Miembro fantasma

MANUEL BAREA|

 

Solo queríamos divertirnos. Eso era todo. La mayoría de las chicas teníamos por seguro que para Papá Eu aquel era el principal argumento a favor de contar contigo: debías estar dispuesta a divertirte.
Papá Eu no era solo un jefe para nosotras, sino mucho más, pero, de haberlo sido, de haber optado por interpretar a conciencia el papel de Jefe, habría engrosado las filas de esos que tratan de motivarte con frases como «Lo único por lo que tenéis que preocuparos es por salir ahí fuera y divertiros. Si conseguís eso, la venta sale sola». En realidad, más de una vez pronunció algo similar. Papá Eu solía hablar muy a menudo sobre la familia y sobre nuestra tarea, nuestro lugar en el Universo. Así lo llamaba. Al principio, cuando te acababa de reclutar, tú solo pensabas en que estabas recorriendo el país en furgoneta con chicas de lo más simpático y vendiendo puerta por puerta para costear las pocas necesidades del día a día. Vivir con poco. Aspirar a poco. O quizá no tanto: aspirar a ser libre. Pero Papá Eu nos decía que teníamos una Misión importante; nos decía que nosotras éramos su familia y que salvaríamos el mundo. Que, gracias a nosotras y a su visión, el planeta podría al fin sanar sus heridas, podría empezar de nuevo de cero lejos de la barbarie. Papá Eu era atractivo, encantador y elocuente y realmente conocía métodos para que no fueras consciente de la ironía. Lamento decir que yo fui de las pocas en hacerlo, en ver el cinismo en los ojos de Papá Eu, un cinismo que hasta cierto punto era idéntico al de esos hombres que están convencidos de que la única manera de sacar un clavo es con otro clavo.

Nosotras éramos su batallón. Su infantería, su ejército de tierra. Sus chicas morenas del sur, archivadas en los expedientes de nuestros respectivos institutos entre los cursos de cuarto de la ESO y segundo de Bachiller. Repetidoras habituales. Asándonos en nuestras casas de cemento y enseñando cacho en las piscinas públicas y en las plazoletas. Corderos descarriados. Papá Eu pasaba, te veía y te salvaba. Y tú huías por la tierra antigua y entrabas en su furgoneta, creías que corrías a mantener viva la esperanza en un poder desconocido que desea permanecer oculto. Como si una chica pudiera conseguirlo. Como si una chica pudiera conseguir alguna cosa.

Ahora pienso que se trataba solo de un deseo, una fantasía, pero una demasiado real como para rechazarla desde un principio. Las sensaciones eran maravillosamente distintas a las que había experimentado con anterioridad y las texturas también. Del suelo polvoriento al cuero frío de los asientos y el soplo de aire por las ventanillas de la furgoneta. De los ladridos de perros atigrados sujetos con cadenas y escupiendo babas blancas a las risas joviales de las chicas. De repente, las preocupaciones se desploman fulminadas, muerte súbita. Preocúpate por divertirte, nada más. Baila sobre la hierba. Es posible que hasta aquel entonces ni siquiera supiese cómo se siente la verdadera hierba bajo tus pies, me refiero a la hierba húmeda y fresca y al olor de la hierba recién cortada. Es triste pensar que la primera vez que percibes dicho olor es con dieciocho años. Papá Eu lograba impedir que un pensamiento como este te asaltase en ese preciso instante y que te detuvieras para observar tus pies con gesto triste. Sigue bailando en círculos. Él tocaba la guitarra. También nos hacía el amor una por una. Cada noche. No había un turno preestablecido. No había normas. Todo era tan espontáneo que apenas existía la noción misma de espontaneidad. No había plan ni rumbo, aunque Papá Eu te inspirara lo contrario sin ni siquiera esforzarse en ello.

Compró un terreno tan barato y apartado de cualquier tipo de civilización que todas nosotras creímos que algún especulador sin escrúpulos le había apretado tanto las tuercas que él finalmente tuvo que ceder y gastar parte de los ahorros en aquella finca. Pero pronto nos convenció del lado positivo: nos dijo que aquel era nuestro refugio, nuestro Santuario. Las orgías (que Papá Eu llamaba Comuniones) serían mucho más cómodas en las amplias habitaciones con colchones sobre el suelo primero y somieres de matrimonio después. Mientras algunas chicas salían en la furgoneta a vender los productos de cosmética puerta por puerta, otras se ocupaban del huerto, del pozo, de preparar la comida, de la colada y la limpieza del caserío, o de ayudar a Papá Eu con sus escritos e ir a su dormitorio a medianoche. La vida parecía incuestionable.

