El cuarto cerrado (Hughman) por Juan Pablo Goñi

El comisario Bermúdez, chomba verde del pingüino con milimétricos listones blancos, asomó por la puerta anodina y buscó referencias entre el personal y los vecinos agolpados en la vereda. Al ver a Hughman, su cara cambió; lo llamó con gestos ampulosos, en tanto la sonrisa se extendía hasta los mofletes. Desapareció en el interior de la vivienda del barrio siciliano sin aguardar el ingreso del inspector.

          El inglés se abrió paso, lo siguió Corelli, compañero de turno en la brigada. En el pasillo, volvió a ver al jefe de la primera.

          —¡Esto es lo tuyo, inglés! —exclamó Bermúdez, y lo condujo al interior de un cuarto de paredes amarillo huevo.

          Hughman contuvo la carcajada; el teniente Uffenchi se había rapado la cabeza, parecía un huevo con ojos, a tono con el cuarto. Lo vio tan entusiasmado como al comisario. Dos hombres de la científica buscaban huellas. Habían retirado el cadáver y la ventana estaba abierta de par en par, pero el hedor en la habitación era vomitivo. Corelli se cubrió la nariz con un pañuelo descartable.

          El cuarto era casi espartano. Un ropero antiguo cuyas puertas cedían, cama de plaza y media, quizá hecha a medida, mesa de luz, un velador. Pudo estar igual en los años cincuenta, nada más moderno había  la vista. Sobre el cobertor a cuadros en tonos pastel, un hueco hundido mostraba el sitio donde encontraran a la víctima, una anciana de noventa y seis años.

          Bermúdez se colocó junto a la ventana. Uffenchi repitió lo que el inglés ya había oído camino a la casa.

          —Tu especialidad inglés, como anillo al dedo. Un caso de los que tienen a patadas en Londres.

          El misterio del cuarto cerrado era un tópico recurrente de la literatura policial del siglo XIX, continuado por otros cultores en el siglo XX. Pero los colegas actuaban como si en verdad se hubieran producido las historias narradas por Conan Doyle y otros. Ni qué hablar de los textos de Gastón Leroux o Poe, que ni siquiera eran ingleses.

          Hughman no se preocupó en corregirlos; había aprendido que en Argentina era tarea imposible convencer a quien se creía dueño de una verdad, por más falsa que fuera y por más documentos que demostraran lo contrario.

          —La mujer fue apuñalada en el corazón, el cuchillo le travesó el pecho, apenas quedó el mango. Casi la traspasa. La puerta estaba cerrada con llave, desde adentro, hubo que romperla para entrar. La ventana, cerrada también, la persiana baja. Un misterio, inglés, ¡un misterio!

          ¿Le parecía a él o lo festejaban como si fuera un gol de campeonato? Había una mujer muerta, una familia dolida, ¿qué le sucedía a sus colegas? Hasta Corelli le dio una palmada, como felicitándolo.

          —Es un poco como volver a Londres por un rato, ¿no?

          A Londres volvería, de no haberse acostumbrado tanto a la carne, al vino tinto y al sol. O si se hubiera reconciliado con los suyos, que continuaban sin hablarle desde su venida a la Argentina. Ni un telegrama por la muerte de Alicia le habían envidado, pese a que se los comunicó.

          —Fijate Corelli, tu jefe se emocionó.

          Hughman retornó al presente. Poco que hacer allí si no estaba el cadáver ni el arma homicida. Preguntó quién estaba llevando los datos; lo derivaron hacia Cora Dolys, Bermúdez la quería probar en la Brigada.

          Nada más contrastante con la fetidez y la muerte que el cuerpo brioso de la rubia Dolys. Se había sentado en un sofá de la sala, tapizado en tela azul, con flores amarillas y rojas. Hughman miró dos fotos de la repisa antes de dirigirse a la compañera interina; Corelli se pasó una mano por el cabello y se sentó con Cora. ¿Las fotos? La clásica de boda, blanco y negro, peinados arcaicos. La otra, en colores: una joven de veinte años que podría considerarse bonita de no ser por cierta afectación en las líneas rígidas del rostro.

          —¿Qué tenemos, Cora?

          Tenía hojas desacomodadas que intentaba ordenar en una carpeta; lo suyo no era trabajo de archivo. Llevaba los rulos recogidos, uniforme de fajina; ellos iban de paisano.

