se separó de Munir, en vez de dirigirse, como lo dijo, a su casa, torció a la izquierda, en dirección opuesta y pisó el acelerador rumbo al hotel Alibaba que se ubicaba en las afueras de la ciudad.
Cuando llegó, subió precipitadamente las escaleras y llamó tímidamente a una puerta. Alguien le abrió y la dejó entrar. Era un hombre alto, corpulento, y con un físico desagradable. Tenía el rostro acartonado y desencajado; parecía más bien una regadera, por no pegar ojo por las noches. De aspecto estrambótico, era de esos moros machistas, posesivos y ególatras. Estaba de morros hasta el culo.
Sus ojos se oscurecieron y su expresión se volvió depredadora. Le pasó los brazos alrededor de la cintura, mientras le hablaba, la atrajo hacia sí y le chascó un beso salvaje y vulgar, mordiéndole el labio superior y estrujándole el prominente pecho.
—Pensé que me gastaste una barrabasada —sentenció el gorila en tono conminado y curvando los labios descaradamente—, te vapulearía gustoso con algunos bofetones en tu hermoso trasero si no fuera porque primero he de saber lo del programa de esta noche. Son ya las ocho, putita mía descerebrada.
—Me haces daño, Hasán —lloriqueó ella para distender el ambiente—. ¡Pero si ayer, cuando te conocí, hicimos el amor toda la noche y ahora sigues hambriento! Deja que te cuente, luego nos duchamos y pasamos al dormitorio. Ten paciencia, hombre.
—De acuerdo —dijo liberándola, impaciente—, no te andes con rodeos, ¿encontraste a nuestro chivo expiatorio?
—A eso voy. Como convenimos, fui en busca de un guía simulando interesarme por las excursiones y las explicaciones históricas. Escogí a un tal Munir Benhayún a quien prometí dinero, papeles y sexo. Le conté lo de mi marido. ¡Menuda cabezonería tiene ese pobre ñoño! Perdió el raciocinio al instante. Cayó en la trampa como una liebre. Como ves, la primera etapa ha concluido bien.
—¿Y la segunda?
—Picó en el anzuelo. Se le ha puesto la cara de ancha cuando le dije que podía poseerme. Trepará el muro a las once, media hora después de que llegues tú. Entrará en el salón por la puerta trasera de la cocina. Tú saldrás a su encuentro y le disparas a quemarropa, luego pasas al dormitorio y le asestarás a mi marido un culatazo con el busto de Napoleón que está sobre la chimenea. No sufrirá. Estará bajo somnífero. Limpiarás el arma y me la das a mí para dejar yo mis huellas en ella, luego imprimirás las de Munir en el busto, situarás su cadáver en la habitación de mi marido y desaparecerás en la noche, después de forzar la cerradura de la puerta trasera para simular un robo con fractura. Luego reaparecerás, junto con otros agentes, para investigar el caso. Yo os diré que disparé a Munir en legítima defensa.
—¡Como sabes cocinar historias! O sea, tu versión de los hechos es la siguiente: atraída por unos ruidos sospechosos, coges la pistola, sales de tu habitación, te metes en la de tu marido y, viendo cómo un peligroso ladrón estaba asesinando al inválido para luego matarte a ti, disparas aturdida y luego llamas al sereno para que avise a la policía y es cuando entro yo en la escena para maquillar el crimen de tu marido en un mero robo.
—Eso es. Pasaré un par de semanas en Barcelona, haciendo de luto y gestionando la herencia y luego te recogeré y volaremos a Tahití, porque tengo chalet allí.
—¿No será mejor matar primero al inválido y luego al guía? —aconsejó Hasán, en su calidad de inspector de policía.
—Imposible. Porque: ¿quién nos garantiza que el chivo idiota acudiría a la cita sin falta?
—Eres bestialmente genial. Piensas en todo. ¿Cómo cobro yo?
—Como acordado. La mitad mañana y la otra al volver yo de Barcelona. Más tu mes de vacaciones en Papeete conmigo.
—Bien, admiro tu razonamiento. Perfecto. Ahora desnudémonos y pasemos a lo más bestial.
—Deja que me arregle en el cuarto de baño, hombre, que huelo a sudor.
Alicia se acercó a la cómoda. Sacó un neceser. Se miró al espejo, se maquilló delicadamente e hinchó su cabellera rubia, levantando ligeramente su pelo con sus finos dedos. Contempló sus ojos, reflejados en el espejo, escrutó largo tiempo la mirada y en su mente irrumpió de súbito la imagen de Rodrigo, su verdadero amante. El plan era perfecto: primero matar a Munir, endosándole el asesinato. Necesitaba al policía para una coartada perfecta. Luego justo al llegar a Tahití, Rodrigo se encargará de matarlo, para realizar debidamente el crimen perfecto. Alicia pensó asesinar a Hasán inmediatamente después de que este matara a Munir. Pero la policía ataría cabos y se darían cuenta que los dos hombres no formaban banda ni eran de la misma clase social. Y las pistas la incriminarían más tarde. Pensó también en dejar vivo al policía pero temió ulteriores chantajes. Llevar a Hasán al otro lado del mundo y hacerle desaparecer era una idea genial.
