NO TIENES HUEVOS
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Nos complace volver a publicar alguno de los relatos mas leidos en la revista. Hoy
NO TIENES HUEVOS
Por Fernando Gracia Ortuño
No soy muy cariñoso que digamos. Pero quiero a mi amo. Tal vez no sea la palabra. Le obedezco lo bastante como para defenderlo a capa y espada como esta noche, hace unas horas. La academia de amaestramiento me adiestró hace años muy bien. Y la verdad sea dicha, siempre estuve deseando que ocurriera lo que ha acabado pasando en el parque del Turó de la Peira esta noche. No me pregunten por qué, es mi instinto innato. Lo estaba deseando desde nací.
Tal vez al nacer hubiera querido desgarrar las carnes del primer humano que puso su manaza en mi cabeza a modo de saludo. Pero no fueron justamente saludos. Los odié nada más tocarme. De hecho creo que les mordí, pero todavía no tenía una dentadura como dios manda, para matar, hacer sufrir con todo mi empeño, como hubiera sido mi deseo, a aquellos sujetos tan poco obsequiosos. Ahora soy un dóberman adulto, bien formado, musculoso, ágil y esbelto y de pura raza; la clase de perro creada expresamente hace casi un siglo para neutralizar y abatir a un hombre sin necesidad de usar armas. Yo soy esa arma. Lo sé desde que veo cómo secretamente se asustan los hombres al mirarme, en una especie de admirativa precaución. En el fondo me temen como a la muerte, y es justamente a ella a la que represento cuando me ven con expresión amenazante o me sienten gruñirles con este furor al pasar por la calle junto a mi dueño. No sé por qué éste me compró cuando terminó mi carrera de adiestramiento, muy parecida a la de un perro policía de defensa personal, para su uso. Tampoco recuerdo cómo fui a parar allí, ni cómo salí con vida después de todo aquello que marcó mi existencia. Él sabe los pitidos que tiene que hacer con el silbato insonoro, así como las señales que provocan o desencadenan un ataque en toda regla contra un posible agresor. Así me lo enseñaron mis amaestradores. Él representa como la jerarquía que tengo que seguir durante toda mi vida, que se fundamenta en ella, si quiero subsistir. No por ello dejo de darme cuenta de las cosas tan absurdas de los hombres, al ser testigo de todo lo que hacen. Ellos se creen que disponen de una inteligencia superior, sólo por disponer del tipo de lenguaje racional que denominan hablado, no por otra cosa. Tal vez desprestigiando en exceso las demás formas de lenguaje y la comunicación no verbal, subvalorándolas, como si sólo por el hecho de hablar y pensar como lo hacen ellos, o dominar el mundo, estas circunstancias los dotaran realmente de superioridad. Una cosa que no entiendo es que los humanos nos adopten. Nosotros los dóberman no los necesitaríamos para nada, los otros perros tal vez sean más blandos, hay perros que se mueren de amor por sus amos, es lo normal en su naturaleza, igual que en la mía lo es el morder, gruñir y matar con el odio más feroz que se puedan imaginar a los enemigos y adversarios, que lo son sólo por el hecho de existir. Podríamos haberlos exterminado hace tiempo, pero mis predecesores fueron blandos y acomodaticios, por eso los hombres se hicieron con todo en este mundo, y es también debido a ello que no tenemos más remedio que adaptarnos. Por comodidad, nos lo dan todo hecho, esa es la verdad, y en ello demuestran una vez más su innata sinrazón. De todos modos entre los dóbermans yo creo que también hay categorías de inteligencia. No todos somos iguales, los hay también blandos, acomodados y poltroneros. Nos aprovechamos, pero esos estúpidos han perdido toda la esencia de los dóberman de pura raza, y en realidad somos nosotros los que salimos ganando en economía de subsistencia, somos los elegidos por la naturaleza, pues ellos, al ser tan