Regreso a San Miguel Arcangel – LA ANFISBENA – # 3


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Donde existen reglas también hay excepciones. Esta es una de ellas dada la intensidad y amplitud del relato, en esta ocasión nos vemos obligados a publicar este excepcional trabajo de nuestro amigo y colaborador GUSTAVO EDUARDO ABREVAYA en tres ocasiones #1, #2 y #3.


La Anfisbena es una vuelta de tuerca de un relato de Borges, There are more things, y que es el homenaje de Borges a H. P. Lovecraft.

Mi relato es un homenaje al homenaje de Borges. Y es mi idea de lo que hubiera pasado si Phillip Marlowe hubiera estado investigando algo en los escenarios donde Borges ensaya su, creo yo, único relato Lovecraftiano. Relato, que si no lo han leído, recomiendo fervorosamente. No es un cuento policial clásico, pero así como Philip K. Dick [¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?] ––Blade Runner, en su versión para el cine–– tampoco lo es, creo que en ese mismo espacio amplio de la narrativa negra se puede instalar este relato.

Gustavo Eduardo Abrevaya. Buenos Aires 2017


Regreso a San Miguel Arcángel

Por Gustavo Eduardo Abrevaya

Regreso a San Miguel Arcángel

Turdera me pareció más triste que en mi anterior visita. San Miguel Arcángel estaba tan nevado como el resto de la ciudad, pero sus jardines daban la impresión de tierra muerta. Aquellos arbustos ya no eran plantas en época invernal.

Esta vez el guardia piadoso no me abrió la puerta, hablamos a través de las rejas.  Secamente, se disculpó, disculpe, doctor, pidió, seco, él cumplía órdenes, fue su subrayada pasividad en la función, lo que era claro a mis ojos. Selene ya no trabajaba en el lugar, me dijo luego, cuando me interesé por ella, estaba enferma, de qué, quise saber, pero él no supo, algo le había pasado, algo como qué, insistí, no sabía qué, algo, días atrás, después de mi visita, qué casualidad, había dejado de concurrir. ¿Podría él facilitarme su teléfono? Suponía que sí, fue su respuesta, y su tono fue de complicidad. Hurgó en su libreta y me dictó un número, lo anoté en un papel suelto, que dejé en el bolsillo de mi camisa. ¿Y el director? ¿Estaba él? Yo reclamaba una entrevista para completar mi informe, como podía entender, pese a su limitada función. Claro, claro, pero el doctor Preetorius se había retirado temprano y ya no iba a volver ese día, sería mejor que llamara antes y pidiera una entrevista, suponía que no iba a tener dificultad para recibirme. Agradecí y miré a la casa colorada, la chimenea humeaba. El guardia captó mi vistazo y llevó su mano al bastón que colgaba de su cinto.

—No insista —dijo, con tono de velada advertencia.

—No se preocupe, caballero. Nunca hago nada que no deba —repliqué sonriendo. La mano derecha del guardia piadoso volvió a la posición de descanso.

Asintió y se alejó hacia su casilla, lo vi entrar, sentarse y hacerme un gesto con la mano desde su confortable silla. Después sacó un termo, cebó un mate y encendió un televisor. Di una vuelta, esperé unos minutos, observé desde la esquina. Hacía mucho frío, el guardia cebaba, los vidrios de la casilla se fueron empañando. Oscurecía. Al rato, el vidrio empañado refractaba la tenue luz interior, pero ya no se podía ver nada. Volví. Pasé por un costado del portón, no fue tan difícil.

Fui directamente a La Colorada. La puerta estaba abierta, entré. Preetorius estaba sentado en el mismo lugar que antes Borgersson, frente al hogar de leños. Fumaba una pipa. No se sorprendió al verme entrar.

—Adelante, señor Milton. Ya me estaba extrañando su demora — dijo, con su voz agria.

Me senté en la misma silla que en mi anterior visita. Una mancha negra, como una quemadura, recorría el suelo y ascendía en dirección a la buhardilla.

— ¿Quién se comió el corazón de Axel, doctor?

—Eso no lo sé yo, no podría afirmar un nombre sin estar seguro. Yo no tengo certezas, o son pocas las que creo tener. Allá arriba suceden cosas extraordinarias —hizo una pausa, agregó un leño al hogar, tosió y dijo—: tal vez esta podría ser una de ellas, ¿no lo cree así?

Parecía triste, cosa curiosa.

—Sí, claro, usted lo sabe bien. Dónde está Axel.