Supongo que, como en cualquier otra clase de vida, los problemas comienzan cuando la cuestionas. Las teorías de Papá Eu sobre el fin de los tiempos eran cada vez más inverosímiles. Pero él creía estar en lo cierto (al fin y al cabo su biblioteca aumentaba cada semana). Y todo porque la temperatura de la zona había permanecido durante meses invariable en dos coma ocho grados. Decía que este era el indicio definitivo de que el apocalipsis llegaría de la forma más simple: por una ola de calor. De manera similar al choque térmico de la erupción de un volcán o de la onda expansiva de una bomba H. Quería ahorrar para visitar Pompeya. Quería practicar allí su ceremonia del Fin Del Mundo. Conocía la fecha exacta. Empezó a presionar a las chicas para que vendieran más y para tener hijos suyos. A nosotras eso nos parecía mejor que lo que teníamos antes. Papá Eu era mejor padre que cualquiera de los biológicos.

Pero luego la policía te enseña las fotos. Se asemejan a las de una tribu kali’na de finales del siglo xix. La finca estaba en la selva. Los ojos de las chicas de las fotos que te extiende el agente están vacíos y esto les confiere un tono siniestro y deprimente. Recuerdas que las fotos se encontraban por todas partes. Recuerdas que era otra especie de rito, de tradición. Una foto de nosotras juntas para cada estación del año. Primavera de 2009, otoño de 2014. Eres capaz de ver las diferencias. Antes, no. Solo eran fotos que decoraban los pasillos del caserío. Son como los letreros de los hoteles o las fábricas: Cuidado con esto, Prohibido lo otro. Son como señales luminosas que te marcan la salida. Una advertencia nada sutil. Porque ahora reparas en el hecho de que hay chicas en las fotos que dejaron de estar entre vosotras. Es como si durante todo ese tiempo hubiese habido fantasmas por los pasillos. Fantasmas que nadie vio. A algunos de ellos les faltaban miembros, como a la Venus de Milo.

Entonces no me preguntaba si existe una conexión entre los deseos y la vida real. Papá Eu quería hijos. Pero en la granja no contábamos con la experiencia ni las instalaciones sanitarias. Sepsis, pulmones que no se abren con oxígeno… Al final, como con todo, te acostumbras, aprendes, y hay niños correteando por el musgo y el cieno. Tú deambulas por la granja sin acordarte ya de las que están bajo tierra pero continúan por los pasillos. Deambulas sin parar por la granja y el porche con chicas nuevas en camisón fumando algo desconocido y bebiendo algo que ha fermentado en el váter del piso de arriba, un caluroso atardecer tras otro, colinas chapadas en oro de baratillo, y así, cuando concluyes que sois vacas y mulas, animales que pacen lento, es demasiado tarde. Papá Eu nos dice para qué estamos aquí, cuál es nuestra Misión. Se derriban las torres, se secuestran los camiones, se cargan las ametralladoras, porque hay ciudades que apenas merecen un bonito recuerdo; caerán en el olvido cuando desaparezcan de los Noticiarios junto con los peones, veinte chicas flacas y exhaustas y demasiado débiles como para remontar un terraplén con árboles doblados o enfrentarse a la polla colgona y pringosa de un treintañero de setenta y dos kilos.

Sí, demasiado cansadas. Accedimos. Capitulamos. No hubo más explicaciones. No más remontar terraplenes, defender torres, esquivar camiones ni balas, escapar de choques térmicos u ondas expansivas. No más buscar una conexión entre deseo y realidad. Esto solo es una tierra extranjera. Vemos una luz blanca en la ventana; los cristales se sacuden con cada gemido y yo espero a ser la siguiente bajo una luz blanca. No estoy segura de si él vendrá con su calor inhumano, dos coma ocho grados Celsius. Ya no, mi amor. Pero sí estoy segura de que otros vendrán con sus pelotas de goma y sus espráis de pimienta y sus latas de humo y que entonces se desatará la auténtica barbarie, y nos pedirás que hagamos un sacrificio, por la Misión. Entonces dejaremos de divertirnos, amor. Esto será Waco y tú otro hombre desalmado y desgraciado en el Noticiario dispuesto a caer también en el olvido para cuando entren los Deportes.

 

¹Este cuento ha sido inspirado por el tema Phantom Limb, de The Shins (2007), y el relato Entropía, de Thomas Pynchon (1960).

 

Texto © Manuel Barea- Todos los derechos reservados

Publicación © Solo Novela Negra- Todos los derechos reservados

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