DEMONIOS de César Augusto villamizar

Era el quinto cigarrillo que el inspector Granda se fumaba en menos de diez minutos, mientras ingería whisky de un pequeño vaso de vidrio. Siente que el alcohol se le subió a la cabeza. Sus ojos comienzan a cerrarse de manera lenta y se cabecea en el sillón donde hace una hora está sentado.  Suspira e introduce su mano derecha al bolsillo de su desordenada camisa azul. Saca la fotografía de la chica de 18 años que hace horas desapareció y es buscada activamente por las autoridades. La mira fijamente y se entristece un poco.

Juliana Molina, estudiante de 18 años, es la quinta chica que desaparece en la ciudad, donde el pánico comienza a apoderarse de padres y ciudadanos en general. Las otras cuatro tienen al menos dos semanas que no se sabe de ellas

Raúl Granda, un experimentado investigador policial de 50 años, experto en caso de desapariciones y raptos de la Policía Científica, está al frente de este caso. Cierra los ojos y hace una mueca en su rostro.

“Te atraparé pronto, maldito”, expresa en voz baja y se dispone a encender el sexto cigarrillo.

Inhala tres veces y se levanta del sillón. Se dirige a su habitación, donde duerme solo desde hace casi tres años, luego que su ex esposa e hijos decidieron marcharse de la casa.

Cuenta con los dedos de la mano derecha… ¿Cinco? ¿Van cinco?, afirma.

Revisa la peinadora y, sin despejar la mirada del espejo, toma con su mano derecha las fotografías de las otras cuatro chicas.

“Diana, Estela, Lina, Claudia y ahora Juliana”, expresa, al tiempo que observa, una por una, las gráficas de las desaparecidas.

Sonríe con los labios de medio lado. Mira fijamente a Claudia, la de mayor de edad del grupo, de 28 años, madre de una niña de siete años.

Siente una fuerte conexión con aquella joven, rubia, alta y de cuerpo esbelto. Vuelve a sonreír. Acerca la foto a sus labios y la besa dos veces seguidas.

Ya conoce a cada una de las jóvenes. Tiene clara idea de sus gustos, de sus relaciones, sus estudios. Sabe de sus placeres, sus novios, sus gustos. Siente una fuerte confianza con ellas, como si las conociera perfectamente.

En segundos, en su mente desfilan los rostros de aquellas chicas. Dos rubias y tres morenas claras. Dos altas, dos medianas y una bien bajita y muy delgada: Estela, de 22 años, tan diminuta que los investigadores que llevan el caso la bautizaron “La chiquilla”.

Recuerda las pláticas con los dolientes de esas mujercitas y el clamor y las lágrimas de todos.

No soporta las ansias y saca del bolsillo de su camisa la cajetilla de cigarrillos. Enciende uno. Sigue pensando y aprieta sus labios tras cada inhalación.

Granda cierra los ojos y sonríe una vez más, pero, de repente, frunce el ceño y voltea su mirada hacia la diminuta ventana de la habitación. Se acerca a ella, se agacha y observa al rancho de madera situado al fondo de la casa, a unos veinte metros de la casa.

Cuando hace planes para acostarse en la cama matrimonial, su teléfono celular suena dos veces.

El viejo policía se extraña y mira su reloj de mano, el cual indica que es la una de la madrugada.

El teléfono timbra dos veces más y decido tomarlo. Observa que es su jefe, el comisario Alberto Meléndez, un funcionario muy exigente y celoso con sus responsabilidades.

—Dígame, jefe… responde Granda.

—Inspector Granda, le tengo noticias del caso de las niñas desaparecidas. La fortuna nos acompaña. “La chiquilla” logró huir de ese maldito. A pesar del trauma vivido, la flaquita pudo echar el cuento. Sabe exactamente donde es la guarida del bandido ese. El muy desgraciado las violó y las mantiene encerradas, pero venga a la comisaría para que converse con ella.

Una fuerte palidez se instala en el rostro de Granda. Sus ojos engrandecen y, en el acto, culmina la llamada. Deja hablando a solas a su jefe.

El sueño se le espanta al veterano policía. Apaga con sus dedos pulgar e índice de su mano derecha lo que queda del un cigarro.

Está pensativo. Frunce el ceño, se acomoda la camisa manga larga y se la abotona a toda prisa. Toma la pistola automática, que está en la mesa de noche. La acomoda en su cinto del lado izquierdo.

Está temblando. Traga grueso dos veces. Su mirada luce perdida.

“Te llegó la hora, desgraciado. Te voy a volar los sesos. Es lo menos que te mereces”, afirma, con voz temblorosa, el veterano policía.

Camina con lentitud hacia el rancho de madera. Piensa con rapidez los detalles del escandaloso caso.

Se acerca a la puerta del rancho. Saca de su bolsillo derecho tres llaves. Una para abrir un candado grueso con cadena. La otra para otro candado de la puerta y la tercera para la cerradura de esa puerta.

Abre con rapidez. Enciende la luz. Cuatro chicas están maniatadas y amordazadas, sentadas con las manos hacia atrás. Apenas se escuchan quejidos llorosos.

Granda, enmudecido, mira hacia el rincón donde estaba Estela y se percata que se ha desatado. Sube la mirada y los barrotes están alterados.

— ¡¡Silencio..!!; grita el inspector Granda. Las muchachas, temblorosas y llorosas, se miran unas con otras.

Transcurren varios segundos. Granda mira a las chicas, una por una. Traga grueso una vez más y levanta bien la cabeza.

—Muchachas: desde este momento están libres. Quien les hizo daños y les causó dolores pronto pagará. Como si fuera un final de solo novela negra, exclama, ante la mirada de asombro de las mujeres.

Saca la pistola del cinto con su mano derecha. Se la lleva a la sien del mismo lado. Las chicas gritan con fuerza. El disparo suena de manera estruendosa.

El cuerpo de Granda queda tendido bocabajo a poca distancia de las atadas, quienes lloran al unísono. Sus sesos están esparcidos en el piso.

Afuera, se escuchan las sirenas de las unidades policiales. El comisario Meléndez, quien encabeza la comisión, escucha el disparo y corre al fondo de la casa acompañado de sus subalternos. No tardan en llegar.

El jefe policial mira el cadáver de Granda, mientras que sus funcionarios se encargan de las secuestradas.  Cierra los ojos y se lamenta.

“Este pobre hombre tenía muy pocas alternativas. Escogió la menos vergonzosa. Sus demonios que lo acabaron”, sentencia Meléndez.

 

Relato: César Augusto Villamizar, 2020.

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