          —Angélica Casalde, noventa y seis años, viuda. La llevó Trimpetti para hacerle la autopsia, nos dijo que tiene por lo menos una semana muerta.

          Una semana, triste destino de los solos; Hughman ahuyentó las asociaciones, era su propio estado civil.

          —Dos hijos fallecidos. Uno tuvo descendencia. Le dio una nieta, de cincuenta años, la que vino,  y dos bisnietas, una de treinta y la otra de veintidós.

          ¿Por qué una sola foto si había dos bisnietas? Por el peinado, la foto de la joven no tenía diez años.

          —Esa es la mayor.

          Rápida para interpretar la Dolys, había captado la duda del inglés.

          —La hija se mostró…perdón, la nieta, digo, se mostró poco afligida por la pérdida, diría.

          Una semana sin noticias, ¿qué aflicción podía simular?

          —Las bisnietas viven lejos, en Buenos Aires y en Córdoba. Después, lo de siempre, los vecinos no escucharon nada.

          Lógico, habían utilizado un cuchillo.

          —Uno llamó porque lo tenía a mal traer el olor a podrido. Estaba cerrada la puerta de calle y la del cuarto, según el agente Chiozza.

          Uffenchi y Bermúdez aparecieron cuando Cora terminó de brindar el resumen que pocas pistas aportaba. Bermúdez hizo un gesto con el mentón hacia la policía, como si el inglés necesitara que alguien le dijera que estaba muy buena.

          —Ya lo dije, inglés, todo tuyo. Estuvo Frisón, un pibe nuevo de El Tiempo, medio novelista, estaba chocho con el tema.

          El inglés no precisó preguntar, el comisario seguro había compartido los datos con que contaban, tan fascinado con el asesinato como Uffenchi —y la mayoría de los efectivos que merodeaban el lugar, intuyó—. Imaginó que esa mañana cada bar, cada almacén, cada despensa, cada oficina, se nutriría de criminalistas aficionados que encontrarían la explicación al gran misterio. Maldita fama de Sherlock Holmes que lo hacía ver como el investigador ideal para el crimen.

          Cora acabó de reunir las hojas y cerró la carpeta. Se puso de pie.  Corelli le miró el culo sin disimulo. Al inglés se le acumuló el fastidio por el jolgorio impropio que reinaba en la casa con el disgusto de trabajar con Coreli y la incomodidad que siempre suponía la presencia arrolladora de la sexy star de la comisaría. Un caso de mierda; la referencia a Inglaterra lo había hecho caer en un pozo melancólico desde el vamos y estaba rodeado de ignorantes que pretendían que sería pan comido para él. Bufando, caminó hacia la puerta a paso vivo. Cora y Corelli estuvieron pronto a su lado, en la vereda.

          —¿Ya lo descubriste y vas a buscar al asesino?

          La expresión de Corelli era tan estúpida como su pregunta. Cora quedó atrás, estudiando el estado de sus borceguís. Otro dilema; el inspector los hubiera enviado con gusto a efectuar alguna diligencia, pero Cora nunca lo perdonaría después de pasar horas en compañía del detective

          —Corelli, vamos por partes.

          —Dijo Jack — agregó el susodicho en alusión a Jack el Destripador; más referencias londinenses para incrementar el fastidio del inspector.

          Hughman prefirió ignorar el comentario.

          —Quiero que dirijas el interrogatorio a los vecinos —alzó la mano antes que Corelli interrumpiera—.Quiero saber quiénes venían a ver con frecuencia a la anciana.

          —Entiendo, querés entrenar sin testigos a la compañera nueva.

          Corelli le guiño un ojo, echó otra descarada mirada a Cora Dolys y fue a reunirse con los efectivos que cuchicheaban en el frente de la casa.

          —Cora, traeme a Chiozza.

          La aludida, un tanto sorprendida por el trato imperativo, fue a cumplir las órdenes. El inglés se propuso serenarse; estaba reaccionando en exceso. Los estímulos lo enervaban, sí; no entendía ese clima de fiesta, como si hubiera habido una parición y no un crimen, pero debería evitar que lo superara si pretendía hallar al culpable, objetivo que intuía complicado.

          Cora regresó con un uniformado de veintiséis años, de pelo pajizo, que caminaba echando el pecho adelante. Chiozza efectuó una venia, Hughman pasó.

