De estos barrios aquellos pueblos de Yolanda Patricia Almeida Rodríguez

         Hace varios años que no volvía a mi pueblo natal. No por nada, le tengo un cariño especial, pero no creía que fuera sensato volver al lugar donde cometí dos violaciones y maté a cuatro hombres. Supongo que en cuanto me vean no van a recibirme con agrado ni con una fiesta, que por otro lado sería lo más lógico siendo yo el único del pueblo en labrarse una vida fuera de él. El único que ha visto más mundo que cuatro ovejas y un trozo de tierra con cinco tomateras. No se lo echo en cara, faltaría más. No me voy a poner exquisito. Como tampoco voy a tener en cuenta el vacío que se ha hecho cuando me he montado en el autobús.

     La única que me ha saludado ha sido Juliana, la hija de la panadera. Pobre muchacha. O no se ha enterado de mis antecedentes y de lo que podría llegar a hacerle en un callejón mal iluminado o es que es una kamikaze. Lo primero lo dudo, salí en el periódico varios meses, es lo que tiene ser el famoso del pueblo, no solo eres carne de chisme sino también de periodistas y en un pueblo todo se acaba sabiendo tarde o temprano. Eso es lo malo de delinquir, te acaban pillando. Tenía que haberme ido a la capital, habría sido lo más sensato por mi parte ahora que lo miro con distancia. Pero tampoco tenía dinero para irme, no habría podido permitirme un piso en el centro, con lo caros que están los alquileres… Por no decir el precio de la luz y su crecimiento ascendente. Ciento cincuenta euros ha llegado a costar el kilovatio ayer. No es que esté enterado, lo estoy leyendo ahora mismo en el periódico que tiene abierto Javier, el carnicero, página diez. Pues eso, ¿cómo iba a poder independizarme? Treinta años y sin trabajo estable, sin pareja, sin ahorros… No puedes marcharte así como así. Y da igual que hayas estudiado dos carreras y hables cuatro idiomas. En el pueblo no hay oportunidades para un superdotado como yo y en la gran ciudad tienes que pelearte por ser camarero, ya ni siquiera por ser Trade Manager, no, no. Por ser camarero o dependiente de una tienda. Que es lo que le pasó a Juliana. Se fue a estudiar al extranjero y al final acabó volviendo al pueblo, a ordeñar vacas con su padre. A veces les habla en inglés por aquello de no perder el acento y el vocabulario. No me extraña, no tiene a nadie más con quien practicar, a nadie más, hasta ahora que vuelvo yo, el otro joven del pueblo porque aquí la media de edad no pasa de los 60 años.

      Por cierto, se me habían olvidado los baches. Ya veo que el ayuntamiento sigue sin arreglar la carretera que lleva al pueblo. Menuda vergüenza. Con Fustiñano esto no pasaba. Qué tiempos aquellos en que yo delinquía de niño y él lo único que hacía era darme un par de tortas en la cabeza. Cosas de niños, solía decir.

     Me lo imagino ahora revolviéndose en su tumba después de enterarse que aquellas cosas de niños podían haber parado si me hubiese puesto un buen castigo. Que no digo que yo no tenga parte de culpa, faltaría más. Yo asumo mis faltas como cualquiera. Ya pasé mis años en la cárcel, pagué la indemnización e hice servicios a la comunidad. Soy un hombre totalmente reformado, pero no me negaréis que una torta a tiempo arregla muchas cosas. Ojo, que no estoy a favor de la violencia como solución. No como el carnicero que le acaba de meter un bofetón al hijo, merecido por otro lado. Que lleva todo el camino tirándole escupitajos a la vecina cotilla de mis padres, Fermina. Mujer como ya no las hay. De esas que se santiguan varias veces y van todos los domingos a misa, de esas mujeres que le caen mal a mi madre que no es ni santa ni lo quiere ser. Así le salí yo, un delincuente, superdotado, pero delincuente, al fin y al cabo.

     Fermina hace ya varias horas que cada vez que me mira se santigua. Debe de pensar que soy el mismísimo demonio encarnado. Allí en el pueblo todos lo piensan, hasta mi madre que no es creyente. Es la única explicación que han conseguido darle a mi episodio de locura transitoria como lo denominaron en el juicio. Como si se me hubiera ido la pinza, como si me hubiesen poseído y no hubiese otra forma de llamarlo. No soy ningún perturbado, qué manera de quitarle valor a todo lo que he hecho… Decían incluso que tanto estudiar me había matado algunas neuronas. Si es que me da la risa, tanto que acabo de pegarme una carcajada en medio del autobús. Hasta el chófer se ha girado a mirarme aún a riesgo de empotrarnos contra un árbol, lo cual habría sido lo más emocionante que nos habría pasado en todo el viaje. No, me río porque es que en el fondo tienen razón. Los estudios no es que me mataran las neuronas, me dieron pensamientos grandiosos de esos que no puedes tener en un pueblo como este. Porque seamos sinceros, ¿qué iba a hacer yo aquí con mis padres? ¿Internacionalizar sus almendras rellenas? ¿Su bienmesabe?

     Vaya, pues igual habría sido buena idea ahora que lo pienso. Mucho mejor que ponerme a violar y matar por matar el tiempo, nunca mejor dicho. Qué pena que no se me ocurrió antes. Pero bueno, el caso es que ese tipo de sueños no caben y mucho menos en donde yo me he criado. Si ya os digo que la única que lo ha intentado es Juliana con poca fortuna. Pobrecilla, en el fondo me da pena. Me mira con admiración, no me extraña. Seguramente piensa que he tenido buena vida y que vuelvo con ahorros, grandes historias y mejores ideas. Pero vuelvo con una bolsa de viaje, cinco euros en el bolsillo y tres años de cárcel en mi haber. Cosas de la ciudad, a los presos no les dan segundas oportunidades y menos con los delitos que uno ha cometido. El pueblo, mal o bien, acabará olvidándose de mí. Ahora el nuevo cotilleo es la no boda de Isabel. Menudo culebrón. Iba a casarse con su novio de toda la vida hasta que descubrieron que estaba embarazada del monitor del gimnasio. Eso les dará para una temporada, como mi vuelta que volverá a remover viejos fantasmas al menos por un tiempo. El suficiente hasta que me acomode de nuevo a mi casa, a las tareas del campo, al aburrimiento del pueblo… Hasta que comience a planificar otra vez mi próximo delito. Esta vez vengo con otras ideas, nuevos horizontes. En la bolsa de viaje traigo también un portátil y junto a mí, en el asiento contiguo viene mi novia, Olivia. He asentado la cabeza. Los dos tenemos grandes proyectos en mente: casarnos, tener hijos, hackear páginas web de instituciones financieras, tener nuestra propia casa… Perdón, ¿he dicho hackear? No, no. Crear, quería decir crear. Porque no os lo he dicho, mis carreras tienen que ver con los números y la ciberseguridad. Ahí hay un filón. Soy experto en la protección de la información de grandes instituciones, pero también puedo dedicarme a la ciberdelincuencia mientras ordeño vacas junto a Juliana.

     ¿Quién iba a sospechar de un chico tan bueno y reformado como yo?

 

©Relato: Yolanda Patricia Almeida Rodríguez, 2022.

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