Zapatos negros por Héctor Vico

Viernes, hora 23,45

Uno tras otros, con fuerza y odio, los dos zapatos de Julieta, negros, de tacos finos y muy elegantes, fueron a dar sobre la puerta que Sebastián acababa de cerrar de un portazo. Quedó de pie en la sala, descalza y enardecida. En silencio, con los nervios crispados miraba la puerta con una sensación de agobio y cansancio, sintiendo que su mundo se reducía a ese pequeño cuadrado que delimitaba la alfombra de su departamento al tiempo que los ecos de la puerta al cerrarse le indicaban que había llegado al punto desde el que no hay retorno. En las relaciones como en la felicidad no existe una sucesión infinita de alegrías, sino buenos momentos que se alternan con sinsabores y frustraciones. Esta noche ella terminaba de cruzar  un puente hacia la soledad.

Con los ojos en llamas y las lágrimas a punto de estallar, de pie, casi desnuda, la cara aún doliente por el golpe que Sebastián le propinara en el momento más violento  de la discusión, sintió a la altura de su estómago que algo extraño y poderoso comenzaba a crecer dentro de ella. Una sensación indefinida, mucho más poderosa que la furia o el odio, una determinación inexplicable, como si quisiera desatar una tormenta que lo borre todo,  una fría resolución de terminar con esa relación y con ese hombre, de una manera radical, definitiva y total. Deseaba poder conjurar un huracán reivindicador que limpiara su vida, su presente y gran parte de su pasado, sus errores y excesos. Deseaba poder conjurar un gran viento blanco, helado, que secara sus más íntimas heridas. Se prometió a sí misma, en el momento mismo en que arrojó sus zapatos  que aquella sería la última vez  que las cosas se saldrían de madre.

Sebastián deambulaba por las calles con un sabor amargo en la boca. Había peleado  con Julieta. Lo de siempre. Discusiones. Tonterías. Pero esta vez con una vehemencia tal que cuando vio su reacción ante los reproches que él, sin piedad le endilgaba, experimento temor. Nunca la había visto tan enfurecida. Sus ojos parecían salírseles de las órbitas y el color rojo que subió a su cara daba muestras de un estado total de  cólera. Sólo atinó a aplicarle una bofetada, tal vez tratando de que reaccionara, pero se reconocía a sí mismo que a veces le resultaba demasiado fácil propinarle golpes encontrando alguna excusa como la de esta noche:

 —Para que te calmes había rugido luego de que ella fuera a dar con su cuerpo sobre el sillón.

En aquel punto, cuando vio el bello cuerpo en una postura casi grotesca luego de la caída y  antes de que las cosas pasaren a mayores, decidió poner punto final a la discusión y marcharse. Ella quedó sola en su departamento y él, muy despacio y preocupado regresó caminando las pocas cuadras que lo separaban de su casa.

El extraño brillo de los ojos color almendra y el tono de la voz de Julieta lograron inquietarlo. Parecía un animal salvaje, herido y acorralado. Sus expresiones, las injurias que le enrostró y toda su actitud le indicaban que debía ser más calmo cuando por alguna circunstancia terminaban en una rencilla. Debía controlarse, le resultaba demasiado fácil aplicarle una bofetada, aunque luego se arrepintiera. Este rasgo de su carácter era el que más le costaba dominar. Añoraba la época en que la relación con ella salía fácil, franca y hasta se diría que eran felices. Todo había sucedido muy espontáneamente, desde ese domingo por la mañana en que se la cruzó en la calle. Un comentario intrascendente, una respuesta ocurrente de ella, la charla que fluye muy abierta entre ambos y un encuentro arreglado para la noche fue simplemente lo necesario para construir una relación que ahora terminaba de explotar  La risa sin motivos, las sorpresas, los besos en la calle, las salidas, todo había sido hermoso, pero luego algo pasó, los celos que el provocaba, las aventuras ocasionales en que ella lo había  sorprendido, terminaron por  arruinar una relación madura y con cierto futuro. Ahora era demasiado tarde para enmendar las cosas – pensó- al tiempo que abría la puerta de su departamento.

