UN COMISARIO SOSPECHOSO – HUGHMAN de Juan Pablo Goñi Capurro

Recién llevaban una hora de vigilancia; el inglés se preguntó cómo soportaría el turno completo con Bermúdez en el asiento del acompañante. ¿Desde cuándo el comisario se sumaba a una de las misiones más tediosas que podía cumplir un policía? Se había pasado los sesenta minutos comiendo pipas de girasol, el coche estaba cubierto de cáscaras. El piso, el asiento, la gaveta; hasta los pantalones del susodicho tenían cáscaras.

            Una hora y no había soltado prenda, Hughman tenía muchos años en la fuerza para creer que el comisario buscaba algo de acción, un poco de adrenalina de sus tiempos de calle.

            —Atento inglés, fijate el pelado.

            El calvo miró para los costados tres veces en cinco metros de caminata. Hughman colocó una mano en la llave de contacto. Pese a la paranoia que evidenciaba, el sujeto siguió de largo ante la puerta gris. El inglés aflojó. El comisario se ventiló con el papel que los eximía de pagar el estacionamiento; lo había sacado de la guantera, faltaba que alguien leyera «policía» en la papeleta y los vendiera con el Manco. Había conseguido el único espacio que recibía sombra, cortesía del solitario arce que resistía los esfuerzos antiforestales de los habitantes de Blanca; era insuficiente para el mandamás.

            Maldito Bermúdez, que lo tenía perdiendo el tiempo. ¿No hubiera sido más fácil pedir una orden de allanamiento? Tres meses detrás de los piratas del asfalto, por fin sabían que el Maco Pereyra vendía las cosas robadas, ¿por qué el juez se negaría a conceder la orden? Bermúdez cambió de mano, apantallarse lo agotaba; su rostro anhelante ofrecía respuestas para explicar el desatino.

            Política. La misión de vigilancia reemplazaba al allanamiento por una cuestión de política. Bermúdez quería estar solo en la foto. El héroe. El Manco cantaría, dos veces había caído preso y en ambas dio las señas de sus cómplices; la banda caería en pocos días. El comisario quería atrapar infraganti un comprador de bienes robados, para ingresar con la excusa de la urgencia y llamar a los periodistas con el Manco esposado. Por eso estaban metidos en el Focus, con las ventanillas abiertas, en el estacionamiento de un supermercado; porque su jefe quería prensa. Y por otra razón eran justo ellos dos, cuando el comisario tenía gente de más confianza; razón que aún no salía a escena.

            —Tranquilo inglés, van a venir a comprar, ya ha publicado los teléfonos.

            Hughman estaba tranquilo, estaba junto al comisario, Bermúdez debería responder si arruinaban un negociado de la superioridad. ¿Cómo podían publicar los objetos robados en las redes sociales si no tenían alguien que los cubriera?, tan estúpidos no podían ser el Manco y los suyos.

            El jefe estaba muy confiado, ¿había enviado él un comprador? Lo observó; movía el cuello y agitaba más fuerte el abanico improvisado. Cuando lo vio torcerse, supo que conocería por qué lo había elegido para la espera.

            —Decime inglés, ¿vos peleaste en Malvinas?

            Hughman clavó la vista en la puerta que vigilaban, del otro lado de la avenida. Feriado, poco tránsito, imposible perderse algo pese a la distancia. ¿A qué venía esa pregunta?

            —No, comisario, tenía diez años. .

            —¿Diez…? Claro, si tenés cuarenta.

            Casi cuarenta.

            —Como yo, que tenía trece. ¿Te das cuenta? Nos salvamos por poco, hubiéramos estado tirándonos el uno al otro. Lo que es el azar en la vida, nacés un día, muerto en la guerra, nacés al otro día, vivito y coleando.

            El inglés hubiera preferido no escuchar semejante tontería; ¿por qué había salido con Malvinas? ¿Habría problemas con el decreto de excepción?, ¿existía una revisión de nombramientos?, ¿lo echarían de la fuerza?

