‘Adiós verano’- Relato esencial de Juan Pablo Goñi

Desde Argentina, el escritor y actor Juan Pablo Goñi engrosa la nómina de relatos esenciales con su ‘Adiós verano’, protagonizado por el inspector Hughman.

Adiós verano

            Tenía las maletas preparadas cuando atendió el llamado de General Güemes; el comisario Venturini requería a todos los efectivos para dominar una sublevación. Hughman sospechó que su jefe circunstancial exageraba; último día a sus órdenes, no podía negarse. Adiós a los planes, quizá fuera mejor así, menos tiempo para despedidas. La idea original era entregar la habitación y pasar el día con Matilde, disfrutando sus horas finales antes de regresar a la soledad que lo aguardaba en Blanca.

            Descartó sacar el uniforme ya guardado en la maleta azul. Asumió que había decidido marcharse directo, una vez sofocada la supuesta sublevación; un simple beso y algunas lágrimas escondidas subrayarían el adiós a su amor de verano. Cargó las valijas en el baúl, arregló los papeles del hotel y se dirigió al barcito; Matilde estaba en plena faena, preparando los almuerzos. Se le ocurrió que también exageraba; la temporada había acabado, no podía esperar muchos comensales.

            El trámite fue breve, ¿qué podían decirse? Ella le acomodó el cuello de la camisa; iba con suéter, dándole la bienvenida al otoño. Un beso rápido, mutuo deseo de buena suerte, y estuvo en la ruta, rumbo a la cabecera de partido. Ni siquiera le dedicó un vistazo final a las playas que lo habían acogido durante tres meses. Conectó la frecuencia policial; las voces sonaban asustadas, ¿qué ocurría? Aprovechando que tenía la ruta a su disposición, utilizó el celular para comunicarse con el comisario.

            —Me quieren volar la comisaría, inglés. La gente enloqueció con el Piltrafa, quieren ahorcarlo.

            ¿El Piltrafa? ¿De qué hablaba? Hughman se había desconectado a las seis de la tarde del día anterior. Su mañana resultó tan breve que no hubo tiempo para las charlas habituales.

            —Perdón, pero no entiendo, ¿quién es el Piltrafa?

            —¿Dónde estabas? El violador, el que abusó de la nenita atrás de la estación.

            Como todo pueblo bonaerense, Güemes tenía una estación de ferrocarril sin uso, vestigio de otras épocas. Casi al final del pueblo, estaba abandonada por completo, rodeada de zarzas y pastizales; Hughman había visto oscilar las canaletas desprendidas del techo, una tarde de ventolina. Un auténtico set para filmaciones oscuras. Venturini continuaba hablando, excitado.

            —Pedí refuerzos pero no van a llegar hasta pasado el mediodía. La gente está como loca, la nena era hija de una catequista.

            ¿Era?, ¿la había asesinado? Hughman le dijo que en diez minutos llegaba y cortó, se enteraría de los pormenores cuando arribara a la comisaría. Pasó los ciento cuarenta kilómetros por hora, los sembrados de los campos cercanos desfilaron en cámara ligera. Un violador en Güemes, de no creer.

            Estacionó a doscientos metros; la calle estaba cortada, la gente reunida cubría las veredas y el asfalto. Al descender escuchó los coros insultando a la policía. Mientras se acercaba, estudió los rostros. Hombres y mujeres vestidos como si hubieran ido al trabajo, jóvenes, ancianos. Las caras transformadas en máscaras donde se mezclaban el horror y el miedo. Hughman tenía la pistola en la espalda, cuidó dejar una mano cerca para evitar que se la quitaran.

            Avanzó entre los manifestantes, vio banderas, pancartas hechas con cartulinas. En la vereda de la comisaría, veinte agentes uniformados, rostros tensos, brazos rígidos. Los vecinos más arriesgados se habían colocado a menos de un metro de distancia. Gritaban frases que no pudo distinguir, mientras los que estaban más atrás iniciaban otro cántico. A punto de unirse a los suyos, distinguió otras pancartas; sobre las cartulinas habían pegado fotos —copias impresas en locutorios— de una nena rubia. La niña de las fotos no tenía más de seis años; el inglés sintió que se le anudaba la garganta.

            Apartó dos agentes para meterse en la comisaría. Novatos, casi desbordados. Tenía experiencia en grupos de choque, vaya si la tenía. Pero eran muy diferentes aquellas primeras acciones en Londres, cuando lo mandaban a cubrir estadios de fútbol. Allí casi que marchaban a una fiesta; los hooligans los encaraban a propósito, les importaba más pelearse con la policía que el match del día. No existían escrúpulos en descargar los bastones sobre los enloquecidos hinchas que los atacaban con palos y piedras. ¿Cómo compararlos con esas mujeres de la primera fila, sus ojos en compota por el llanto y la impotencia?

            —Una locura inglés, una locura. ¿Te parece que haga disparar los gases?

            Venturini estaba más superado que sus propias fuerzas. ¿Disparar gases a los vecinos, a los que vería cada día al salir de su casa?

            —Es gente del pueblo, comisario, no se le disparan gases a la gente del pueblo.

            —¡Nos van a colgar a todos! Te juro que tengo ganas de sacar al Piltrafa del calabozo y entregárselos.

            Tras años de impunidad, quien más, quien menos, era testigo —a través de los medios— de crímenes sin castigo; ¿quién garantizaba que el Piltrafa no fuera liberado por una triquiñuela de su abogados? Pero la policía no podía comportarse como el vulgo, o sería el acabose.

