Muerte en las hamacas- Relato esencial

El inspector Hughman regresa a Solo Novela Negra con el relato esencial ‘Muerte en las hamacas’

Muerte en las hamacas

El parque Lino volvía a ser la sede de un hecho delictivo en Blanca. Esta vez no se trataba del sector cercano a la ruta, desprovisto de luces y senderos demarcados, coto de caza para los amantes del sexo rudo y proveedor de contenidos para partes policiales; patrulleros y curiosos se agolpaban alrededor de la plazoleta de juegos infantiles, espacio dotado de farolas, enfrentado a las últimas cuadras de zona urbanizada. Se veían las vías del ferrocarril desde la avenida; doscientos metros más al este, crecía el volumen del monte y las vías se desviaban.

El inglés estacionó detrás de la ambulancia forense. La gente agolpada no era tanta, el horario ayudaba. Siete de la mañana, buena luz; Hughman dedujo que varios de los vecinos se habían despertado por las sirenas policiales. Vestían sin cuidado, algunos no se habían peinado. Permanecían sobre la calzada, sin intentar avanzar, conformes con su platea. El inspector avanzó con tranquilidad, acercándose al tobogán de chapa pintado de rojo y amarillo. Allí estaba el jefe de calle; Martínez Rossi era el hombre indicado para pedirle un parte, sin inmiscuirse en las tareas de la policía científica.

—Inglés.

—¿Cómo va? Lindo lugar para dejar un muerto. ¿Qué se sabe?

—Vas a poder echarle la mirada en unos minutos, los chicos están entretenidos con la sangre y las pisadas. Ellos no tienen apuro —terminó la frase señalando a dos jóvenes, cubiertos por delantales verdes; los auxiliares de la morgue. Ambos estaban concentrados en las pantallas de sus teléfonos, sentados sobre un sube y baja, manteniéndolo horizontal.

—¿No ha venido Trimpetti?

La ausencia del médico forense en un asesinato era un dato extraño; el amante del humor negro prefería echar siempre una primera mirada in situ. Martínez Rossi extrajo los cigarrillos de su campera de jean; por el aliento cargado, no era el primero de la mañana. O, más bien, no sería el último de la noche; los ojos rojos del policía eran elocuentes.

—Ni idea qué pasa con el doctor. Está Uffenchi dirigiendo las cosas.

—¿De qué se trata?

—Homicidio. Por una vez, no es una mujer.

Las mujeres asesinadas eran quienes aparecían en sitios peculiares; a los hombres, cuando se los mataba, se los mataba en su casa. Pero la referencia explícita hizo pensar al inglés que había algo más.

—¿Algo para señalar?

—Le cortaron la verga y los huevos.

Hughman sintió que había cometido un exceso de optimismo al descender sin su abrigo. Abril los venía tratando bien pero se acercaba la temporada de llevar la camiseta térmica como epidermis artificial. Dejó fumando al colega y regresó al Focus. Advirtió que el coche requería un lavado, tenía manchas chorreadas, mezcla de lluvia y polvo acumulado. Supuso que el caso no llegaría a la brigada de investigaciones; el corte de los genitales señalaba un motivo sexual, encontrarían con facilidad a los culpables entre las relaciones de la víctima.

Con la campera colocada, Hughman aguardó. Un nuevo vehículo se sumó a los coches estacionados. El fiscal de turno, el doctor Tornelli, descendió y sonrió al inglés. Tornelli era el fiscal favorito de la policía, casi un empleado más de las comisarías. Tras el saludo, el inglés le refirió lo poco que sabía. Caminaron juntos sobre las piedrecillas de la plazoleta, se acercaron a la zona de las hamacas donde se congregaban los hombres que tenían la leyenda científica en las espaldas de sus uniformes. Dos hombres y una mujer; saludaron a los recién llegados y continuaron en lo suyo. En las cercanías, otros uniformados no científicos daban vueltas, miraban el piso.

A Tornelli le bastó un somero vistazo al cadáver para recordar que su obligación era informarse de boca del oficial a cargo; fue hacia el tobogán, Uffenchi y Martínez Rossi conversaban allí. Hughman, en cambio, efectuó un análisis del cuerpo que tenía a la vista; la ausencia del forense lo obligaba a generar su propia información preliminar.

El hombre estaba desnudo, los brazos atados a las cadenas que sostenían la hamaca. La cabeza hacia abajo, el cuerpo inclinado hacia adelante, sostenido por los nudos, hechos con hilo para atar chorizos. Las piernas, abiertas, mostraban la amputación. Sangre en los muslos y en el vientre, más sangre en el piso, pero no había muerto desangrado; le habían disparado en la frente. El agujero era pequeño, calibre chico; habían apoyado el arma contra el hueso, tenía chamuscados los bordes internos de la herida, no el exterior. La primera conclusión de Hughman fue que lo habían asesinado allí mismo, tras torturarlo.