—Es el mismo punto, podría darle cualquier respuesta pero debería mentirle. La verdad es que no lo sé.

— ¿Quién lo sabe?

—Señor Milton, es evidente que no es médico, deduzco que lo envían a preguntar. Usted es un mensajero, debo entender. Si lograra que Virginia le entregue el tesoro que yo he recibido de ella, tal vez podría averiguarlo —volvió a callar, parecía cansado—. Es todo tan distinto, tan extraño, vivir es extraño, que usted y yo estemos hablando ahora en este lugar es algo rarísimo. Quisiera poder transmitirle esta idea, pero no tengo ese arte. Ojalá fuera yo poeta. Usted creerá que estoy loco, tal vez, pero la locura es otro modo del universo, que carece, absolutamente, de sentido. Incluso esta conversación es insensata, hablamos porque algo nos dice que hay que hablar, y lo hacemos discurriendo por senderos caóticos, parece que estamos hablando de algún asunto primordial, pero es una ficción, sólo estamos repitiendo, como ecos, somos muertos dotados de palabra, no decimos mucho más que los papagayos. Si usted hurga un poco encontrará alguna idea oculta detrás de lo que dice, y luego, si hay suerte, quizás haya otra, pero, al fin, solo habrá un vacío, nuestra voz viene de un vacío… surge de la nada, y eso… es insalvable —carraspeó—. No veo qué argumento podría refutar esa impresión. Difícil aceptarlo, lo sé bien, pero es lo que hay —se acomodó en su sillón y apuntó al cielo con su pipa—. Toda esa guerra, adónde va, qué es lo que quieren allá arriba, están destruyendo todo desde que el universo está en marcha. Unos claman por el retorno a los oropeles perdidos, los otros se dicen defensores del bien supremo. Son arrogantes, señor Milton, como cualquier soldado, ellos creen ser la última verdad, se dicen la reserva moral de las naciones. Jerarquías, coros, legiones, diferéncielos si puede cuando están allá arriba asesinándose con saña indiferenciada. Yo he visto cosas, como sabe bien. Y he recibido visitas, cosa que también conoce. Mi visitante es, comparado con ellos, un ser indefenso. Sólo busca recuperar un poco del honor perdido… aquí, abajo, no en el cielo. Nada pretencioso, como se ve; en cierto modo es como un perro mestizo, un pobre desangelado que recogí de la calle, algo hostil a las visitas. Me sigue por donde voy, se echa a mis pies cuando descanso.

El comentario de Preetorius me inquietó. Busqué con la mirada.

—Borgersson dijo algo parecido —comenté, espiando sobre mi hombro.

—Tenemos más coincidencias de las que él mismo estaría dispuesto a admitir.

— ¿En dónde está?

— ¿Borgersson? Está junto a su amada.

—Hablo de su visitante.

Preetorius no me miró, echó un leño al fuego.

—Ahora está arriba, solo. —Fue su respuesta. Me pareció escuchar un sollozo corto, pero el ruido del viento lo disimuló. Ese tipo me estaba sugestionando.

Yo había esperado ver un monstruo y estaba frente a un melancólico. ¿Qué estaba pasando? ¿Había tristeza en el tono de su voz? ¿Sufría por su criatura? ¿Qué me importaban sus fatigosos engendros?

— ¿Qué quería Axel?

—Seguridad.

— ¿Cuál fue el precio?

—Usted me confunde. Aquello no fue una transacción, no sin honor, al menos. Virginia fue la clave, ella sirvió a mi visitante.

—La anfisbena —dije.

Me miró con fastidio.