            —No hice cuentas cuando me dijo Piavone…

            Piavone, teniente, imbécil, miembro de la seccional cuarta, ¿qué estaba husmeando Piavone?

            —¿Qué dijo Piavone?

            —Tiene una amiga que el hijo fue combatiente, esas cosas. Y estaba buscando datos, no sé para qué, y resultó que, entre los muertos del ejército inglés, encontró un Hughman.

            George Michael Hughman, podía darle la dirección, la fecha de nacimiento y el documento de identidad; si le interesaba, contarle que era hincha —hooligan— del West Ham United y que su novia se llamaba Lindsey.  ¿El comisario era el idiota, o Piavone era el idiota? ¿Cómo pudo confundirse? Ese Hughman estaba muerto, ¿o creyeron que vacacionaba en el cementerio?

            —Nada, no lo dije por nada, surgió el nombre y se me dio por preguntarte.

            George, el venerado hermano mayor, el soldado caído en combate, el héroe de la familia. George, la causa por la cual la familia le quitó hasta el saludo cuando el inspector se unió a Alicia; el tío Braghton seguro había quemado todas las fotos suyas después del casamiento y la venida a la Argentina. George Michael Hughman, ¿Bermúdez pensaba pasarse el turno completo hablando de la guerra y de los Hughman?

            —¿Hay muchos Hughman en Inglaterra?

            —Sí. No tantos como acá los González o los López, pero son muchos.

            —¿Como cuáles, serían?, ¿como los Fuentes, por ejemplo?, ¿los Colombo, los Pereda, los Saez?

            —Como los Fuentes, podría ser.

            Bermúdez se calló. Por la puerta gris ni gente pasaba, los transeúntes a pie escogían la vereda del supermercado donde estaban apostados los policías. El inglés miró por el retrovisor; había una docena de coches en el estacionamiento, solo dos de ellos estaban allí cuando llegaron. Pronto alguien los denunciaría por actitud sospechosa. Sería gracioso; el inglés necesitaba algo gracioso, el recuerdo de su hermano le había despertado acidez estomacal. El fabuloso hermano que le valió el destierro familiar.

            —Es divertido, ¿no? Digo, un López, en Argentina, es re común, pero si se va  Inglaterra, pasaría a ser un apellido fácil de distinguir, ¿no?

            Hughman sintió la necesidad de salir del auto; rogó que sucediera algo,  aunque fuera un vendedor de rifas que golpeara en la puerta gris.

            —¿Estás medio callado hoy, o me parece a mí?

            La locuacidad no era una de las cualidades del inglés, de los más parcos en la repartición; el comisario lo sabía, ¿qué se proponía con ese asunto de la guerra y la familia?

            —Nunca sos de hablar mucho, eso sí, nunca hablás de vos. Al principio, claro, hablabas de Alicia, pero solo si te preguntaban.

            Los argentinos eran contradicciones ambulantes; casi tres años la gente como el comisario, el inspector Pérez y algún otro hombre cercano en la fuerza, estuvieron repitiéndole que debía olvidar y cerrar el duelo, ahora le echaba en cara que no hablaba de su esposa muerta. ¿Cuándo aparecería el dichoso comprador?

            —Puta que hace calor, ¿se consumirá mucho la batería si ponemos el aire acondicionado?

            El inglés no encendería el aire acondicionado, para eso estaba el coche a la sombra, llenándose de hojas que le ensuciaban el techo.

            —Sí, gasta mucho, nos quedaría el auto inútil.

            —Ahí está inglés, ahora sí, preparate.

            Hughman miró. Nadie, ¿de qué hablaba el comisario? Un coche azul maniobraba en la casa contigua; hacia él apuntaba el dedo de su superior. Hughman se premió por el acierto, Bermúdez había fabricado un comprador.

            —¿Pedimos refuerzos?

            —Cuando entre a la casa, inglés, no sea cosa que se vuele la paloma.

            Hughman amartilló la pistola, la colocó en su ingle. El comisario llevaba la suya a la cintura, prolija en la cartuchera; la sacó y la revisó también.

