No se abandona hasta cerrar el caso por Juan Pablo Goñi
No se abandona hasta cerrar el caso
Juan Pablo Goñi Capurro
La escena parecía construida por el director de arte de una película de horror. Sangre por doquier, huesos desmembrados, dos cabezas sobre un mantel cuyo color original era imposible de discernir. Los ojos abiertos de los muertos, hombres por las barbas que se mantenían entre los huesos desmontados a golpes, apuntaban directo a la puerta donde, por turnos, se asomaban los policías. Turnos breves, a los pocos segundos las figuras desaparecían y el sonido de las arcadas recorría la casa. El pasillo mostraba que varios no consiguieron llegar al patio para evacuar los vómitos. La pestilencia reunía ingredientes diversos, a la vez era ácida, podrida, nauseabunda y mohosa. El calefactor encendido, al fondo de la sala del doble crimen, colaboraba para tonar irrespirable el ambiente.
Brucco no se asomó, ni siquiera ingresó a la casa. Permaneció en la vereda. Su colega de turno, Calosino, el extremista de los procedimientos, salió a los pocos instantes de ingresar; estaba aferrado al cerco, vomitaba las galletas de agua que había desayunado. En derredor, hombres y mujeres, de uniforme o de paisano, se contorsionaban en poses similares; descargaban desayunos más suculentos, cenas copiosas y algún tentempié. El jardín delantero y el patio recogieron masas amarillentas y rosadas, apenas disimuladas por el pasto alto.
Había llegado la camioneta de la policía científica; los peritos estaban ocupados en las maniobras de vaciamiento de estómagos, ni siquiera los barbijos pudieron protegerlos de la bomba atmosférica estallada en la casa setentosa, cercana al centro de la ciudad.
Los comisarios se reunieron con el tano; Tomicci, su superior en la brigada, y Vega, el jefe de la comisaría primera.
—¿Es como dicen, Tano?
—Peor —respondió al último.
Tomicci, manos en los bolsillos, se mantuvo callado. Vega se pasó la mano que no sostenía el celular por la panza, en tanto intentaba identificar a los efectivos que se doblaban en el pasto. Buscaba al capitán Perrota, su alcahuete preferido; Brucco sonrió para adentro, lo había visto correr hacia el patio trasero, lívido y desorbitado.
—Parece que sos el único que no fue afectado.
Vega dudaba en ingresar, Brucco no le aclaró que su resistencia se debía a que no lo había hecho. Sin que lo solicitaran, se puso a informarles lo que conocía de oídas.
—Dos muertos, a menos que cuando junten los trozos se den cuenta que hay más. En ese caso, serían muertos sin cabeza.
Tomicci dio vuelta la cara, como si viera la escena. Vega acarició con más insistencia la barriga, tenía contenido abundante para regresar a la tierra madre.
—¿Hombres?
—O mujeres barbudas, que nunca se sabe.
—Más respeto, Tano, esa gente seguro que tiene familia.
El Tano no discutió la afirmación de Vega, aunque lo merecía; una hora que se conocía el hallazgo, había periodistas dando vueltas, seguro habían montado un show en las redes, ¿dónde estaban esas familias? Sonrió cuando vio a una chica, grabador en mano, buscando a quién entrevistar. Por una vez que la policía estaba casi desmantelada por la epidemia de vómitos, incapaz de custodiar la escena del crimen, a ninguno de los miembros de la prensa se le ocurrió meterse a tomar fotos. La chica titubeó, los colegas estaban encima de los agentes que devolvían; dos comisarios juntos eran una tentación para ella, pero no se atrevió.
—Deberíamos entrar, ¿no, Diego?
A Tomicci no le gustó la invitación de su colega. El Tano no se ofreció a hacer de cicerone; desde la puerta de calle, había visto que el pasillo conducía derecho a la sala del fondo, sede del ritual horrendo.
Vega esperó, Tomicci asintió y ambos atravesaron el vano. El inspector sonrió. Calosino estaba sentado, boqueaba, se abanicaba con la libreta de notas en la que contrabandeaba escritos para su taller literario. Linda descripción tendría para lucirse adelante de los compañeros de escritura. Brucco giró hacia la calle; más gente. Decidió poner orden.
Reclutó media docena de agentes y los hizo formar un cordón; se suponía que la gente de seguridad se encargaba de esos asuntos, pero era obvio que la jerarquía no estaba en condiciones de ponerlos a ejecutar las tareas pertinentes. La vereda quedó libre en pocos minutos. Los periodistas se ubicaron en la primera fila de curiosos; sin el obstáculo de la gente amontonada, tuvieron la chance de tomar primeros planos de los dos comisarios que se retorcían contra la pared del frente. Ambos apoyaron las manos en las piedras marrones para no caer ante la fuerza con que los embistieron desde adentro las sacudidas de hígados, estómagos, intestinos y demás.