—Grifos, gorgonas, anfisbenas, el bestiario infernal es amplio y generoso como para albergar hasta los prejuicios del joven Arnett. Es cierto, en su escandalizada crónica supuso que mi visitante era la anfisbena. Un joven atolondrado y demasiado moral, dado a cerrar sus ojos a la verdad en el momento en que los abría a sus preceptos. Su tío, Edwin, en cambio, fue un hombre honorable, él realizó la venta en las mejores condiciones y luego, lamentablemente, falleció. Pero su amigo, el arquitecto Alexander Muir, aquel pequeño calvinista con ínfulas de entusiasta, ah, ese era diferente. Esta era mi casa, había pagado por ella un precio exorbitante, y ese mequetrefe, que osó llamarme judezno, se negó, espantado como una beata, a hacer las reformas que yo quería y que le iba a pagar sin chistar. ¿Entiende usted la soberbia de esa respuesta? ¿Qué podía saber de mis estudios aquel montañés? No sólo me discriminaba, además me injuriaba con mi condición racial, él sólo veía lo que sus prejuicios le indicaban. Petulantes, ellos son los verdaderos viciados; así ha sido siempre con la vieja Europa. Ese hombre habló de mis abominaciones. Él, nada menos, un hijo del Imperio. Qué se puede esperar de ellos, tan civilizados, tan iluminados con la económica verdad que hallaron hace, tan sólo, dos milenios, y que adaptaron a las sucesivas necesidades de sus reyes a lo largo de la historia. Oh, sí, las abominaciones resultan serlo cuando no se ajustan a sus medidas, mi ciencia es execrable pero Calvino es la revelación—Preetorius chupó su pipa hasta que notó que se había apagado. Entonces la sacudió contra una mesita y después continuó con su explicación—. Otros, tan positivistas como el joven Arnett, llamaron a mi huésped “el caos reptante” —calló por un momento, se lo notaba mortificado—. Mediocres, fatuos. Es un dios idiota, debo aceptarlo, no es más que una sombra menor en esta constelación de fuegos de artificio que suceden a diario en el cielo.

— ¿Axel sigue vivo?

Preetorius me miró y al chupar su pipa su rostro se alumbró. Señaló a la buhardilla y la sombra crujió, agitada por la luz de las llamas. Algo suspiraba allá arriba.

—¿Me va a contestar?

El aire traía el aroma a tabaco y el olor del visitante.

—Pero si usted ya lo sabe todo. ¿No es por eso que vino a verme? La visita es Axel, por supuesto, él venía y dormía a sus pies, muchas veces lo hizo, y Borgersson debió invitarlo a retirarse. Sí, él es la visita. Quizás, en su sueño, Virginia olvidó su nombre para protegerlo. ¿Quiere saber en qué edificio está el dragón verde? No lo sé tampoco, pero no es de otro mundo, es un hecho, búsquelo, Milton, para eso vino, deben pagarle para hacerlo, calculo yo, fíjese bien, no podría estar en cualquier lugar.

Me puse de pie.

—Sólo una cosa más —agregó—, usted debe saber que Axel- Preetorius midió lo que iba a decir- nunca fue un héroe.

—Lo imagino.

—No lo suficiente.

—Dígame.

—Él estaba rabioso, no se resignaba a ser un simple cadete Eso era una denigración, quería mucho más, anhelaba la sangre. Pero los guerreros sangran sobre las vidas de los mortales, era demasiado y no lo entendía: un mortal no derrama la sangre de  los dioses. Y, al fin, eso lo llevó a tomar decisiones inconsultas.

— ¿Y qué decisiones tomó?

—Decisiones que le costaron… todo.

-¿Su vida?

Preetorius calló.

Ya tenía mi respuesta. Me puse de pie y caminé hasta la puerta, cuando ya había puesto mi mano en el picaporte, le pregunté:

—¿Cómo sirvió Virginia a su visitante?

Me estaba mirando, la luz del hogar llegaba desde atrás y su cara permanecía en sombras, pero me estaba mirando. Pensé que tampoco iba a contestar. Di un paso y cuando ya estaba en el porche, su voz de cadáver atravesó la estancia:

—Él la sirvió.

Vacilé. Eso pareció causarle una gracia monstruosa.

—Vino a fecundarla, idiota. ¿Todavía no lo entendió? Y falló, ¿se da cuenta ahora?, mi experimento volvió a fallar. Y mi criatura pronto va a morir. Igual que sus antecesores. Ese es su destino, llegan, fecundan a nuestras hembras y, al fin, ellas abortan las crías —Preetorius se puso de pie, agitaba sus brazos, era casi un enano, ahora lo podía notar—, las hembras preñadas rechazan sus propios hijos, ¿me está entendiendo bien? Y no hay solución. Por eso ellos mueren, es así de simple: un aborto, un padre muerto. No logro entenderlo pero es lo que viene sucediendo desde el comienzo de los tiempos. ¿No cree que soy un fiasco excepcional? Mis fracasos tienen el tamaño de los astros.

Cerré la puerta y me alejé.

LA ANFISBENA  # 1    publicada en 16.Agosto 2017
LA ANFISBENA  # 2   publicada en 23.Agosto 2017

Texto ©  Gustavo Eduardo Abrevaya – Todos los derechos reservados

Publicación ©   Solo Novela Negra – Todos los derechos reservados

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