Durmió muy mal, alterado, en una constante duermevela que recurrentemente a lo largo de toda la noche le traía recuerdos e imágenes de sus días con Julieta. Cuando recobraba la conciencia volvía a escuchar la taladrante voz de ella con los reproches y las culpas que le achacaba. Fue una noche interminable hasta que por fin, cuando las luces del amanecer se filtraban por entre la persiana entreabierta, logró por unos momentos conciliar el sueño.

Sábado, hora 8,30

El campanilleo del teléfono lo devolvió a la realidad. En un movimiento automático tomó el auricular y a duras penas logró articular:

—¿Hola, quién habla?, preguntó somnoliento.

—Soy yo, Julieta, tenemos que hablar, dijo ella terminante pero amable, con un tono muy distinto al de la noche anterior.

—Sí, yo pienso lo mismo, luego paso por tu departamento.

—No, me gustaría que fuera hoy por la noche. Me levante con ganas de cocinar. Si te parece me llego hasta tu casa así podremos hablar mas tranquilos. Ahora voy al mercado a hacer las compras y esta noche preparo algo de cenar. Creo que nos lo debemos los dos, una charla franca, sincera. Me parece que es lo mejor que podemos hacer.

—Para mí está muy bien. Vení en cuanto puedas, respondió Sebastián ya más relajado. Tal vez habían exagerado y las cosas no eran tan graves como parecían.

—noche estuvimos mal los dos. ¿No te parece? dijo en tono conciliatorio y dejando escapar una leve sonrisa que Sebastián no pudo dejar de notar al otro extremo de la línea lo cual lo puso de mejor humor.

—Está bien tenés razón, la idea de una cena me parece lo mejor. Como vos vas a cocinar yo compro ese vino suave que te gusta. No te demores mucho.

—No compres nada de postre que yo voy a prepararte algo.

—De acuerdo, me gusta cuando cocinás en mi departamento, dijo él amigablemente, en nuestras cenas el postre siempre fue lo mejor, tenés mucha imaginación para eso, dijo, agregando un tono cómplice a su afirmación

—En cuanto pueda voy para allá, tengo las llaves,  no te impacientes, te dejo un beso. Hasta luego.

—Hasta luego, un beso y Sebastián, con el rostro alegre, cortó la llamada.

Aún en la cama, luego de la breve conversación telefónica, Julieta se arrellanó entre las sábanas y con la mirada perdida comenzó a repasar mentalmente la lista de ingredientes que debía comprar. Con algo de pesar dejó el tibio lecho y se encaminó hacia el baño. Tomó una ducha rápida, luego eligió un para de jeans, una blusa blanca, se arrebujó el pelo con las manos, solamente aplicó un toque de maquillaje a sus mejillas y resaltó con finas líneas sus espléndidos ojos almendras y al pasar se calzó un par de sandalias y de pie, mientras alistaba su bolso de calle le dio tiempo a la cafetera para apurar una pequeña taza de café y ya lista, bajo a la primaveral mañana de sábado.

No  necesitó caminar mucho para encontrar todo lo necesario para la noche. Primero se detuvo en el kiosco donde pidió un cartón de cigarrillos, luego con paso firme y resuelto cruzó la calle hacia el supermercado. La cena no le preocupaba demasiado, haría algo sencillo, una carne de cerdo al horno, algunas hierbas, un puré de manzanas, una salsa agridulce pero nada demasiado elaborado. Lo que le preocupaba era el postre, imaginación había pedido Sebastián y quería poner su mayor empeño en ello. Buscó la sección de frutas secas, necesitaba almendras, también alguna bebida fuerte, vodka tal vez, o gin, quizá el cointreau y hasta el sambuca podría servir. Ya lo decidiría, pensaba mientras buscaba las góndolas de repostería y bebidas. Del vino no debía preocuparse, Seba se encargaría. Se la notaba feliz, concentrada y resuelta. Como no llegó a una decisión sobre la bebida fuerte compró las cuatro que tenía en mente.

Luego de pagar en efectivo, y de bromear con la cajera la cual hizo un comentario sobre la cantidad de bebida que llevaba, ella respondió que se trataba de una gran fiesta,  salió al sol de la mañana y deambuló por espacio de una hora, sin rumbo, pensativa pero con el rostro distendido. No tenía en su frente esas líneas que se le formaban cuando algo le preocupaba, solo ultimaba detalles para la noche.