estúpidos sólo merecen morir, sobre todo los inferiores con forma de felpudo, por ejemplo, o salchicha o elefante, u otras razas de sangre no superior como la de los dóbermans. Por todo esto, cada vez que encuentro por la calle a algunos de estos perros de otras razas, les gruño y al menor despiste de mi amo les pego unas buenas dentelladas para darles su merecido por haber violado mi espacio y territorio, al pasar por donde yo estaba en esos momentos, y por no huir ni escaparse con el rabo entre las piernas nada más verme, sino que, por el contrario, acogerme gruñendo y ladrando como enajenados, los muy desgraciados. Me da igual la miserable vida de estos perros de razas bastardas. No tendrían que pasar jamás por mi lado. Es más, no tendrían siquiera que existir. No los puedo ver, es que no puedo… En cuanto se me acercan: ¡Grrr!!! Nadie más que un auténtico dóberman puede entenderlo. ¿Acercárseme?: Sólo estaría permitido que lo hicieran las hembras. Los machos de estas razas inferiores sólo buscan el cariño del hombre en vano. Lo encuentran allí donde lo han perdido, sin valor alguno, creyendo erróneamente que nosotros no los devolveremos a su estado original, es decir, al otro mundo, que es en realidad dónde deberían estar estos perros blandengues. No sé si los odio más que a los hombres, la verdad… Tal vez mi dueño se esté haciendo mayor y le tenga miedo al tipo de gente que yo más detesto. Esto es: a los maleantes atrevidos que me miraron por encima del hombro, teniéndome en nada, sólo por ser un perro cachorro indefenso cuando nací. No se fijaron en mi raza. Para ellos sólo era un perro como tantos otros, porque se pensaron que por ser un animal nada más, era inferior. Por eso les tengo tanta inquina, a más no poder, porque se pensaron que eran humanos, es decir, seres equiparables a dioses de la naturaleza, dueños del planeta, como ellos se creían ¡humanos! Iban armados, eran más que yo, y ya está, he ahí el clic de la cuestión. Jamás se les pasó por la cabeza que también son animales. Mucho peor que animales. Se creyeron que por tener inteligencia racional gobernarían el destino, y sólo por tenerla, podrían conmigo como lo hicieron cuando no tenía a nada ni a nadie en el mundo que me defendiera, imaginando que me harían papilla, hacerme huir a patadas, gañendo como uno de esos perros bastardo o un cobarde chiuaua, perros todos como lo que me topo cada día y sólo el bozal impide que los reviente a bocados. ¡Es lo que se imaginan la mayoría de los delincuentes! ¡Ni siquiera se pueden hacer a la idea de lo que pasaría si mi dueño me soltara el collar o me ordenara, simplemente con un soplido de silbato, atacar. Es por eso que les tengo tantas ganas, tanta manía. Cada uno de ellos representa a cada uno de ese pasado. Es a raíz de todo esto que se armó la que se armó en el parque esta noche, cuando la pandilla aquella de navajeros drogadictos intentó atacar a mi dueño. ¡Todo fue tan rápido en cuanto se desencadenó! Ahora es sólo un recuerdo, claro, todavía más rápido, si cabe, de lo que en realidad ha sido. Pero esos momentos se viven intensamente, como si fueran instantes de eternidad infinitos. Pero a lo que iba: mi dueño me sacó a pasear como cada noche, sobre las siete y media, ocho. Ya era oscuro en lo alto del barrio de la Taxonera, próximo a Horta, en donde siempre nos dirigimos bajando la calle Dante hasta que prácticamente nos topamos, en Vilapiscina, con el muro de la escalerita metálica que nos introduce en el parque del Turó de la Peira. Recuerdo que el viejo tironeaba fuerte de la correa, al ver que me impacientaba por llegar, pues en cuanto llegamos me suelta y como nadie nunca denuncia, aprovecho para hacer mis necesidades en cualquier sitio, y luego voy trotando por todo el parque sin bozal para ver si me