Hubo gente que retrocedió, más que por el olor, por el ruido que emitieron los dos jerarcas; se los escuchó como si sus cuerpos fueran a partirse para que brotara de ellos alguna criatura tipo Alien. Brucco caminó hacia el pilar de los medidores de gas y luz, en el límite con la casa contigua. Calosino lo vio; se acercó a paso lento, mientras pasaba un pañuelo descartable por su boca; era el último de los dos paquetes que cargaba siempre consigo.
—¿Qué tenían en la casa, Tano? Se ve que los torturaron para sacarles información.
El Tano no había visto; a fuerza de las pocas frases que pudieron emitir los que abonaban la casa, tenía una composición de lo sucedido.
—¿Desde cuándo tenemos ladrones tan sangrientos en la ciudad?
—¿Seguro que fueron ladrones?
Calosino estudió al Tano. Luego repasó su ropa, tenía los zapatos manchados de vómito, también las perneras del pantalón.
—¿Cómo pudiste resistir eso?
—Calosa, ubicate. Tenemos un caso para investigar, ¿te pensás que Perrota va a encontrar algo entre los vecinos?
Perrota estaba entre los arbustos del fondo, pudieron verlo desde esa posición en la que no estorbaba la casa, una de las pocas que no estaba edificada hasta los límites del terreno.
—No creo que esté buscando vecinos, está vomitando.
Calosino se sintió mejor, se irguió, aspiró con ganas. Vio el show de los comisarios y recuperó más energía. El Tano siguió trabajando en las hipótesis.
—¿Te parece que un jardín como este puede estar tan descuidado, si los dueños de casa viven en ella?
Calosino fue a mencionar las marcas de los vómitos; al mirar mejor, comprendió a qué se refería el colega. Pastos crecidos, hierbas entre los macizos florales, borrado el límite de los canteros.
—Los trajeron, ¡un ritual satánico!
—¿Ritual satánico sin imágenes diabólicas?
El inspector más joven del equipo repasó las imágenes conseguidas en los pocos segundos en que se expuso al horror. Ningún altar, nada en las paredes, en el suelo muebles volcados, sillas quebradas, trozos de vendas. Perdió detalles por la huida intempestiva, pero hubiera visto signos en caso de haberlos. Aunque la demonología no era su fuerte, tenía entendido que los símbolos presentes en los ritos eran grandes, fueran objetos, como tableros, o escrituras en las paredes.
—Entonces, no sé. ¿Los trajeron porque sabían que la casa estaba vacía?
—Va mejor, Calosa, va mejor.
En la vereda, el forense discutía con los comisarios; un paso atrás, el fotógrafo policial y dos agentes de la científica. Aún no había arribado la ambulancia de la morgue. Seguro que ninguno quería entrar. Por entre la gente situada a seis, siete metros de la puerta, pasó un hombre de traje. El fiscal Arregui, con físico de rugbier que no daba la altura, se reunió a la improvisada junta que debatía los próximos pasos.
Calosino continuó; el Tano adivinó que quería correr a su casa para quitarse los pantalones y los zapatos manchados, a cada minuto el joven se miraba los pies, con ganas de esconderlos.
—Los torturaron, eso quiere decir que les querían sacar información. Como no la consiguieron, los mataron.
—¿Era necesario desmembrar los cuerpos y cortales las cabezas?
—¿Qué querés decir?
—A ningún idiota se le ocurriría que los cadáveres no serían descubiertos, en esta ubicación. ¿Por qué los pusieron así?
—Para dejar un mensaje…
Brucco miró la calle, se había formado un embotellamiento con tantos patrulleros en la calzada. Se oyó algún bocinazo, los particulares se gritaron. El Tano dejó al colega y llamó a una mujer policía. Le señaló la esquina y le indicó que cortara el tránsito. La chica buscó al compañero y se dispuso a cumplir las órdenes. En situaciones caóticas, los que permanecían serenos eran jefes, sin necesidad de cargos o galones.
Esperó que los agentes desalojaran la vía y la cerraran al paso. Luego, volvió a atender al colega.
—Bien, Calosa. Caso resuelto, podemos irnos a casa.
—¿Cómo irnos a casa?, ¿sabés quiénes son los asesinos?
Al Tano no se le ocurrió rebatir el número; era impensado que una sola persona hubiera hecho la doble carnicería. Sacó el teléfono y consultó los mensajes: ninguno. Teresa, la piba que vendía celulares en la agencia de Claro, no se dignaba responderle.
—Tano, no entiendo lo que decís.
—¿Quedamos en que fue un mensaje?
Calosa asintió. Brucco se tentó; el joven, cabello desarreglado por una vez en la vida, lo miraba como un estudiante que escucha una clase maestra, dictada por un profesor extranjero —siempre se emboban con los extranjeros.
