Temprano se arruinó el día – Hughman # 16


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Temprano se arruinó el día, Por Juan Pablo Goñi

Siete de la mañana con la sensación de tener la playa para sí; los  pies húmedos pisando la arena firme, gotas de mar  aligerando su rostro, momento pleno en un día que auguró ventoso. Hughman se quitó la parte alta del traje de neopreno y avanzó hacia la casilla de los socorristas, donde había dejado sus ropas. Trepó la escalera de madera; por encima de los espigones, divisó en el balneario contiguo a dos personas que rivalizaban con su posesión de la playa. Una de ellas, extendida en una silla plástica, leía, protegida con un sombrero de paja. La otra caminaba, las ojotas en la mano, pisando la avanzada de las olas que llegaban ya domadas a la orilla. Una de las ventajas del Operativo Sol y su destino veraniego era la posibilidad de variar su entrenamiento. Alternaba carreras por el bosque con natación. Probó correr en la arena seca, pero se le hizo muy pesado –y se le sumó el contratiempo de subir y bajar escaleras o piedras para atravesar los espigones, pasos no siempre libres de tránsito.

Protegido por las maderas de la caseta, se desvistió y se secó. Se colocó luego un pantalón de baño, ojotas y remera. Guardó el traje en su bolso marinero, con la toalla húmeda. Lo usaba por un exceso de precaución, no notaba el agua tan fría como la que había conocido en el viejo continente. Estiró sus músculos; faltaba una hora para el inicio de su turno, que coincidía con la apertura de los paradores. Caminó hacia la bajada –subida en su caso– dispuesto a almorzar en un bar pequeño, que poseía una segunda planta con ocho mesas y vista al mar, protegida por un toldo plástico. Antes de asomarse a la costanera, oyó unos pasos rápidos. Se encontró con dos figuras que se separaban, disimulando. Dos agentes, un hombre y una mujer, a una hora de finalizar su turno de vigilancia nocturna. Lo saludaron; los pómulos rojos de la chica y la mirada huidiza del varón fueron suficientes para saber que no habían estado concentrados en la calle sin autos o en los cafetines que sacaban las sillas a la vereda. Hughman cruzó la calle, respondiéndoles con un gruñido y una leve inclinación de cabeza.

En la planta inferior del local, Matilde estudiaba una lista. Matilde, rubia, pequeña, de cara graciosa y nariz respingada, con una sonrisa imborrable, le dio los buenos días. Lo de siempre, dijo el inglés y encaró al fondo, a la escalera. Se cruzo con Ailén, una morocha de diecisiete años que trabajaba como moza. La chica parecía dormida aún, recién se estaba colocando el delantal a rayas. La juventud, se dijo el hombre que no llegaba a los cuarenta años. Hizo sonar los peldaños de madera hasta que, tres escalones antes de llegar, quedó atónito ante la figura que descubrió en la primera de las mesas a la calle. Imposible. Sus ojos lo engañaban. El hombre no lo había visto, estaba sentado de costado, posición que le permitía tener un panorama de los tres paradores de Villa Azul. En la mesa, tres tazas blancas, dos platos con una tostada y dos medialunas, respectivamente.

Una sola conclusión vino a la mente del inglés. Edgardo Pizzo se había fugado. Seis meses lo investigaron sin poder probar que dirigía una banda de piratas del asfalto –asaltantes de camiones que luego vendían la mercadería robada– hasta que a Edgardo se le ocurrió eliminar a uno de sus socios y los hombres de la Brigada pudieron hallar su camisa con la sangre de la víctima, antes que lograra deshacerse de ella. Con esa prueba, los antecedentes y un cargo de homicidio, ningún  juez le hubiera dado la excarcelación. Un hombre peligroso; Hughman debía proceder con cuidado. Retirarse, buscar su arma y pedir refuerzos. Edgardo lo impidió, al reconocerlo en la escalera. El maleante sonrió con mayor amplitud que la misma Matilde y alzó una mano, invitándolo a su mesa. A Hughman se le ocurrió que era el colmo de la impunidad. Sin embargo, se acercó, dejar el barcito equivalía a dejarlo marchar.

–Sentate inglés y pedite un café.

–¿Qué hacés acá?

–De vacaciones, trajimos a mi nena con Ángela, ¿conociste a Ángela? No, no estaba cuando aparecieron por casa.

Edgardo señaló los restos de los desayunos como prueba de su afirmación. ¿De vacaciones? En el Muro tenía que estar de vacaciones.

–Dale, sentate, que no muerdo.

