Novela por entregas, Capítulo 11 por Ignacio Barroso

La atmósfera dentro del coche es agobiante. Hace calor y el humo de los cigarrillos te hace sentir inmerso en una niebla gris y densa. O´Connor ha cumplido, otra vez. Ha conseguido un coche. Y no sólo eso, con llaves incluidas. No has preguntado mucho sobre la adquisición. Él ha dicho no sabes qué sobre un favor que alguien le debía y que esa era la manera que ha tenido de saldar la deuda. Perfecto. Un flamante Chevy de mediados de los 50. Un poco viejo pero bien cuidado. Suficiente para la labor que te traes entre manos. Lo único malo es el confort. Llevas tres horas aparcado cerca de la comisaría y tienes la espalda convertida en un campo de cultivo de dolores musculares. Por lo demás, no hay queja. Comida china en una bolsa, dos botellas de refresco: una llena de Coca-Cola, la otra a modo de urinario portátil, y dos paquetes de Pall Mall sin abrir en el asiento del copiloto. Los compañeros de viaje perfectos para una misión de seguimiento.
Te sientes pletórico. En forma, como si la puta abstinencia te hubiera hecho rejuvenecer varios años en pocos días. El ligero temblor de manos que te acompaña, saber que es fruto de los nervios y no por la desesperación de tu cuerpo pidiendo su dosis diaria de veneno
Das una última calada entrecerrando un ojo y desmenuzas el cigarro en el cenicero. Hace rato que ha anochecido y el riesgo a que una brasa anaranjada dentro del coche te delate está ahí. Pero lo peor no es eso, si no la soledad. El tiempo pasa despacio. Casi lamentas haber dicho a O´Connor que no era necesario que te acompañara. Cuatro ojos ven mejor que dos. Pero has preferido darle su dinero semanal y dejar que se encargara de acortar su existencia entre chutes de droga y alcohol barato. Bastante ha hecho. Te sientes en deuda con él; y el haberle dado por muerto te obliga a no cargarle de responsabilidades innecesarias.
De momento sabes lo suficiente. McGregor y los suyos son gente peligrosa que camina entre las sombras. Nadie sospecha nada sobre sus negocios, aunque han dejado claro que no se andan con tonterías. Por su parte, la desaparición de Willy McGergor tiene demasiadas interrogantes por responder, y los que te interrogaron en el aparcamiento no han vuelto a dar señales de vida. De momento. A eso se resume todo cuanto tienes y la única manera de poder avanzar es tirar poco a poco del único cabo suelto que has encontrado en toda la madeja: Patterson.

Hay movimiento en la puerta de la comisaría. Llevas la mano al contacto y acaricias el llavero. En cuanto le veas empieza el seguimiento. Recuerdas perfectamente la mecánica del asunto. Sólo es cuestión de dejar un par de coches por delante. Si el sospechoso entraba en una zona residencial o algún lugar en el que pudiera dar esquinazo al perseguidor, nada de acercarse. Siempre muchos metros de distancia. Si se le perdía la pista, nada de pararse y empezar a husmear por calles perpendiculares. Seguir de frente y probar suerte otro día. Lo has hecho cientos de veces, no hay lugar para el error…

Falsa alarma.
Ninguno de ellos es tu hombre. Toca joderse y seguir esperando. No hay prisa. Sabes que está allí. Hace una hora recurriste al clásico truco de llamar desde un teléfono público preguntado por él. Una secretaria de voz cantarina te ha pasado con su despacho. No has dicho nada. Sólo has esperado a escucharle preguntar quién es varias veces y has colgado. La presa estaba en su guarida.
Las luces de los despachos empiezan a apagarse una tras otra. Parece que hay toque de queda o que ningún poli quiere echar horas extra. Es viernes por la noche. Hay prisa por salir de allí, llegar a casa y desconectar unos días. El crimen nunca descansa y la rutina de los patrulleros libres de servicio el fin de semana volverá a comenzar el lunes.

