La cambiapieles

OLGA MÍNGUEZ PASTOR| Elche

 

Se sirvió la segunda copa de ginebra con hielo mientras la televisión seguía susurrando al fondo. Procuró sentarse con cautela, cuidadosa de no arrugar el camisón de raso blanco que vestía. Ese mes, la temática era femme fatale y, como siempre, no había dejado ningún detalle sin marcar. Faldas de tubo ajustadas, tacones de aguja, labial rojo y melena rubia ondulada. Incluso al caer la noche, entre las mudas paredes del anónimo apartamento de alquiler, prefería seguir mimetizada con su personaje. Que no existieran ranuras por las que su verdadero ser se pudiera colar y nadar hacia la superficie. De todas formas, llevaba tanto tiempo sin ser ella misma, que no sabría cómo hacerlo. Cambió el canal del televisor. Saltaba de uno a otro cada diez minutos exactos. Ya habían pasado seis horas. La policía tendría que haber encontrado el cadáver. Tampoco le sorprendería que no lo hubiera hecho; la primera vez que mató, se tardaron tres días en hallar el cuerpo. Pero, ahora, todo había cambiado. Ya no era aquella prostituta menuda, prescindible, cuya vida —o muerte— no importaba a nadie. Ahora, era la asesina más buscada de los últimos seis meses, la que, puntual, cada treinta días, abandonaba el cadáver de un hombre en la habitación de cualquier hotel. Su puesta en escena, tan rigurosa como la preparación previa: droga diluida en alcohol para adormecer sus reflejos, genitales amputados con un arma blanca, catorce puñaladas desde el vientre hasta el pecho, y cuatro letras escritas con pintalabios carmín en la frente. P-U-T-A. Lo que a ella le llamaban esos mismos hombres cada vez que la sometían entre las sábanas. Se mojó los labios con la ginebra sin apartar la vista de la televisión. Casi se había terminado la copa, y sabía que las ganas de una tercera la terminarían venciendo. No debería emborracharse. El mes moría, y el nombre de su víctima ya estaba tachado de la lista.

Una lista escrita con tinta púrpura, en esa libreta de tonos pasteles, adolescentes. Lo que era ella cuando su madre la vendió por primera vez a cambio de una mugrienta dosis de heroína. A aquella noche, le siguieron muchas otras. Entró en un círculo donde cada cliente se le quedaba grabado en el pecho, como una grieta invisible que le ajaba el corazón. Daría media vida por saber los nombres de todos los hombres que buscaron sus servicios, pero siete años daban para demasiadas noches, para demasiados lobos que devoraron su piel y su interior. No podría matarlos a todos, así que iría a por aquellos que se convirtieron en habituales de su cuerpo. A esos los podría encontrar con relativa facilidad. Subió el volumen del televisor. Ya lo habían encontrado. Con el rótulo de última hora parpadeando en la pantalla, el enviado especial relataba como la policía acababa de hallar el cadáver de un hombre de cincuenta años de edad, en la habitación de un motel, a las afueras de la capital. Los signos evidenciaban que era otra víctima de La Cambiapieles. Así la venía llamando la prensa desde hacía cuatro meses. La Cambiapieles. El sobrenombre aludía a su capacidad para transformarse. Sabían que era una mujer, que había sido —o todavía era— prostituta, y que aquellos hombres estaban entre sus clientes. Pero las mujeres de la calle no tenían contratos ni firmaban facturas, con lo que el perímetro donde buscar era bastante elevado. Se bajó los tirantes del camisón, dejando que se deslizara a través de su cuerpo. Con el pie izquierdo, lo apartó lentamente. El cadáver ya era público, así que la femme fatale había cumplido su cometido. Solía esperar a que la policía encontrara a la víctima antes de renunciar a un personaje. Cada mes, cada nombre de la lista, exigía una mujer diferente. Dejó la copa de ginebra sobre la mesa y se metió en la ducha. Tenía que lavar su identidad, frotándola con fuerza, abandonándose al chorro de agua caliente que amenazaba con quemarla de gravedad. Algún día sufriría las consecuencias de no nivelar la temperatura del agua. Por el momento, solo había padecido rojeces y dolores puntuales un par de días después del ejercicio de purificación. Se tumbó en la cama, desnuda. Le dolía la mano derecha. El esfuerzo por las catorce puñaladas le había abierto la muñeca. Podría parecer ensañamiento con las víctimas; por lo general, a la cuarta puñalada ya dejaban de respirar. Peor para ella, el número tenía un significado particular. Catorce. La edad que tenía la primera vez que un cliente la engulló, en el mismo día de su cumpleaños. No lo había vuelto a celebrar desde entonces. El frío le erizaba la piel, pero no estaba dispuesta a vestirse. No todavía. Tenía que decidir su próximo personaje, su próxima identidad. La mujer que embaucaría al siguiente nombre de su lista durante un mes; la mujer que tejería, discreta, una tupida tela de araña a su alrededor, pegando su ropa y su piel a ella. La mujer que le cortaría los genitales sin anestesia, para rematarlo con su viejo —y algo oxidado— cuchillo de pelar verduras. La mujer sin rostro definido, sin identidad, sin sentimientos y sin futuro. La mujer que cada mes debía copiar una piel ajena porque, a esas alturas de la vida, ya era incapaz de vivir dentro de la suya propia.

 

Texto © Olga Mínguez Pastor- Todos los derechos reservados

Publicación © Solo Novela Negra- Todos los derechos reservados

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