“Mientras tanto, he de soportar a este otro moro asqueroso que, como la mayoría, no para de escupir al suelo y eructar como un camello —recordó Alicia, repelida—. Por razón dicen que un moro siempre es moro aunque cague oro”.
Hasán interrumpió sus pensamientos al entrar y acercarse por detrás. Procedió a desnudarla raudamente. Hacía un calor insoportable en la habitación y ambos se sintieron liberados cuando se pusieron debajo de la ducha fría, antes de echarse en la cama sin secarse, como dos recién casados disfrutando de luna de miel. Ella enlazó sus brazos detrás de sus hombros y fingió pasión ciega por él. Él bajó los suyos hacia sus caderas y la besó. Sintió que su boca estaba húmeda, sus caricias candentes y sus movimientos febriles. Se acostó ella bocarriba con las piernas abiertas y flexionadas, apoyando sus brazos detrás de los hombros de él. Luego elevó sus caderas y se posó sobre las piernas flexionadas de él. Empezaron a jadear de placer, pero el estropicio de la música enmudeció el eco de sus bestiales ruidos, mientras que sus cuerpos se desmadejaban hasta confundirse.
Munir trepó el muro del chalet y saltó al otro lado. Contornó el jardín y llegó hasta la puerta trasera de la vivienda, que era la de la cocina, tal como se lo había explicado Alicia.
Subió los peldaños y alcanzó la puerta. La empujó ligeramente. No estaba cerrada con llave. Esperó un momento en la oscura cocina y, temiendo derribar algún mueble, se desplazó lentamente, vislumbrando un pasillo que pensó le llevaría al salón donde, creía, estaba esperándole Alicia con los brazos abiertos, tras dejar dormido a su inválido marido, para que ambos emprendieran el camino hacia el séptimo cielo.
La imaginaba ya cabalgándole a horcajadas y la espera se le hizo más larga. Oyó que una puerta se abría y pensó que la hora de la dicha había llegado. Por un momento tuvo la corazonada de que un ruido provenía de la cocina y no del salón donde suponía que estaba Alicia. Se le erizó el vello y contuvo la respiración para comprobar que sus oídos no le traicionaban. El ruido provenía en efecto de la cocina y no del otro lado del salón: alguien entraba por donde él había entrado. Se apartó a un lado e intentó agudizar la vista. Vio confusamente la silueta de un hombre avanzar también a tientas hacia donde él estaba, poniéndose también de medio lado para no tropezar con los muebles. Las cortinas estaban todas descorridas y las puertas correderas anchamente abiertas. Se le aceleró el pulso. Notó que el corazón le martilleaba en el pecho, amenazando con salirle de la boca.
Era el amante gorila de Alicia, el policía, que llegaba con puntualidad, mientras que Munir había llegado mucho antes de lo estipulado.
De repente los dos hombres se enfrentaron con asombro y pavor en sus rostros. Munir pensó un momento en huir.
Pero de nada le serviría. Alertarían al sereno y el perro haría su trabajo de carnicero.
Se sintió metido en la boca del lobo.
Su instinto de conservación le instó a defender su pellejo.
El gorila sacó una daga y tendió el brazo en dirección del guía. Este se agachó, luego se irguió. Simuló darle un puñetazo con la izquierda, pero proyectó su puño derecho y alcanzó en la cara al policía. Este se arqueó en dos, su sien dio de pleno contra la chimenea y cayó de bruces. Pero, como en las películas, se enderezó pronto, pasó el cuchillo en su mano izquierda y alcanzó al guía en la pantorrilla derecha, pero este, en vez de gritar de dolor, se echó atrás, topó con una silla y la cogió para defenderse.
El gorila se abalanzó como un toro sobre él y ambos cayeron al suelo donde iniciaron una frenética lid.
Hubo finalmente un gemido de dolor, un ruido de fractura y un desgarramiento áspero, como cuando penetra un cuchillo en un cuerpo blando. Reinó el silencio.
En ese preciso momento apareció Alicia con la pistola en la mano, atraída por el ruido, creyendo que el policía se había caído al tropezar con algún mueble.
—Hasán, Cariño, ¿me oyes? Has derribado algún mueble y te caíste —rechistó la mujer en la oscuridad—, aquí tienes la pistola. Cógela antes de que llegue el moro.
A Munir se le heló la sangre en las venas. Necesitó tres largos minutos para entender el mensaje de Alicia. Comprendió horrorizado que aludía al ahora yaciendo inerte a su lado.
Su cerebro se puso a funcionar como dinamita. Entonces lo entendió todo de súbito: ambos querían maquillar el asesinato del minusválido e involucrarle a él en el crimen.
Viendo que nadie la contestaba, Alicia buscó el interruptor e inundó de repente el salón de luces.