Verdad, mataba con una pistola de 9 mm, no a mordiscones. Hughman dejó su bolso junto a la baranda y se sentó, casi sin sentir las piernas, como un autómata.

–¿Qué te pasa inglés? Ni que hubieras visto un fantasma. ¿Te enternece el mar? Allá en Blanca no sos tan blando.

Hughman estudió al hombre que gesticulaba, muy divertido con el patético asombro del policía. Vestía una bermuda ligera, una chomba, sandalias, casi como él. Sin armas, buen detalle. Podía embarcarse en una pelea para reducirlo y conducirlo de nuevo a la cárcel. Edgardo no llegaba al metro setenta y tenía brazos flacos como sus piernas. Sin embargo, algo estaba tan mal que le impidió pedirle que se entregara.

–Tendrías que estar en la cárcel.

–Y vos tendrías que estar en Inglaterra, no en esta hermosa playa. Bueno, parece que hoy no va a estar tan hermoso, hay vientito. Si sigue así, no se va a poder estar al lado del mar con la arena que vuela y pica.

–¿Te fugaste?

Oyeron los escalones. Ailén accedió a la terraza, con una bandeja conteniendo el café con leche y las medialunas del inglés, más el vaso de jugo de naranjas exprimidas. La chica aprovechó el viaje para retirar el servicio anterior, autorizada por Pizzo, que solicitó otro café. El criminal aprovechó su posición para mirar el balanceo de las nalgas de la joven mientras se dirigía a la escalera.

–Tengo que aprovechar que no está mi mujer, ¡qué manera de haber pendejas! Para volverse locos, vos con esos ojos celestes debés ganar un montón.

Hughman tomó el vaso de jugo para no golpear la mesa, volvió a preguntarle si se había fugado.

–¿Fugarme? No estaría acá, estaría escondido, ¿tan idiota te parezco? Salí, libre, por falta de pruebas.

–¿Falta de pruebas? ¿Y la camisa manchada, llena de sangre?

–Ja, ja, ja… ¡la camisa!

Hughman dio un mordiscón a la medialuna que dejó apenas una pequeña punta en su dedo. Masticó con furia.

–La camisa se les pudrió, inglés, ja, ja, unos genios tus amigos.

–¿Cómo?, ¿cómo que se les pudrió?

–Imaginate, verano, no la mandaron enseguida a la científica, no la protegieron en una heladera aunque sea… Esto no lo confirmaron, es un dato… casi un rumor, pero parece que se les quedó entre una carne que habían decomisado a unos cuatreros. Cuando la fiscal se acordó de pedir la pericia, las manchas estaban podridas, no servían para analizar…. Así que Edgardo, de vacaciones.

Ailén volvió a subir, dándoles otra pausa. Hughman devoró sus otras dos medialunas y dio cuenta de su café con leche en segundos, quemándose con los primeros sorbos. Sabía que estaba caliente, pero precisaba urgente bajar las masas atragantadas; tanto trabajo, tanto riesgo corrido, para que unos colegas a los que no les importaba la profesión tuvieran ese descuido inconcebible.  Ese mundo que tan armonioso le pareciera quince minutos atrás, se convirtió en un mundo de mierda. La morocha dejó el pocillo de café delante de Edgardo, y colocó el ticket en el servilletero, para que no se volara.

–Es la hora de entrar al trabajo…–dijo el inglés, sin despedirse, sin asistir a las nuevas miradas de Edgardo. Quizá no hubo miradas a la morocha, estaba demasiado ocupado riéndose de la cara del inglés, que no encontró manera de disimular su enfado.

Pagó a Matilde, forzando una sonrisa rígida. Salía cuando oyó la voz fina de Ailén. La chica sostenía su bolso marinero, lo había olvidado en la azotea. Ese detalle no disminuyó su alteración, precisamente. Pisó la vereda como un tornado dispuesto a arrasar con lo que veía. Ningún auto en doble fila, nadie circulando a alta velocidad, ningún motorista sin casco, ¿cómo podía encontrar en ese pueblo una infracción que le permitiera descargar legalmente su rabia? Alzó la vista más allá de la costanera y dio con un objetivo, dos personajes sentados en el último banco de la rambla, casi abrazados, compartiendo besos y risas. Dos personajes que vestían el uniforme de la policía. El mundo es una mierda, dijo el inglés, antes de cruzar y tomar los datos de los uniformados para implantarles una sanción, así esos dos aprenderían a tomarse el trabajo en serio.

© Del Texto. Juan Pablo Goñi – Todos los derechos reservados

© De la Publicacion.  Solo Novela Negra – Todos los derechos reservados

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