CARÁTULA EQUIVOCADA (Hughman) por Juan Pablo Goñi Capurro
A eso de la medianoche solicitaron un investigador de la brigada, ¿quién otro sino Hughman estaría disponible? El inglés abandonó los planes de recrearse con viejos capítulos de Yes prime minister, una de las series británicas a las que volvía en sus jornadas nostálgicas. Se colocó una campera vaquera, liviana. En Blanca, la primavera era una fantasía, de un día invernal se pasaba a uno veraniego sin escalas. Esta vez, tocaba clima cálido, para su beneplácito.
La acción era cercana, al sur del cementerio; seccional primera, donde se asentaba la patrulla rural. Hughman condujo con tranquilidad. Repasó lo que le habían informado. Cuatro muertos, una familia completa, hallados en su casa; las sospechas de envenenamiento habían provocado que pidieran el concurso de la brigada. El cabeza de familia era el turco Melián, dueño de una barraca cercana al predio de la sociedad rural. Además, habían muerto su esposa y sus dos hijas. No había signos de lucha ni de entrada forzosa a la vivienda. Fin del parte recibido.
Cruzó la avenida Tres Pinos, pasó delante del cementerio y del barrio peligroso que nacía a continuación. El alumbrado público era tenue en la zona. Recorrió dos cuadras y giró a la derecha, alejándose del río. En la primera encrucijada advirtió la fachada de la parroquia San Lucía; se rumoreaba que pensaban reabrirla pronto. No precisó revisar la dirección en el celular; a mitad de la cuadra siguiente, la aglomeración de patrulleros le señaló su destino.
Estacionó en la esquina y caminó treinta metros. Se detuvo, un tanto sorprendido; no esperaba encontrar una casa tan grande en ese barrio. La estudió desde la vereda opuesta. Dos plantas, garaje para dos automóviles grandes. Frente rectangular en color grisáceo, ventanas con persianas enrollables en el interior. Muchas luces encendidas en el frente.
Se acercó a los uniformados reunidos en la calle; no los conocía, algunos rostros le resultaban familiares y poco más. En la primera casi siempre trataban con la patrulla rural, por el tema de los abigeatos. Saludó, recibió una tibia respuesta. Notó la camioneta de la policía científica y algunos autos particulares; identificó el coche de la fiscal Nostrela y el de Trimpetti. Si el forense había decidido aparecer en la escena del crimen, el turco Melián debió ser una persona importante.
Distraído en esa observación, le llegó un diálogo sostenido a sus espaldas.
—¿Avisaron a los parientes?
— No sé si el comisario dio la orden, tenían que averiguar en qué ciudad están.
—¿Y los de acá?
—Acá no tienen, la única es la madre de Melián, está internada en terapia intensiva.
Hughman dejó de escuchar; se colocó guantes de látex y atravesó la puerta de madera de doble hoja. Ingresó en una sala amplia, pintada de blanco. Sillones bajos, televisor gigante, arreglos con flores secas, apliques modernos. Circulaban varios efectivos; distinguió al fotógrafo y algunas camperas de la policía científica. Identificó al comisario Pesci, el jefe de la seccional; sorteó una uniformada que hablaba por el móvil y amplió su perspectiva. Cerca de un esquinero, junto al comisario estaba la fiscal, de impecable pantalón negro y camisa ceñida, y, un tanto inclinado, Trimpetti. Hacia allí avanzó.
La fiscal Nostrela fue la primera en advertir su llegada, le dedicó una mirada sombría y una leve inclinación de cabeza. Tras los saludos, el comisario a cargo de la primera señaló hacia abajo. Hughman vio los cuerpos tendidos, rígidos. En la pared, como si se tratara de un oratorio, había una imagen de la Virgen María. No eran turcos sino descendientes de sirio libaneses, cristianos llegados a la Argentina cuando sus países fueron dominados por Turquía.
Estudió ligeramente los cuerpos. Una mujer, cerca de los cuarenta, caída sobre una mesa baja donde había velas, vasos y una botella de vidrio de diseño extraño; en la mano sostenía un rosario. El cuello de la botella estaba cubierto por una bolsa plástica, sellada con una cinta. Los cuerpos de las jóvenes, vueltos boca arriba, estaban sobre el piso, en tanto que el turco Melián estaba a medias en una silla. Sobre él estaba inclinado Trimpetti; abrió la camisa del muerto y giró hacia su selecto público.