          —Decime, ¿cómo entraron ustedes, si las puertas estaban cerradas?

          —Bueno, la de adelante, como puede ver, estaba medio podrida, le di con el hombro y cedió. Entramos, nos dividimos, y, cuando Marisa pegó el grito, corrí a la habitación… y ya vieron lo que había.

          —¿Marisa?

          —Marisa Ruiz. Ella fue la que entró, pero cuando yo llegué, vi que estaba la cerradura cerrada, o sea, el coso gordo afuera. Calculo que entró empujando como yo, la petisa es más fuerte de lo que parece.

          Marisa Ruiz, la mujer más parlanchina que Hughman conoció en la vida.

          —A ver si entiendo. Marisa encontró el cuerpo.

          —Afirmativo, inspector.

          Detrás, Cora Dolys tenía el entrecejo fruncido, también olía algo raro.

          —¿Por qué quedaste vos declarando?

          —Por lo obvio, in… inspector —casi dijo inglés, se frenó antes de abusar de la confianza del superior—. Las mujeres son de estómago delicado, no quería que estropeara la escena del crimen.

          ¿Por qué no le asombró al inglés encontrar otro machista en las filas policiales?

          —Y vos llegaste y viste el pestillo pasado, ¿sin llaves?

          —La llave estaba del lado de adentro. La mandé a Marisa al patrullero, para que de aviso y haga guardia.

          El inglés lo despidió antes de perder la poca paciencia que mantenía. Quiso hablar con Cora, no estaba. La vio cuando empezaba otra ronda de insultos mentales. La contundente rubia se había adelantado, venía con la petisa Ruiz, a quien se le sacudía el cabello atado a la espalda; parecía un perro moviendo la cola. Igual de feliz estaba el rostro.

          —Marisa, supongo que debés estar harta de preguntas pero necesito repetirlas.

          —¿Qué preguntas, inspector?

          —Los interrogatorios, ¿acaso…?

          —A mí nadie me preguntó nada, Chiozza me mandó al patrullero, hice los llamados, me puse de custodia y, cuando llegaron los demás, el teniente Uffenchi me mandó de nuevo a la patrulla.

          Inconcebible, nadie había interrogado a quien halló la puerta cerrada, confiados en la versión del machito. El inglés tomó aire como para tener reservas por un mes.

          —Bien, llegaste al cuarto y encontraste la puerta cerrada, ¿cómo la abriste?

          —Uf, no me haga acordar el olor a porquería que había ahí. ¿La puerta, dice, cómo la abrí? ¿Cómo la voy a abrir? Manoteé el picaporte y abrí.

          —¿Cómo que manoteaste el picaporte, no tenía llave?

          —No, estaba sin llave, la llave estaba adentro.

          El inglés dio un puñetazo a la pared de la casa. Marisa consultó a Cora, la rubia alzó los hombros.

          —Tu compañero dice que la llave estaba del lado de adentro y que estaba corrida la falleba, como si estuviera cerrada con llave…

          —Ah, eso fue porque de los nervios, me puse a jugar mientras esperaba a Chiozza. O sea, no a jugar, jugar, digamos para divertirme. Tenía la llave en la mano, abrí y cerré, abrí y cerré, de los nervios, ¿sabe?

          Hughman alzó la mano, la chica obedeció y caminó entre los curiosos, insegura; no la había enviado a un lugar determinado. Volteó para mirar al inglés; tenía el semblante rojo, los rasgos crispados. Prefirió buscar otro jefe que le dijera qué hacer.

          Cora se acercó a Hughman, callada.

          —Cuarto cerrado, manga de imbéciles —el inglés se mordió para no utilizar palabras más groseras.

          La rubia sonrió.

          —Tiene su lado bueno, ¿no? Si es un asesinato común…

          —¡No le toca a la brigada!

          Hughman reprimió el abrazo que Cora merecía, los hombres no dejaban de echarle un vistazo a la colega y no lo verían como un festejo amable. En cambio, le alzó el pulgar y fue a ver a Bermúdez, entretenido con una mujer de la policía científica. Tenía razón la Dolys, el caso había terminado para ellos. No hacía falta un inglés, bastaría cualquier policía para atrapar al pariente que se había cargado a la anciana. Al comisario no le gustaría, pero es sabido que buenas noticias para unos, para otros malas son.

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