Nuevo movimiento en la puerta.
Le ves salir a pie. Maldices entre dientes. No te has parado a pensar que quizá no vaya a casa, y que si lo hace, tal vez lo haga andando. Eso lo cambiaría todo. Tu dispositivo se iría a la mierda y te tocaría empezar desde cero otro día. Algo que ya sí podría ser peligroso. Volver a llamar a comisaría para cerciorarte de que está en su despacho resultaría temerario.
Parece que al final hay suerte. Cruza por delante de ti y se mete en un Ford aparcado tres coches a tu derecha. Arranca el motor y se despide de un grupo de polis del turno de noche que sale a patrullar con una ráfaga de luces. Después, se marcha despacio. No parece tener demasiada prisa por llegar a donde se dirija. Dejas pasar un par de minutos y le sigues. Hay poco tráfico a esas horas y no te va a resultar demasiado complicado seguirlo. El problema es que te vea.
Pasáis por calles secundarias hasta una carretera amplia, de varios carriles. Parece ser que se dirige a la zona de Berverly Hills. Bajas la ventanilla y enciendes un cigarrillo. El aire te despeja. A ojo, la distancia entre el coche de Patterson y el tuyo es de más de doscientos metros. Suficiente. En su retrovisor no eres más mancha borrosa. Mejor así. El capitán Patterson es un hijo de puta de una hornada anterior a la tuya. Un tío duro de verdad. Combatió en la Segunda Guerra Mundial y fue condecorado por hundir un barco lleno de japos en las costas de Guadalcanal. Y algo te dice que no te gustaría saber qué te haría en caso de descubrirte. En tus tiempos de patrullero ya corrían rumores sobre su brutalidad. De sus métodos y de la cantidad de detenidos que tenían que pasar por cuidados intensivos después de tener un careo con él. Por no hablar de su especialidad en quitar de en medio a rivales con los métodos más expeditivos que tenía a mano. A fin de cuentas, fue él quien se encargó de arreglar tu problema con Asuntos Internos.

Patterson pone el intermitente derecho. Levantas el pie del acelerador. Esperas hasta verle tomar el desvío. Le sigues. No te has fijado hacia dónde os dirigís, pero tampoco es que te mueras por saberlo. Total, si las cosas se ponen feas no vas a pedir refuerzos, así que poco te importa el destino.
Pasáis por una zona que parece un polígono industrial o algo por el estilo. Grúas y maquinaria pesada. El músculo americano cerca de una zona rica y exclusiva destinada a gente pudiente. Un grupo de prostitutas ve las luces de los coches y se acerca a la carretera a la caza de clientes. Tu presa pasa de largo reduciendo la velocidad. Tú te detienes. Te ves rodeado de tías medio desnudas de diferentes nacionalidades y razas.
Te fijas en una negra de pelo rizado y ojos verdes, casi felinos. La señalas con el dedo y le dices que monte. Tiras la comida y las botellas al asiento trasero. Las otras se quejan y exclaman que la que has elegido tiene sífilis y mil enfermedades más. No las haces ni puto caso. No has acudido allí con fines carnales. Vuelves a arrancar y conduces despacio, como buscando un lugar apartado y tranquilo. Ves el coche junto a un cierre. Patterson se baja con algo que parece un maletín y pulsa un timbre. Desde dentro alguien abre. Discuten. Aparcas un par de almacenes más allá. Tu acompañante te mira. No has abierto la boca, y se limita a preguntarte con la mirada que qué vas a querer. Te sientes incómodo, sucio. Ella sonríe y posa una mano en tu pantalón. Echas la cabeza hacia atrás. Es una situación violenta, a la vez que tentadora. Procuras dejarte llevar, no pensar. Ella parece leerte el pensamiento. Te desabrocha el pantalón y antes de que sepas qué está pasando, apoya su cabeza en tu regazo. Suspiras al sentir el tacto cálido y suave de su lengua en tu glande. Te estremeces. Al principio tratas de oponer cierta resistencia. Finalmente te abandonas y te dejas hacer. Desde donde estás ves el coche de Patterson. No hay prisa. No todo va a ser trabajar. De vez en cuando hay que disfrutar de la vida y sus pequeños placeres.