            Venturini estaba aferrado a las rejas de la ventana; los gritos recrudecieron, pedían la cabeza del violador.

            —¿La chica murió?

        —No, a Dios gracias, no, está en el hospital. Fuera de riesgo, pero bajo shock, pobrecita. Si no tuviera el uniforme te digo que yo estaría como ellos, o peor, ya hubiera encarado.

            Los números daban, los hooligans hubieran tomado la comisaría en esas condiciones. Había miles ahí afuera y la seccional estaba protegida por unos treinta efectivos. ¿Qué pretendían?; esa era la pregunta. Güemes, pueblo pacífico, difícil creer que sus habitantes arrojaran bombas incendiarias o atacaran de manera resuelta las instalaciones para capturar al detenido. Una herida muy profunda los había obligado a tomar la calle, pero luego, ¿qué?

            Ignorantes, no eran, sabían que el comisario no podía entregar al detenido, como en las películas del lejano oeste. Tampoco, en una población de veinte mil almas, podían pensar en salir incólumes si efectuaban algún ataque; cada uno de los que estaban en la calle era fácil de individualizar por los policías presentes. Y por la prensa —por fortuna sólo implicaba dos radios FM y un periódico virtual—. Desde la ventana del despacho Hughman divisó dos pibes jóvenes, celulares en mano, registrando opiniones de los congregados.

            El inglés se formó una opinión; la gente permanecería durante varias horas protestando, insultando, quejándose. Precisaban ese descargo, esa catarsis, ante la aberración del crimen cometido por el Piltrafa, fuera quien fuera ese espécimen. Una vez agotada la energía, la euforia provocada por la misma marcha, retornarían a sus casas, sin cometer actos dañinos y sin necesidad de la presencia de un cuerpo de infantería policial, con sus escudos y tanquetas. Empero, carente de elementos para fundar esa conclusión, no podía exponerla ante un comisario dispuesto a gasear a sus vecinos.

            —No sé cuánto más podemos resistir, ¿qué hacen en Blanca, en estos casos?

            Blanca era mucho más grande; ante una pueblada así, era esperable que se produjeran actos de vandalismo. Había grupos organizados políticamente, organizaciones que militaban contra los abusos. El inglés no había presenciado una movilización de ese se tipo en la ciudad; no le hubiera servido, de todas formas, para guiarse en ese momento.

            —Te lo digo, inglés, si en una hora no llegan los refuerzos, les suelto al Piltrafa.

            La peor de las soluciones; entregarles al violador. ¿Qué harían los vecinos ante esa ofrenda? Los más exaltados lo golpearían, lo patearían en el piso, ¿hasta cuándo?, ¿quién diría basta? El resultado más probable sería la muerte del victimario; ¿era necesario convertir en asesinas a las pacíficas personas que habitaban General Güemes? Casi sin pensarlo, le vino una solución.

            —Ya sé lo que vamos a hacer.

            Venturini lo miró como si fuera a besarle los pies. El inglés, incómodo, le narró su estrategia. Nada de qué enorgullecerse, se trataba de pasarle el fardo a otro. Venturini aceptó encantando, nada mejor que quitarse un problema. Hughman se dedicó a coordinar las medidas del caso.

            Una camioneta patrullera ingresó al patio; los efectivos hicieron un cordón junto al portón de salida, en tanto otro grupo se mantenía frente al acceso principal, discutiendo con los manifestantes.

            La camioneta volvió a la calle minutos después, las sirenas encendidas. La gente le abrió paso, alzando las manos para darle más firmeza a sus insultos. Hughman observó los puños cerrados de mujeres con delantales de maestra y de hombres con corbata. Una vez que la camioneta se perdió de vista, Venturini salió a la vereda, con un megáfono.

            —¡Señores y señoras! Cumpliendo órdenes superiores, en esa patrulla, que acaban de ver, se trasladó al detenido Javier Olmos, conocido como Piltrafa, a la ciudad de Caseros, donde permanecerá preso hasta el juicio.

            Tras unos instantes de silencio, aprovechados por Venturini para regresar al interior de la repartición, se desató una catarata de insultos. Hubo empujones, por un instante estuvieron a punto de colisionar policías y vecinos. La indignación se convirtió en un canto que recordaba los orígenes del comisario. Otras voces se oyeron, hubo discusiones, luego movimientos.

            En el despacho, el inglés y el comisario observaron el desplazamiento de la masa. Iban por sus vehículos, dispuestos a seguir al Piltrafa hasta la ciudad de Caseros.

            —Lo hicimos, inglés. Lástima que te vuelvas a Blanca, hacemos un buen equipo.

            El inglés se limitó a un escueto apretón de manos y una venia. Salió de la comisaría envuelto en sensaciones opuestas. No sabía cómo calificar su verano; el idilio con Matilde, los inesperados casos violentos, la pobre experiencia con el comisario y su gente, las playas y sus horas de natación, muchas impresiones que no conseguían conformar un veredicto.

            Dejó la pequeña ciudad diciéndose que tendría más claro el análisis de esos meses con el paso del tiempo. Por lo pronto, lo esperaba Blanca y su puesto en la Brigada. En pocos minutos, Güemes se volvió un punto a sus espaldas, quién sabe en qué se transformaría cuando lo deformara el recuerdo.

Texto: © Juan Pablo Goñi Capurro, 2018

 

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