Los enfermeros se acercaron con la camilla y la bolsa negra, tras la seña de un perito. Hughman los instó a detenerse un segundo, necesitaba acercarse para comprobar el avance del rigor mortis; maldiciendo al forense ausente, comprobó que en los miembros inferiores aún no se había fijado. Tampoco notó livideces; estimó la muerte en menos de tres horas atrás. Lógico, antes habría gente circulando, clientes y travestis que regresaban a casa. El hombre había sido asesinado entre las cuatro y la cinco de la mañana, el médico sería más preciso; por el momento, al inglés le bastaba con esa presunción para manejarse.

Observó detalles; piel clara, manos cuidadas, pelo corto, inicio de barba. Suficiente, no le revisaría el culo para ver si lo habían violado. El inglés permitió que los enfermeros retiraran el cadáver, y se reunió con el fiscal y los oficiales.

—Inglés, este caso va para la brigada. El teniente me dice que no han identificado al muerto todavía.

—Los vecinos no oyeron nada. —agregó el aludido.

Mentira, quienes vivían enfrente debieron escuchar el disparo. A menos que utilizaran un silenciador, en ese caso ya no podría hablarse de un crimen pasional sino de un ajuste de cuentas disfrazado de tal. Como no podría impugnar los testimonios de gente poco inclinada a confiar en la policía, apartó la frustración que el proceder de la población le provocaba; exigían resultados sin prestar un mínimo de colaboración.

Los cuatro hombres comenzaron a disgregarse. Hughman tomó el brazo del teniente antes que se apartara.

—Una pregunta, Uffenchi, ¿encontraron los genitales?

Martínez Rossi, que lo escuchó, se permitió una chanza.

—¿Pensás coleccionarlos, inglés?

Uffenchi respondió que no, desconcertado, tras festejar la broma del jefe de calle. Los cuatro fueron a sus coches. Hughman arrancó para la seccional. La falta de los miembros amputados le hizo pensar en un mensaje; alguien recibiría un regalo morboso esa mañana.

El comisario Bermúdez lo interceptó cuando marchaba hacia las oficinas del fondo; lo dirigió a la sala de interrogatorios grande. En la puerta, lo puso al tanto.

—Tenemos una mujer con una denuncia, está enloquecida, la lauchita Sinolfi trata de calmarla para poderle tomar declaración.

No entendió por qué debía ocuparse de recibir una denuncia en esa fase; tampoco el porqué de la intervención del mismo comisario. El segundo interrogante le fue respondido por su jefe antes de separarse.

—Tratala con cuidado, es amiga de mi mujer.

Cuando el inglés entró, se encontró a la agente Sinolfi pasando un brazo por la espalda de la denunciante, una mujer en sus cuarenta años con un bolso aferrado sobre las rodillas. La mujer alzó el rostro al oír la puerta; algo en los ojos claros le dijo al inspector que había resuelto buena parte del caso del parque Lino.

Como si la presencia masculina ofreciera otras garantías, la mujer se sentó más recta, se limpió con un Kleenex y colocó la cartera sobre la mesa. Sinolfi fue a su asiento favorito, detrás de la computadora. La mujer colocó ambas manos para abrir la cartera, como quien goza de la expectativa general para presentar un regalo. Hughman ya sabía de qué se trataba.

—Esto encontré junto a la puerta cuando fui a salir para la escuela.

La señora abrió la cartera, sacó una bolsa plástica y la colocó sobre la mesa. Bañados en sangre, los genitales masculinos. Hughman oyó el roce de una silla contra el piso; Sinolfi, colocándose una mano en la boca para no vomitar en el camino, escapó corriendo de la sala.

—¿Está casada?

—No.

La mujer apoyó la espalda en el respaldo, en la actitud de quien se prepara a recibir un golpe. Tomó aire. Hughman sopesó las palabras pero debía preguntar lo inevitable.

—¿Amante?

La mujer tragó saliva y asintió. El inglés no consideró necesario preguntar si reconocía los genitales; en cambio, quiso saber si ese hombre era casado.

—Sí, está casado.

Sinolfi regresó justo para sostener a la mujer desvanecida. Hughman salió, buscó el concurso de otra agente, le ordenó llevar agua y alguna toalla. El caso se había resuelto; faltaba que la mujer diera los nombres implicados, Sinolfi se encargaría. Detenida la esposa asesina, confesaría, sin dudas.

Se acercó al despacho de Bermúdez para trasmitirle la novedad. El inglés tomó la decisión de interrogar él mismo a la esposa, cuando la llevaran, antes de pasarla a la fiscalía. Una mujer tan drástica despertaba su curiosidad; drástica y seductora, ¿cómo había convencido a su marido de ir al parque a las cuatro de la mañana? Quizá el hombre no había concurrido por propia voluntad, quizá ella utilizó un narcótico para reducirlo y cargarlo hasta allí; es fácil inyectar a quien duerme a tu lado, tanto como ofrecerle un brebaje antes de dormir.

Cuando golpeó a la oficina del jefe, Hughman era un hombre feliz, había descubierto que vivir solo tenía sus ventajas; si el señor del parque pudiera hablar, le diría lo mismo.

Texto: © Juan Pablo Goñi Capurro, 2018.

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