encuentro con alguna perra en celo o le puedo dar una paliza al primer can que me tope por el camino. Esto es lo más normal, ocurre muchas veces, incluso a veces le violo la perra delante de sus propias narices a algún mastín imbécil que se atreve a plantarme cara y el muy bobalicón se me queda luego mirando como un tonto, pues mi dueño no se entera de nada y siempre se pone a hablar con unos ancianos que juegan su partida de cartas de la tarde junto al parquecito de los niños, donde al lado está el más descabellado de los inventos del hombre, el pipi can. (La cosa más inútil y estúpida que pueda haberse inventado jamás nadie, fruto seguramente de la degenerada mente de algún político descerebrado, no ya humanos, sino en el universo entero, pues de sobras sabemos que no sirven de nada estos inventos innecesarios, como la infinita variedad de contáiners de todo tipo y color, las máquinas limpia aceras, los barrenderos y demás elementos incapaces de limpiar las calles de cagarrutas de perr
o y vomitonas y meadas de humanos. Es más, los pipi can incluso son muy peligrosos para los niños, que juegan al lado y muchas veces los más pequeños cogen sin querer nuestras boñigas y se las meten en la boca como si fueran chuches, y las escupen luego delante de todo el mundo sin que las pobres desgraciadas de sus madres se enteren siquiera, porque andan chismorreando por ahí con las vecinas). Pero, como iba diciendo, justamente el día de autos yo estaba dándole una buena tunda a uno de esos pastores alemanes que había osado interrumpir una de mis cópulas con una perra de su misma raza, cuando de pronto escuché los inhumanos gritos de horror de las marujas, fui corriendo como un galgo hasta mi dueño. Intuí enseguida que algo grave estaba ocurriendo. El espectáculo que me encontré, en efecto, no pudo ser más prometedor para mí, sediento de sangre como venía de la pelea, furioso y lleno de resentimiento por no haber podido enviar al otro barrio al pastor alemán aquél. Fue como si todavía me enfureciera más el hecho de que además de que me habían obligado primero a bajarme de la perra que estaba montando, con un dolor de pene que ningún humano jamás se podrá imaginar, al sacarla así de golpe, además de eso, digo, el susodicho pastor alemán no había recibido del todo su merecido y esto me escocía por dentro como una herida en agua hirviendo. Entre perros estas osadías se pagan con la muerte. Cuando llegué la pandilla de navajeros ya había tirado al suelo a mi dueño y jugueteaban con él y sus pertenencias. Le estaban incluso dando patadas y golpes con un bate de béisbol. Lo insultaban por tandas con toda clase de delicatesen con esas bocazas fanfarronas que tenían, haciendo un estruendo que a muchos humanos intimidan tanto como para no tomarse el asunto con la seriedad que merece. Por lo visto no habían encontrado suficiente dinero en su cartera y esto les pareció el colmo de la desfachatez. Tengo que decir que tuve bastante suerte, porque al verme venir lanzado como un bólido asesino hacia ellos, gruñendo con furia y determinación, cinco de ellos hicieron pies en polvorosa en décimas de segundo, y un sexto lo hizo al ver cómo me abalanzaba sobre el cabecilla, el que llevaba la navaja justo en la mano, que le trituré de buenas a primeras al primer lance. Cuando vio que le había separado la mano y su muñón comenzó a sangrar como una boca de riego, el primero se asustó tanto que trastabilló cerca de los columpios, pero la víctima se puso a gritar como un cobarde y casi perdió el conocimiento. No obstante, continuaba debatiéndose, al despertarle, por cuanto yo seguía tenazmente en mi feroz empeño de separarle la otra mano. Bueno, a ver si me entienden, yo no me lo estaba comiendo, sólo quería desgarrarlo hasta su mínima expresión, esto es: hacerlo picadillo