De regreso en su departamento, se dirigió a la cocina y solamente sacó de las bolsas que acarreaba el cartón de cigarrillos.

Fue abriendo cada uno de los atados y cuando tuvo los doscientos cilindros blancos sobre la mesa, arrojó los papeles y el celofán a la bolsa de residuos.

Fue hacia el dormitorio y regresó con un pequeño cortaplumas y uno a uno fue rasgándoles el papel y depositando el tabaco en un hervidor. Luego de unos minutos, terminada esta tarea, volvió a arrojar los restos de papel a la basura y llenó con agua, la mitad del recipiente.

Lo puso sobre el fuego de la cocina, reguló la hornalla al mínimo y fue hacia la sala para poner  algo de música. Se decidió por algo clásico,  “La bella durmiente” de Tchaikovsky, le pareció muy apropiado. De regreso a la cocina el particular caldo que estaba preparando ya estaba en ebullición. Decidió darle unos minutos más para lo cual tomó una revista que estaba sobre la mesa y sin demasiada atención comenzó a pasar las hojas de manera automática.

Cuando consideró que el tabaco había hervido lo suficiente, apagó el fuego, depositó el brebaje  en un rincón de la mesada para que repose y se enfríe.

El resto de la mañana lo ocupó en tareas domésticas, algunas llamadas a amigos y familiares, y para la hora del almuerzo bajo para comer algo rápido y saludable. Apuró una ensalada en el bar de la esquina, paseó nuevamente por el barrio, miró algunas vidrieras y de regreso a su departamento tomo una siesta hasta la media tarde.

Cuando tomó conciencia de la hora saltó de la cama y rápidamente se dirigió a la cocina. Tomó el recipiente con el preparado ya frío y procedió a colarlo. Luego de esto encendió nuevamente la hornalla, dispuso la llama para un fuego medio y depositó el hervidor sobre ella. Dado que el brebaje debía hervir por el lapso de dos horas, estimó que tenía suficiente tiempo como para ducharse y alistarse para la cena.

Regresó de su dormitorio a tiempo para apagar la cocina, la pasta gelatinosa que se formó a partir del caldo estaba a punto. Nuevamente dispuso el recipiente como para que se enfriara su preparado y se encaminó nuevamente al baño para maquillarse.

Terminado esto, realizó un  último examen a su figura en el espejo de la sala. Vestía falda corta negra, blusa de seda del mismo color, el pelo castaño cepillado prolijamente, unos aretes diminutos le daban un marco brillante a su cara; alistó el abrigo de seda cruda, color azabache,  sobre un sillón,  y nuevamente se ocupó del preparado. Con una cucharita de té, cuidadosamente, tomo una pequeña porción del mismo y lo depositó en un recipiente diminuto, de plástico y lo tapó herméticamente.

Regresó a la sala, introdujo el pequeño pote en su cartera, tomó el abrigo, se calzó un par de zapatos negros, de taco fino, muy elegantes, cerró su departamento y bajó a la calle.

No le tomó demasiado tiempo llegar al departamento de Sebastián. Tomó el ascensor hasta el piso cuarto, abrió con sus llaves. Sebastián aún no había llegado. Prestamente de deshizo del abrigo. Se encaminó a la cocina con la bolsa del supermercado, saco todos los ingredientes para la cena y para el postre. Encendió el horno y rápidamente se puso a cocinar.

Para cuando escuchó el ruido de la llave en la cerradura, tenía el cerdo en el horno y la mouse de naranja en la heladera. Salió al encuentro de Sebastián y a modo de bienvenida rodeo su cuello con los brazos y le dio un largo beso.

—¡Así da gusto volver a casa! ¿Cómo estás?, preguntó él sorprendido.

—¡Muy bien!. Extrañándote.

—Vamos a abrir esta botella, dijo, al tiempo que le alcanzaba un vino blanco dulce, que era del agrado de los dos.

—Vení, acompañame a la cocina y ayudame a preparar la mesa, en cinco minutos comemos. Prepará algo de  hielo..

Así lo hicieron y poco después estaban cenando. La comida estaba espléndida y Sebastián se deshacía en elogios:

—Esta cena fue de las mejores que preparaste en años, se nota que te esmeraste. Creo que después de esto nuestra conversación pendiente ya no tiene motivo de ser.

