CALMA ETERNA por Fernando Gracia Ortuño

No es que hubiera estado muchas veces internado. En las pocas en que lo había estado, siempre se había encontrado con que en la habitación de al lado habían puesto al típico gritón con la voz destemplada, esa voz ronca de cazalla que lo martirizaba siempre y que no paraba en toda la noche. En su absurda pretensión de llamar la atención, ostentosa, vanidosamente, esa vozarrona terrible, no paraba de despertarlo una y otra vez cada vez que estaba a punto de coger el sueño. Justo cuando empezaba a dormitarse, la potente voz lo sacudía de repente, bruscamente, como si se tratara de un terremoto violento que lo dejaba sin aliento y con un leve ataque de ansiedad. Era indefectible. Siempre igual.

   Llegó a pensar que debería estar prohibido levantarse y armar semejante escándalo, como hacía aquel hombre. Pensó en ir a la pata coja hasta su habitación a quejarse, intentar hacerlo entrar en razón. Hablar con más gente, buscar algún tipo de complicidad. Pero no valía la pena, lo sabía. Y ni siquiera decírselo de buenas maneras cambiaría nada. Estaba en su naturaleza. No había solución. Las cosas eran como eran y se tenía que hacer a la idea.

   Además, sucedía algo muy curioso. Todas las enfermeras y el personal parecían no sólo tolerarlo en sus desmanes acústicos, sino que a veces incluso parecía como si lo agasajaran con algún premio cariñoso, alguna risa correspondida, o alguna broma de buen grado por estar fastidiando a todo el mundo que solo quería dormir tranquilo. Temor, a fin de cuentas, pensó. A lo mejor debería de hacer lo mismo. Pero no se vio con fuerzas suficientes como para cambiar tanto de identidad en su imaginación. Sería, además, una cosa forzada. Y temía que luego al final se le cayera la máscara y comenzara a gritar o incluso incendiar el ambiente con una pelea a golpes contra el maleducado de al lado.

   Lo acababan de operar de la rodilla. No dormiría. Más adelante quizás sí, cuando se hubiera largado el sujeto de la habitación de al lado. El gritón, lo más seguro, es que también dormiría, pero sus ronquidos retronarían espantosamente por toda la planta, por si no había habido suficiente con los gritos desaforados de salvaje que se cree el centro del cosmos hospitalario, cuando estaba despierto. Pensó que él mismo, de momento, era joven. Que estaba en plena forma, y que se curaría pronto. Recordó que la doctora estaba pensando en darle el alta, y se alegró de pronto. Paciencia, paciencia, se repetía.

   No había duda alguna: la enfermera lo había mirado con confianza. “Es la naturaleza”, le dijo sonriendo. Y él pensó: “como la de las bestias del arreo”. Aunque no lo vio, sabía con todo detalle cómo era el aspecto de su vecino de habitación. Como si lo hubiera soñado. En unos pocos días todo volvería lentamente a la normalidad, con sólo esperar.

   Esperar. Esperar…Estaba seguro de que, en su casa, en su propia habitación, lo volvería a escuchar días después, cuando se durmiera, y en su consciencia rebosarían de nuevo los espantosos gritos de salvaje llamando a la auxiliar, y todo retronaría de nuevo igual que entonces. Y el sujeto aquel lo despertaría por enésima vez en plena noche. Era indefectible. Como en la peor de las pesadillas posibles.

    Recordaría entonces sus manos de acero agarrotándose como garfios en el cuello abotargado, sudoroso, del hombre aquel; los espasmos furiosos, desesperados y mudos, al tomar consciencia de la situación, diáfana como un cristal, de su propia impotencia, de que en esos precisos instantes se le acababa todo, se le escapaba la vida; y la complicidad impune de la estancia vacía… Y los dos allí gruñendo, en medio de la noche, como dos salvajes que se odian a muerte sin conocerse de nada, uno de ellos, el más afortunado, poniéndole fin a la vida del otro, (así de simple, así de llano), cuando todas las auxiliares y enfermeras se hubieron ido a tomar un café al pequeño saloncito del personal.

    Y soñaría de nuevo, una y otra vez, y luego en su cama, cuando recordara mil veces, con fruición, las sacudidas, el rápido forcejeo hasta que le hubo partido el cuello al de la voz de cazalla… Ese crujido, ese crujido era para él como el sonido y el mantra de todos los elixires de la vida y de la belleza terrenal, del calor y de la exquisitez de las mejores cosas en este mundo, un sonido tan especial para él que lo llenarían y colmarían de felicidad hasta el último segundo de vida. Y en el silencio abismal que le seguiría, volvería a revivir su dicha. Sí, y luego, por fin, de súbito, nuevamente la calma, la calma, al fin y para siempre. Una calma eterna como la de las cumbres nevadas, lejanas, de las montañas.

 

Relato: © Fernando Gracia Ortuño, 2019.

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