a dentelladas. Que le doliera y sangrara y se desgañitara hasta que pidiera perdón como un gusano insignificante, bajarle el ego ese de chulo playa que tenía unos minutos antes, cuando se vanagloriaba pegándole y humillando a un viejito pacífico. En un momento dado, cuando hubo perdido bastante sangre y me miraba turbiamente desde el suelo de grava del parquecillo de los niños, cogí su otra mano ensangrentada del suelo y me puse a su lado a lamerla, cerca del banco donde se había recostado mi dueño recuperándose de la paliza. Así, mientras yo miraba a un humano indigno de ese nombre fijamente, que me retrotraía al pasado remoto, gruñendo y con ganas de acabar con su vida, en una escena remotamente parecida a cuando mi dueño se acerca a la comida para juguetear a cogérmela mientras yo me pongo hecho una fiera, la noche se enfriaba en los huesos, y las probabilidades de un amanecer se hacían cada vez más evanescentes para el pobre navajero atracador, que se debatía ahora entre la vida y la muerte, mirándome esperanzado, como si fuera su dios, con esa carita de pena y conmiseración, como si sólo por eso fuera a ablandarme alguna vez. Como si alguna vez que no fuera esa hubiera siquiera pensado en mí como en algo más serio y más sagrado que una simple colilla de la acera, o un trasto orgánico insignificante. Yo lo observaba en cambio cada vez más de cerca, reconociéndolo, gruñéndole para intimidarlo y acercándole la mano y lamiéndola mientras su muñón, en su ridícula orfandad, continuaba manando sangre culpable y sucia. Era espectacular la escena en la noche fría y oscura. Las marujas se habían ocultado entre los árboles y la copiosa hojarasca de otoño. Alguna de entre ellas, en un momento dado, llamó a la policía. Los gritos y las alharacas que proferían me divertían, pues parecía como si nunca hubieran visto un perro cabreado. Los hombres, que no acertaban a organizarse en su confusa indeterminación, no se atrevían a acercarse, sobre todo después de estar viendo durante un buen rato lo que he había hecho al cabecilla de los atracadores. Tal vez ellos mismos, en un desquite inconsciente, se regodeaban al ver a uno de sus verdugos del barrio, perecer en poco tiempo tal como ellos seguramente habían anhelado en secreto durante tanto tiempo de privaciones y hurtos. Sobre todo, creo, su humanidad los frenaba porque la velocidad, la determinación y la potencia de los ataques los había dejado del todo anonadados. Lo que les había paralizado las piernas y el pensamiento era una rabia tan grandes como la que yo les profesaba a esos sujetos. Desde que nací y comprendí que los que me zarandeaban y golpeaban no eran dóbermans como yo en aquél local abandonado en medio de la ruina de la nada, comprendí cuáles eran mis enemigos a ultranza en este mundo. ¿Cómo iba yo a dejar escapar la ocasión de darle ahora su merecido después de tantos años a los mismos energúmenos que habían masacrado a mis hermanos, tiroteado a mi madre y degollado a mi padre? Por el olor hacía rato que los había reconocido, eran ellos, la pandilla de los descampados de Pueblo Nuevo y La Mina, los ladrones y dogratas que con los de su misma especie cometen a diario millones de tropelías pero que jamás habían conocido la justicia animal y superior de los dóbermans. No quería dejar escapar la oportunidad, y que el malnacido ahora se muriera sin acabar de darle la lección de vida que me proponía. Tenía que seguir con vida, tenía que ver lo que había hecho, que yo era aquél cachorro que se les escurrió en sus jugueteos cuando se despistaron aquella tarde en la fábrica abandonada y en ruinas de Pueblo Nuevo. Era yo, y por eso no debía morir todavía hasta comprenderlo. Me acerqué a su entrepierna gruñendo y el tipo pareció enloquecer. Todo y que estaba muy débil ya, el miedo mantenía