—Creo que no, pero esperá a comer el postre.

—¿Qué hiciste de rico?

—No seas impaciente, es una sorpresa.

—Bueno, entonces levantemos los platos y trae lo que  hayas preparado, estoy ansioso por probarlo.

—Ahora traigo el postre y con hábiles manos retiro los  platos y cubiertos para luego encaminarse hacia la cocina.

—Te ayudo, dijo solícito Sebastián haciendo un intento por levantarse, pero ella lo detuvo con un:

—No hace falta, yo puedo sola, vos poné otro compact.

Sola en la cocina, retiro de la heladera la mouse de naranja, y separó dos porciones que depositó en sendas copas. De su bolso,  extrajo el pequeño pote plástico y con mucho cuidado, utilizando una cuchara de té sacó parte de la pasta que preparara durante en día y la mezcló en la copa de Sebastián.

Luego cubrió ambos postres con almendras picadas. Roció el postre con cointreau, acomodó todo sobre una bandeja y regresó al comedor.

—¡Sorpresa, exclamó, mientras le daba a Sebastián la copa que contenía la preparación

—¡MMMM!, que bien huele esto. ¿Qué le pusiste, naranjas?

—Algo de eso, más cointreau, almendras y un toque secreto que la cocinera no quiere revelar.

—También te esmeraste en la presentación

—Bueno, basta de elogios, probalo

Así lo hizo Sebastián, paladeó la preparación, y preguntó:

—¿Qué tiene, parece que hay un ingrediente que no alcanzo a definir. Algo amargo

—No, sólo lo que te dije, seguí probando para ver si adivinás. Acordate que tiene el toque de la cocinera

—No, no llego a definirlo, pero no importa igualmente está rico y sin decir más acabó de comer el postre de naranjas mientras ella hacía lo propio.

Terminaron de comer, se sirvieron más vino y Sebastián volvió a insistir:

—¿Qué tenía el postre?

—Veneno de nicotina, te acabo de envenenar, dijo sin inmutarse y de un modo tan solemne semejante al ademán de un  pintor que acaba de aplicar la última pincelada de su obra maestra

Sebastián pensó que bromeaba, pero al ver la determinación de su rostro y la firmeza de su mirada comenzó a temer y creer mientras todo a su alrededor empezaba a girar y segundos después caía en una estado de coma profundo.

Julieta, luego de unos minutos en que observó que la inmovilidad de él era irreversible, despaciosamente se puso de pie, cruzó por sobre el cuerpo de Sebastián, fue a la cocina a buscar su bolso y con mucho cuidado se calzó un par de guantes para disponerse luego a limpiar todo rastro de la cena. Lavó cuidadosamente la vajilla de cocina, los platos y cubiertos, los restos de la cena los dispuso en una bolsa de residuos y con habilidad quirúrgica eliminó todo rastro de su presencia en el departamento.

Tras un par de horas de arduo trabajo, bajo a la calle. Caminó unas cuadras y arrojó la bolsa de residuos en un basurero y luego, con pasos cortos sin demasiado apuro se encaminó hacia las calles más céntricas para volver a cazar..

Domingo, hora 6,30

 

La ciudad despierta y con ella miles de restos humanos tratan de juntar sus pedazos para poder continuar. El ruido que, poco a poco se incrementa, acompaña a hombres y mujeres que luchan para sobrevivir en una jungla que, paulatinamente y sin advertirlo ellos, tuerce sus vidas o los deglute sin piedad, sentimientos o distingos. A pesar de la pausa del fin de semana, sus tentáculos se cierran sobre individuos que fenecen sin posibilidades de defensa. Una mano siniestra los oprime sin descanso y algunos, al tomar conciencia de lo que ocurre, reaccionan tan inesperadamente que luego, cuando todo cesa, dan lugar a las historias que se vuelcan en el papel.

Se dice que los zapatos de los asesinos se tiñen de rojo por la sangre de sus víctimas pero a veces no es así, algunos domingos de madrugada la muerte camina sobre un par de bellas piernas calzadas en zapatos negros, de tacos finos, muy elegantes.

 

©Relato: Héctor Vico, 2020.

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