Cualquier mujer habría enloquecido al descubrir lo que vieron en aquel momento los ojos desvaídos de Alicia: el cadáver de Hasán con el cuchillo hincado en el pecho y con los ojos vacíos, desorbitados y fijos, en vez del cadáver de Munir, acribillado a balazos.
Pensó que aquello era una pesadilla: vio a Munir, con el busto de Napoleón listo a atacar. Vio a su inválido de marido que se había despertado inesperadamente como por arte de magia, arrastrándose en su silla de ruedas, buscando una respuesta a aquel alboroto de demonios.
Se miraron los tres atolondrados.
Se sintieron traicionados, cada uno a su manera: Alicia, tragando saliva penosamente, vio su plan desmoronarse como un castillo de naipes. El marido, con la mirada glacial y llena de rencor, entendió dolorido el comportamiento criminal y adúltero de su mujer. Munir se sintió profundamente despreciado y engañado. En sus ojos había también odio y rencor.
En los tres rostros había, además, pánico y confusión. Sorpresa e impotencia. De repente se puso ella a apuntar con la pistola a ambos hombres, anonadada y sin saber qué solución escoger.
Luego todo ocurrió rápidamente. El viejo inválido, comprendiendo que ambos querían asesinarle, presionó el botón que ponía en marcha la silla de ruedas e inició una precipitada y loca carrera por el pasillo para chocar contra Alicia, con intención de agredirla.
Esta retrocedió, horrorizada, tropezó contra un mueble y disparó sin querer.
El primer disparo taladró sus tímpanos, perforando un mueble. El segundo alcanzó al inválido en la garganta. La tercera bala le perforó el ojo izquierdo. Murió al instante.
Viendo lo ocurrido, apretó con rabia el gatillo y disparó contra Munir, alcanzándole en el hombro derecho. Este gimió de dolor, agitó el busto y lo lanzó con todas sus fuerzas contra ella. La alcanzó en la cabeza. En la sien. La potencia del choque la derribó al suelo y le sacudió violentamente el brazo, haciendo que disparara mecánicamente dos veces, alcanzando a Munir en la frente y en el vientre.
El hombre cayó fulminado.
El ángulo del zócalo del busto debió hundirse profundamente en el cráneo de Alicia porque un impresionante chorro de sangre empezó a brotar y a extenderse sobre la alfombra.
De pronto, todo quedó en silencio.
Fuera y al otro lado del chalet, el sereno y su perro continuaban enigmáticamente dormitando sin inmutarse.
Al día siguiente alguien perturbará el silencio y la paz en que ahora reposaban los siniestros chivos expiatorios.
Pero, ¿qué contarán el sereno y los amigos de Munir a la policía? ¿Cómo podrá esta reconstruir los hechos en su cronología real?
Puede que con la versión de Yafar, la policía concluiría al allanamiento de la morada por Hasán, el policía, quien, al sorprender a los dos amantes, desencadenaría los trágicos acontecimientos. Pero la reconstrucción de los hechos por la policía científica marroquí demostraría después totalmente lo contrario. Los amantes tendrían que ser Alicia y Hasán, quien estuvo allí por razones sexuales. En efecto, según las huellas, fue Alicia quien disparó contra Munir y su marido, quienes descubrieron el adulterio y fue precisamente el guía quien mató a Hasán y a Alicia, por robar.
En este caso Yafar estaría en una posición embarazosa.
Delictuosa, cuando se sepa la conexión de ambos con el contrabandista Yasín…
La tercera versión podría ser: el inválido, sospechando adulterio, contrata a Munir y/o a Hasán para desembarazarse de Alicia.
¿Podría la policía barajar una cuarta versión?
La más obvia: Yafar, al descubrir sorprendido la matanza y suponiendo que fuese inteligente, se pondría unos guantes, borraría todas las huellas, desplazaría los cuatro cadáveres, poniéndolos en lugares tan dispares como para confundir y enmarañar todas las pistas, tras lo cual se llevaría la fortuna de la pareja, tanto en dinero como en bienes.
Y Yasín podría perfectamente ser su cómplice.
Pero para lograr este milagroso y afortunado golpe del siglo tendría que preceder al sereno que suele llevar leche y periódicos al inválido a las 10 de la mañana.
Está el perro también.
Pero topar con un quinto o sexto cadáver no es de extrañar en este caso.
Seguro que el lector adivinará el verdadero fin de este macabro relato si toma en consideración el papel que en él juega Rodrigo, el séptimo chivo expiatorio.
Su llamada telefónica al chalet, como reacción al silencio de Alicia, desencadenaría implacables e insostenibles sospechas para la policía.
“Si me ves en Tánger, salúdame, pues puede que me quede y te ame…
¡Puesta de sol, luna amarilla!…
El cielo tangerino se está hechizando ahora, y yo he vuelto a amarte…”
FIN
©Relato: Ahmed Oubali, 2021.
Título inicial: Chivos expiatorios.
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