Una mamada, un intento de conversación postorgasmo y dos cigarrillos después, ves salir a Patterson. Le acompaña un tío que está de espaldas a ti. Fuman bajo la luz de una farola. Parecen agitados, nerviosos. Se limita a asentir con la cabeza, el otro es el que lleva la voz cantante. No sabes de qué están hablando, pero debe ser importante. La chica hace un ademán de bajarse del coche. Ha cumplido, le has pagado y parece ser que se siente incómoda. Le agarras del brazo y sacas 20 pavos del bolsillo. No sabes si es una exageración, las tarifas puteriles hace tiempo que dejaron de importante, pero a juzgar por lo que te ha cobrado por el servicio anterior y la cara que pone, debe ser un maná llovido del cielo para ella.
Sin dudarlo, coge la pasta y vuelve a acariciarte la entrepierna. Tu polla no tarda en ponerse firme, lista para pasar revista una vez más. Al parecer ha estado demasiado tiempo dormida, sin ningún estímulo y claro, ahora que ha despertado tiene ganas de trasnochar. No dices nada. Ella se encarga, otra vez, de hacerlo todo. Te muerde el lóbulo de una oreja y te jadea al oído. Del bolso saca un condón grueso como una lona. Te lo pone en un visto y no visto. Te oprime un poco en la base del pene, pero no protestas. Patterson y su compañero siguen a lo suyo. Tu acompañante se te monta encima, a horcajadas. La espalda apoyada en el volante. Te mira de manera sensual, se escupe en la palma de la mano y te embadurna la polla con saliva. Al parecer, la diferencia entre el amor y el sexo radica en la lubricación, piensas. No te da tiempo a reírte de tu propio chiste. Con un poco de esfuerzo ya estás dentro de ella. Se mueve despacio, haciéndote disfrutar. No sabes cuándo fue la última vez que la metiste en caliente, pero estás casi seguro al 100 por 100 de que un tu puta vida te han follado así. Estás en el séptimo cielo y tu racismo empieza a diluirse entre jadeos y respiraciones entrecortadas.
Empieza a moverse más deprisa. La suspensión del Chevy chirría. No te importa que te descubran con las manos en la masa. Ella se aprieta contra ti y comienza a mordisquearte los trapecios. Dentro del coche empieza a oler a sexo sucio y sudor. Por encima de su clavícula ves, a intervalos más o menos regulares, las dos siluetas que siguen con su conversación. Contracción. Espasmo. Contracción. Espasmo. Chorro de semen. Emites un jadeo agudo y prolongado al tiempo que te estremeces de placer. Ella se levanta. Recoge sus cosas y se viste a toda prisa. Al parecer sólo te quería por tu dinero, no por lo simpático y romántico que puedes llegar a ser tras copular en silencio.
Te acomodas. Tu pene flácido sigue dentro de su funda de goma. Le quitas el condón y lo cubres con tus calzoncillos blancos repletos de manchas amarillentas, no sea que se vaya a coger frío. Enciendes un cigarro y fumas despacio. Saboreando lo que acabas de experimentar mientras Patterson parece despedirse de su acompañante.
Les ves darse la mano. Un abrazo entre amigos y se separan. Uno vuelve a entrar en el almacén y el otro a su coche. El cierre cae con pesadez. Patterson arranca y se dirige a la carretera. Acabas el cigarro y esperas unos minutos antes de salir tras él. Volvéis en dirección a la comisaría. Ahora parece tener prisa. Tratas de no perderle de vista, aunque la tarea se te antoja algo complicada.
Pasáis de largo la salida por la que os habéis incorporado antes. No hay problema. Hay gasolina de sobra en el depósito y tienes todo el tiempo del mundo para seguirle. En algún momento tendrá que detenerse.