            Del auto azul descendió un hombre calvo; el detalle no sorprendió al inspector, lo esperaba. Calenturiento como Bermúdez, vestía remera roja y bermudas; Hughman juraría que calzaba ojotas —el auto le cubría los pies—. El hombre encaró derecho a la puerta gris.

            El inspector puso en marcha el Focus; Bermúdez sonreía. La puerta se abrió, del otro lado de la avenida. Un flaco desprolijo, camisa larga, asomó y miró en varias direcciones; luego dejó pasar al pelado. Era el Manco. Otra cosa rara de los argentinos, ¿por qué le decían manco a un hombre con sus dos brazos completos?

            Salieron del estacionamiento, Bermúdez solicitó dos patrulleros al comando, ordenó que vinieran sin encender la sirena. El inglés cruzó la avenida, pasó de largo una cuadra y dio la vuelta para cumplir con las leyes. El comisario no objetó ese proceder tan reglamentario; el inglés sospechó que existía una seña pautada con el comprador. Estacionó unos metros antes de la casa que vigilaban.

            Por radio informaron que los móviles estaban en camino.

            —Bajemos.

            El inglés obedeció con agrado. Fue hacia la puerta, Bermúdez lo detuvo.

            —Esperemos a que salga, no tenemos órdenes, inglés.

            Hughman no pensaba entrar sino tomar posición junto a la puerta. Obedeció, quedó de pie junto al auto del pelado. Bermúdez se sentó sobre el alfeizar de la vidriera de una fábrica de pastas.

            Aparecieron los patrulleros, el comisario se adelantó hasta el bordillo y los mandó a estacionarse. Los esperaron sin mudar de sitio; Bermúdez tenía el celular en la mano, lo consultó dos veces en un minuto.

            A pie se acercaron tres uniformados y una oficial femenina. Bermúdez les señaló la puerta gris. Todos oyeron que sonó el teléfono que el comisario llevaba en la mano. Le bastó una mirada; desenfundó la pistola y se puso a hacer señales.

            —Ahora, vamos que ya sale, dejen que pase y empujan la puerta.

            Se suponía que debían cerciorarse de la compra de objetos robados antes de entrar en la casa; por lo visto a Bermúdez no le preocupaba el detalle. Obvio, ya lo conocía. ¿Qué favores le debería el calvo?, se preguntó el inglés.

            El calvo salió, uno de los jóvenes oficiales empujó la puerta y la acción terminó con el Manco en el piso. Gritos de «policía, policía» y «manos en alto», se confundieron en la vereda. Hughman apartó al calvo y dejó que Bermúdez hiciera su escena.

            —Tranquilo, compañero, no es para apretar tanto.

            ¿Compañero? El calvo sonrió. Sacó un atado de negros y ofreció; tras el rechazo del inglés encendió uno. En efecto, calzaba ojotas.

            —Pablo Torres, de Mar del Plata.

            Hughman no tuvo más remedio que estrechar la mano del comprador de objetos robados. Bermúdez se acercó, ancho y sonriente. Detrás, dos uniformados se llevaban al Manco, esposado.

            —Perfecto, inglés. Ya viene el equipo completo, tiene la casa llena de teléfonos robados.

            El equipo llegaría, pero antes, venían los del canal local de televisión; la camioneta roja con el logo de la empresa estacionaba mientras Bermúdez palmeaba a Pablo Torres.

            —Un genio el colega, uno de estos días, te vas a la playa y le devolvemos el favor, inglés.

            El comisario advirtió a la chica que hacía notas; había bajado, aguardaba por la cámara.

            —Será posible, ya están acá los periodistas, ¿cómo se enteran, digo yo? —agregó un gesto teatral poco convincente—. Enseguida estoy, háganse amigos. Pablo, ¿te dije que Hughman estuvo en Malvinas?

            Bermúdez se fue sobre la chica. Pablo expulsó una columna de humo. Era joven, tendría treinta años, la calva le confería más edad.

            —Malvinas. Una cagada, ¿no?

            Sí, dijo el inglés, una auténtica cagada.

 

Texto: © Juan Pablo Goñi Capurro, 2019.

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