El sarcófago- Relatos cortos

La escritora Gloria Martín se estrena en SNN con «El sarcófago», un relato no apto para lectores claustrofóbicos.

El sarcófago

Esto es lo más parecido a un sarcófago, pensó. Es como si me fueran a enterrar vivo. Total, por un ridículo tumorcito en el riñón del tamaño de una lenteja.

Los médicos son los peores pacientes, siempre se ha dicho, pero él era especialmente sensible al encierro de cualquier tipo, y también a la absoluta inmovilidad que le exigía aquella prueba, por la que nunca había pasado. Le indicaron que se tumbara boca arriba en la camilla. El sarcófago le esperaba bajo el pomposo nombre de resonancia magnética.

Conocía a las dos enfermeras. Las conocía muy bien, puesto que había tenido con ellas sendas aventuras. Bueno, en realidad, aventurillas sin importancia, que duraron justamente lo que habían tardado ellas en ponerse pesadas con lo del enamoramiento. La rubia, la que le estaba poniendo ahora la vía en vena con suma delicadeza, era una de esas gorditas dicharacheras de grandes pechos, que siempre se abotonan la bata justo en el ojal siguiente al que señala el comienzo del canalillo. La otra, una morena anoréxica, con aire gótico y un poco masculino, le colocaba, también con suma delicadeza, una placa bastante pesada sobre el tórax. Después le puso unos auriculares. “¿Le apetece oír música, doctor?” “Sí, claro”, le contestó él. “Ya sabe, doctor, le iremos dando instrucciones”. Mientras tanto, la gordita dicharachera, tras inyectar el contraste, retiraba la goma que había atado a su brazo. Y siguió la morena: “Ya sabe, doctor, esto durará más o menos media hora y ha de permanecer completamente inmóvil” (le estaba poniendo nervioso aquella estúpida, con el “ya sabe, doctor”). Deslizaron la camilla al interior, como cuando se introduce un fiambre en el frigorífico del depósito de cadáveres. La sensación de angustia fue inmediata, y estuvo a punto de apretar el timbre que habían puesto en su mano izquierda (“ya sabe, doctor…). Pero aguantó, como suele decirse, “como un jabato”.

Enseguida comenzó a sonar una inoportuna versión rock de “Este lugar es la muerte”, y le dieron ganas de salir corriendo. De todas formas, la canción de marras y todas las que vinieron después se veían continuamente interrumpidas por el ruido del ventilador y repiqueteos intensos. Al cabo de unos minutos llegaron “las instrucciones”. Las daba la morena gótica. “Tome aire, expúlselo, no respire…respire”. Al principio se lo tomó como un ejercicio que le distraía de la claustrofobia. Pero cada vez que las instrucciones se repetían, tardaba más en llegar la palabra “respire”. “Coja aire, expúlselo, no respire…”. Silencio. Ahh, aquella imbécil permanecía en silencio y él obedecía sin saber por qué, hasta que no podía más y boqueaba con el ansia de un pez agonizante en la cesta de un pescador. Se estaba poniendo más nervioso de la cuenta, lo sabía, intentaba concentrarse en la música, en los ruidos de aquella máquina infernal, pero cada vez que sonaba la voz de la enfermera, dándole las instrucciones, tomaba aire, lo expulsaba y esperaba aterrorizado la orden de respirar. Hubiera sido muy fácil desobedecer, pero la absurda sospecha de que las dos mujeres estaban jugando con él a un juego tan absurdo como diabólico, le paralizaba la voluntad. Estaba en sus manos. No, qué tontería, ¿iba a ser tan estúpido de auto asfixiarse, solo porque la mujer no pronunciara la palabra “respire”? Cuando saliera de allí se iban a enterar aquellas putas de quien era el jefe de neurología. Tranquilo, se repitió una decena de veces, tranquilo, tranquilo. De pronto, la voz sonó de nuevo a través de los auriculares, tras unos cuantos golpetazos que parecieron esta vez hacer vibrar el techo del sarcófago, como si fuera a estallar. Pero la voz no era la de la morena gótica, sino la de Adela. ¿Qué hacía su mujer allí? ¿Qué hacía su mujer allí con aquellas dos sicópatas? No le dio tiempo a responderse. Adela le dijo “toma aire, cabrón”, y él, obediente, tomó aire, y el humillo blanquecino que entró en aquel instante en el sarcófago le invadió los pulmones en pocos segundos. Cerró los ojos. Aquella sensación de bienestar, de abandono, era lo más parecido a los minutos que siguen a un orgasmo.

“Chicas, ya está hecho”, les dijo Adela a las enfermeras.  

Texto:© Gloria Martín.   

 

 

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