—¡Inglés! Siempre temprano.
Hughman temió una descarga del ácido humor negro del forense; vestía un jogging oscuro, como si hubiera estado corriendo por el parque cuando lo llamaron —no podía descartarlo en ese personaje impredecible—. Por una vez, el médico se portó como un frío profesional.
—Fíjense, lividez aquí y aquí. Se la llama lividez paradójica, porque no se halla donde debería encontrarse, es decir, en el sitio donde se agolpa la sangre o donde está en contacto con algo.
El inglés estaba un tanto perdido, desconocía qué información habían adquirido los demás. Dado que nadie interrogaba al médico, se atrevió a tomar la posta.
—Doctor, por la rigidez, deben haber muerto hace unas cuantas horas.
—Claro, el señor llega tarde y me hace repetir todo. Cianuro, estimado inspector, si se atreve a oler esa botella detectará un seductor aroma a almendras amargas. El cianuro genera rigidez casi inmediata.
Trimpetti se permitió una chanza más al ver las manos enguantadas del inspector.
—Si se toma la molestia de mirar, verá que está todo cubierto con el polvo para levantar huellas. Llegó tan tarde, mi estimado Sir, que hasta la científica terminó su trabajo. Hasta luego señores, mañana haré la autopsia aunque desde ya les aseguro que han muerto por ingesta de cianuro contenido en el líquido que había en esa botella.
El médico se fue. La fiscal lo imitó; la encargada formal de la investigación no había dirigido una palabra a quien estaría a cargo, en la práctica, de efectuarla. Dejó que el comisario, como dueño de casa, lo pusiera al tanto.
—Es simple, Hughman, hay que determinar si se trató de un suicidio o de un homicidio. En ese caso, hallar al culpable. Ya mismo hablo con el teniente Peñaloza para que disponga que le brinden acceso a la investigación preliminar, los testigos y lo que necesite.
—¿Hay testigos?
El comisario detuvo su maniobra de huida; se lo veía cansado, con más ganas de dormir que de continuar allí. Hughman hubiera jurado que bajo el penetrante aroma de la colonia de afeitar se escondía un perfume más sutil, más femenino.
—De la hora de la muerte, aproximada. Estuvieron en el hospital hasta que les dieron el parte de terapia intensiva, la madre de Melián está internada allí. Eso fue a las ocho y media de la noche. A las diez, la madre tuvo una descompensación, creyeron que moría, y llamaron. A la casa, a los celulares, ninguna respuesta. Entonces el jefe de la guardia se comunicó preocupado y nos encontramos con este cuadro.
Pesci se apartó. Hughman descartó el suicidio; la familia había comido algo rápido y se había dispuesto a rezar por la enferma. ¿Sería agua el líquido? El inglés dejó esa sala donde podría organizarse un baile, y, a través de una puerta vaivén, ingresó en una cocina donde se podría cocinar para todos los bailarines. Sobre la mesada, en bolsas plásticas, había desechos extraídos del cesto de la basura; envases vacíos, restos orgánicos. Vio la vajilla dispuesta para lavar en el fregadero y poco más. En una bandeja, sobre la isla del centro, había papeles; eran varias facturas.
Un agente de la policía científica ingresó y empezó a colocar las bolsas plásticas en un bolso de tela. Hughman ojeó los papeles; uno le llamó la atención. Santería Santa Lucía decía el membrete; con bolígrafo azul y letra inclinada a la izquierda, se detallaba la compra: una botella de agua milagrosa del santuario de la Difunta Correa, San Juan.
El inglés efectuó una rápida asociación; en San Juan estaban los yacimientos minerales a cielo abierto, oro y plata. Abandonó la casa de inmediato. Por la hora, supuso que no encontraría la santería abierta. De todas formas, decidió pasar por el local a los efectos de ubicarlo. En la vereda se cruzó con dos camilleros que retiraban uno de los cuerpos; habían dado por terminada la etapa de recolección de pruebas y fotografías. Subió al coche y arrancó.