Veinte minutos más tarde ese momento se materializa.
Entráis en una zona residencial. Mal asunto. Casitas blancas con un pedazo de jardín minúsculo a ambos lados, delimitados por cercas de madera y calles asfaltadas. Todo el mundo se conoce en un sitio así. Le ves meterse por una calle lateral. Al parecer no se ha fijado en que le estabas siguiendo, o tal vez sí y esto no sea más que una encerrona. Sólo hay una forma de salir de dudas…
… Y eso haces.
Apagas las luces y conduces a oscuras, despacio. Hay pocas farolas y la iluminación es pésima. No te cuesta encontrar un sitio donde aparcar. Te detienes junto a una valla pintada de blanco que emite unas fantasmagóricas fosforescencias. Apagas el motor. Permaneces vigilante, al acecho. Ni rastro de Patterson. Escuchas cómo chirrían unos muelles y algo metálico roza unos segundos el suelo. Intuyes que está abriendo el garaje. Bajas del coche y caminas deprisa hacia donde le has visto girar. Te agazapas detrás de unos arbustos. Ahí está. El portón del garaje abierto. Él entrando despacio. El motor ronroneando alegre como un gato feliz en brazos de un niño que lo mima y acaricia. El crack áspero del freno de mano al estacionarse. El contacto apagando la banda sonora y la puerta del conductor cerrándose de golpe. Aguardas al amparo de las sombras. Tienes muy claro qué hacer, y lo primero es eso: esperar.
Una luz dentro de la casa cobra vida en la parte superior. Ves su silueta en la ventana. Se está desnudando. Aún no es el momento. Sigues esperando. La luz vuelve a apagarse. Ahora sí. Hora de empezar a fisgonear como un voyeur pervertido y salido al acecho de fetiches con los que masturbarse.
Sales de tu escondite y te acercas. Es la típica casa de la clase media de después del babyboom de finales de los cuarenta, cuando se había ganado una guerra y la gente follaba como conejos, tú entre ellos, con su típica mosquitera cubriendo las ventanas y la puerta de entrada, dos alturas y un porche de tamaño gigante acristalado y blindado a miradas curiosas con gruesas cortinas. La parte superior tiene dos ventanas amplias. Dos dormitorios, deduces. Sigues inspeccionando la zona buscando algo que te dé información sobre la vida privada del inquilino. Una bicicleta encadenada a un poste, unas jardineras repletas de margaritas o algo por el estilo. Pero no ves nada. Al parecer Patterson no tiene ni niños ni mujer. Bordeas la casa tratando que las sombras no te jueguen una mala pasada. Tampoco parece tener perro guardián. Mejor para ti.
La parte de atrás es un patio con suelo de cemento y una cerca de madera de metro y medio de altura. Todo está impoluto. Recogido. Una barbacoa en un rincón y poco más.
Te acercas a la fachada. No crees que tu suerte sea tan descomunal, pero tienes que intentarlo. La puerta trasera está cerrada con llave. Parece débil y endeble. El cierre lo podía abrir un niño de cinco años con las herramientas adecuadas o diciéndole a su hermano el matón de doce que lo reviente de una patada.
Tomas nota mental de ello. Abres el cubo de basura en busca de algo que pudiera incriminar a Patterson, pero está vacío. Tu fortuna parece esfumarse por momentos. Vuelves a taparlo, procurando no hacer demasiado ruido y caminas sobre tus pasos. Una luz se enciende encima de tu cabeza. Te agachas instintivamente. Le escuchas maldecir y sentarse en el váter. Al parecer tiene diarrea. La mierda escapa en aspersión de sus entrañas a escasos centímetros de tu cabeza. Sientes asco. Termina la faena, tira de la cadena, murmura algo y apaga la luz antes de cerrar la puerta. Cuentas mentalmente hasta treinta y te marchas de allí pitando. Ya has tentado demasiado a la suerte por hoy.

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