su consciencia alerta en un alarde de aguante y aplomo asombrosos. Comencé a desgarrar sus pantalones con furia loca, recordando todo lo que me habían hecho cuando no podía defenderme, cuando era un simple cachorrito de apenas unos cientos de gramos de peso, rompí y desgarré, deshilachando y separando los retazos de algodón hasta llegar a mi objetivo. En menos tiempo que cantó un gallo el gran atracador, el súper hombre, el súper drogata asaltador de los caminos, ya no era hombre. Si salía de esta se acordaría de mí por el resto de sus días. Había abierto mucho los ojos, pero sin fuerzas, había luchado todo lo posible, se había debatido como un jabato retrepándose por el árbol y tratando de ponerse de pie. Pero de nada le había servido todo ese esfuerzo, estaba muerto, lo sabía, sólo era cuestión de tiempo. Sabía que si se libraba de esta no acabaría muy bien parado justamente, pues ya no era hombre. Por eso me lo quedé mirando fijamente mientras redoblaba mi gruñido espantoso en la noche, como el de un toro inmenso de la noche oscura que todo lo abarca. Sólo yo y mi gruñido lo invadían todo. El bicho ese se debatía ahora por mantenerse consciente antes de palmarla. En esos instantes le dije, sí, me acerqué todavía más y se lo dije, se lo dije, aunque sea un dóberman, se lo dije: “¡No tienes huevos!”. Y repetí, mirándolo de nuevo: “¡No tienes huevos!”. Pero de verdad,
ni los tuviste nunca ni los tienes ya. Ahora ya no, nunca los tuviste para enfrentarte a la vida real. En efecto, sólo los energúmenos que se creen superiores a los dóbermans carecen de huevos para acojonarse. Sólo los valientes tienen miedo, los idiotas son demasiado presuntuosos para ello, hasta cuando se topan con él de bruces, pero ya es demasiado tarde para ellos, entonces suele pasar que ese miedo les paraliza, porque jamás lo han tenido en realidad, o si lo han tenido no se lo han llegado a creer no han sido honestos con su condición primaria de la naturaleza, porque son demasiado bravos, demasiado chulos, demasiado “valientes”, estos bravucones de las pandillas callejeras, estas hienas amigos de la superioridad segura del grupo, demasiado chulos de playa como para tener miedo, demasiado “hombres” se creen mientras nadie les baja los humos. ¡Gilipolleces! Estos supuestos valientes jamás han odiado tanto como nosotros los dóbermans, con esa presunción tan pacata y autosuficiente que tienen. Mi dueño, todo y ser un pobre viejo, me valora por lo que soy: su defensor. No se cree nada más de lo que es en este mundo. Y me teme por lo que represento. Cuando llegó la policía, ¿os creéis acaso que iban a poder siquiera soñar con cogerme? Ni en sueños. Esperé a mi amo en la casa, cuando llegó me puso la comida. Es para lo que están los amos, y nosotros, los perros de defensa personal, se lo sabemos agradecer, si nos tratan bien. Es un intercambio en este mundo ingrato. Mi amo al verme esperándolo en el portal, se ha asombrado y alegrado mucho. ¡Estaba tan agradecido! Nunca se hubiera imaginado que los arduos entrenamientos pudieran ser en realidad efectivos como lo fueron. No se lo acababa de creer, me convertí en su héroe. Subimos al piso. Me puso la comida. Traía la mano del sujeto consigo, en una bolsita de nylon, supongo que para eliminar pruebas asquerosas; una mano ensangrentada y sucia de gravilla del parque de los niños, llena de sangre como mis fauces, siempre sedientas e insatisfechas, siempre ansiosas por morder y destrozar, desgarrar y destripar, matar y descuartizar humanos medio idiotas o delincuentes como los que me topé siendo cachorro y que, mira por dónde, justamente hasta hace unas horas, nunca pagaron lo que hicieron. Hasta hoy…
© Texto: Fernando Gracia Ortuño
© Publicación: Solo Novela Negra.
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