Para su asombro, el local de la santería tenía luces encendidas en el interior. Estacionó delante. Era un negocio pequeño, con la vidriera recargada de imágenes de santos, rosarios, velas y otros artilugios. En la puerta vidriada colgaba el cartel de cerrado. Hughman observó a un hombre en el interior; extraía objetos de una caja y los colocaba en una repisa. Golpeó el cristal de la puerta con las llaves del auto.
El hombre, morrudo, de negro cabello crespo, alzó la vista. Movió el dedo índice diciendo que no, luego señaló el cartel. Hughman insistió; apoyó la placa sobre el vidrio. El hombre abandonó la tarea y caminó, rengo, hacia el inspector. Giró una llave y le dio paso.
—¿Qué es esto? Estoy al día, el lunes le pagué al capitán Angelo.
Capitán Angelo. Hughman no había tenido tratos con él, debería tratarse del jefe de calle de esa seccional. Sin responder al sujeto, caminó sobre el piso de madera, resquebrajado y crujiente. Vio imágenes de vírgenes y santos, otras del gauchito Gil, de la Difunta Correa y más que no reconoció. De clavos colocados en las paredes colgaban rosarios y cadenas, había velas de diferentes tamaños y colores sobre repisas endebles.
En un estante ubicado detrás del deteriorado mostrador, encontró lo que buscaba; media docena de botellas con la misma forma extraña de la hallada en la casa. No llegaba a leer la inscripción en el cartoncito del estante, era mínima la luz, pero no tuvo dudas, debía ser el agua de la Difunta Correa.
—Dígame, esas botellas, ¿de dónde las saca?
El hombre titubeó. Reiteró la letanía que venía invocando desde que el inglés ingresó al local.
—Ya le dije, esta semana el capitán Angelo cobró, ¿no se pasan los datos entre policías?
El inglés sintió que le temblaban los labios.
—No me haga repetir la pregunta.
Era obvio que el hombre llenaba él mismo las botellas; eso no explicaba lo sucedido en la casa del turco Melián. Necesitaba sabe de dónde las sacaba para cerrar su hipótesis.
—Las botellas me las trajeron de San Juan, una veintena.
—¿Y usted las llena?
—Es cuestión de fe, no hago daño.
—¿Hizo analizar las botellas, las lavó?
El hombre encogió los hombros. El inglés dio un golpe a la cuarteada madera del mostrador, saltaron unas cuantas esculturas pequeñas de San Expedito y de San Antonio.
—¿Las revisó bromatología?, ¿las han analizado?
—No, ¿no le dije? Angelo se encarga de que bromatología no me moleste.
Hughman señaló la calle.
—Usted me sale ya mismo de acá. Y espera en la vereda.
El hombre protestó; una segunda mirada al rostro enrojecido del enfurecido inspector lo hizo cambiar de idea. Hughman se comunicó con la gente de la científica; quedaban dos trabajando en la escena del crimen.
—Necesito que vengan a la Santería Santa Lucía.
Les dio la dirección y precisó las botellas que deberían llevarse.
Se comunicó con la fiscal; le explicó sus deducciones, le habló de la necesidad de una orden de allanamiento y de tomar declaración al propietario de la santería. La fiscal asintió. Hughman lo lamentó por el juez de turno, la Nostrela no sería dulce para levantarlo de la cama.
Asqueado, salió a la calle para no destrozar la santería. El santero lo miró de reojo, estaba hablando por el celular, muy ofendido. La fiscal lo procesaría, él había suministrado el agua envenenada que mató a los Melián cuando se disponían a rezar. Seguro que el cianuro venía en esas botellas deformadas. Pero la botella nunca hubiera llegado a la sala de los Melián sin un cómplice necesario, el capitán Angelo.
Esa participación enervaba al inglés, de no ser por el colega una familia completa no hubiera perdido la vida. Si por él fuera, el caso se caratularía como muerte por corrupción. Y mejor no pensar la pena que aplicaría.
© Relato: Juan Pablo Goñi Capurro, 2019.
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