—¿Quién mandan mensajes así?
—Los mafiosos.
—¿Qué mafias tenemos en el país?
—Los carteles de droga.
Tanto como carteles… Brucco prefirió no enredarse en las ganas de ver todo más grande que dominaban el espíritu del juvenil Calosino.
—¿Entonces? Asunto terminado.
—¿Cómo asunto terminado? Hay que ver quiénes fueron los ejecutores, descubrir a los autores materiales del hecho…
Brucco le colocó la mano en el pecho para hacerlo callar.
—Calosa, ¿qué dijimos? Carteles, drogas… No somos de narcóticos, no es nuestro asunto, ¡caso resuelto para la brigada!
Brucco se frotó las manos, nada de hacer horas extras sin paga, ni de enfrentar a criminales capaz de causar semejante estropicio; narcóticos, o la policía federal. Dejó al contrito Calosino amargado porque se perdía un caso rutilante, y se acercó a los recompuestos comisarios. Ya el forense estaba en lo suyo, como los de la científica.
—¿Podés creer, Tano? Los tipos no querían trabajar porque había mucho olor. Como si nosotros no fuéramos a seguir a los asesinos porque son gente peligrosa.
El Tano les siguió la corriente; no vio a Dambore, el encargado de narcóticos, ¿cuándo pensaban llamarlo?
—Estaba vez tenemos una difícil, Tano, esta gente…
¿Tenemos? Nada, ese asunto era de otro. Era necesario aclararlo de entrada.
—No es un caso para nosotros, jefe, esto es para Dambore, capaz que para la federal.
—¿Encontraron droga? —interrumpió Vega.
—No es necesario, es un caso claro de ajuste de cuentas, con mensaje incluido.
Sigiloso, Calosa estaba ya detrás del Tano; escondía los zapatos. Al ver que los comisarios tenían manchas hasta en los muslos, relajó la postura.
—Buen punto de vista —aceptó Tomicci.
Los vio tan pensativos que apresuró la resolución.
—No hay simbología para pensar en un rito satánico, no son los dueños de casa para pensar en un asalto, es un ajuste cuentas.
—¿Dónde está Dambore? —Vega movió la voluminosa cabeza buscando al hombre de narcóticos
Brucco se felicitó, ya los tenía, ya se veía tomando mate en la oficina, lejos de ese hedor que les llegaba estando a más de veinte metros de la sala. La voz de Calosino lo sobresaltó.
—Creo que igual deberíamos encargarnos, puede ser un ajuste de cuentas de piratas del asfalto, o de cuatreros…
Brucco quería estrangularlo, ¡en eso se había quedado cavilando!
—¿Dónde vivís, Calosa?, ¿dónde viste que hubiera un cuatrero asesinado y expuesto así? ¿O un pirata del asfalto? ¿No viste lo que pasa en México?, ¿no viste los cadáveres mutilados en ciudad Juárez?
Tomicci decidió tomar partido en la discusión.
—Calosino tiene razón, nos hacemos cargo hasta conocer más. Llamo a los muchachos para que los ayuden, ya que ustedes fueron los primeros en entrar, quedan a cargo.
Los comisarios salieron rumbo a los coches. Calosino, ufano, pasaba el peso del cuerpo de la punta a los tacos de los pies.
—¿Viste, Tano? Nos quedamos con el caso.
El Tano se preguntó si en la sala los asesinos habían dejado los elementos utilizados para desmembrar los cuerpos; la cabeza de Calosino quedaría perfecta para completar un trío sobre la mesa que, según decían, estaba tan roja de sangre. Incapaz de encontrar una respuesta que no fuera un insulto, prohibido delante de tantos testigos, Brucco golpeó un puño contra la palma de la otra mano.
—Gracias por el aplauso, Tano, pero si lo hacés con las dos palmas, duele menos y suena más.
Lo que faltaba, el doctor Mussi, ácido forense, menos amigo del trabajo que el tano Brucco. Lo interceptó igual, era la última esperanza.
—¿Hay drogas?
—¿Te pensás que hice una autopsia in situ? Bah, para eso no hace falta autopsia, tienen más drogas encima que un cargamento pasando por Paraguay.
Mussi encaró hacia la esquina, allí estaría el Toyota estacionado, supuso Brucco. Calosino lo siguió mirando hasta que salió del campo visual, la boca abierta. Mantuvo la expresión de anonadamiento al volverse al Tano. No comprendió la sonrisa de su compañero.
—Viste, Calosa, hay que saber preguntar. Llamá a Dambore para que se haga cargo, yo le aviso al jefe que no reúna la brigada.
Brucco bajó a la calle, cruzó entre los vecinos que insistían en ver algo atravesando las paredes, y pulsó el número de Tomicci. Lo había logrado otra vez, caso terminado para la brigada.
©Relato: Juan Pablo Goñi, 2022.
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