MÍA


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SOLEDAD GARCÍA GARRIDO|

Le di las gracias al cartero y, emocionado por tu telegrama, le ofrecí un polvorón de la bandeja. Se retiró mascullando una serie de dislates sobre la Navidad, pero no me atreví a contradecirle: me temblaban las manos con tu urgente mensaje. Me senté en el sofá junto a la ventana para que entrara algo de luz –la compañía se había encargado de despojarme de la eléctrica−y me dispuse a leer. Decidí hacerme sufrir unos minutos. Apoyé el papel sobre mis rodillas e imaginé cuáles serían tus palabras, siempre parcas, limitadas por el coste del servicio. Soñé con rasgar el sobre y encontrar un «Perdóname», aunque prefería leer las improbables «Es a ti a quien quiero». Jugué con la posibilidad de hallar el «Vuelve conmigo» que me negaste hace tres años. No sé adónde quería llegar a estas alturas. Clavé los ojos en el papel y leí: Necesito verte. Quedamos en la calle Orense, 13, a las once de la noche. No me falles y sé puntual.

Nunca sospeché que pudieses ser tan generosa conmigo: el dinero lo es todo para ti. Por eso me sorprendió que el telegrama llevara bordadas veinte palabras que yo hubiese resumido en cinco: En Orense, 13, 23:00 horas. Prescindí de una ducha y me aseé con ayuda de una toalla. Huelga justificar mis problemas con la compañía del gas, así como que las temperaturas en Madrid en diciembre no son para andarse con chiquitas. Descolgué mi único traje, el de bodas y entierros, y con paso firme, un pie tras otro, salí hacia mi destino. Desconocía a qué altura quedaba el trece, pero para no llegar tarde a la cita, preví dos horas de antelación y me entretuve tomando un par de cafés calientes en un bar cercano. Unos niños pedían el aguinaldo entre las mesas sin molestarse en entonar un triste villancico. A mí, ni se acercaron. Con las manos metidas en el gabán, me fui sin pagar.

Me desconcertó que me citases en un portal. Puede que supieras que no estaba para dispendios, pero llevaba en el bolsillo bien guardadas varias monedas para invitarte a lo que quisieras. Lástima que no me dieses la oportunidad. Me senté en el primer escalón a esperarte. Desistí del duro asiento y para expulsar la frialdad de los huesos, comencé a saltar sobre mis pies. Con el objeto de condensar el tiempo, me puse a repasar los nombres de los buzones. Parecía que me estuvieses espiando. En el quinto derecha, vi tu nombre junto al de él. Observando el mármol y los espejos del rellano me hice una idea de la calidad del bloque entero. Iba a tomar el ascensor, pero preferí subir por las escaleras. De paso, entraba en calor. Llamé una vez al timbre. Te oí correr por el pasillo, detenerte en la mirilla y enganchar la cadena de seguridad. Abriste la puerta con un seco «¿Qué haces ya aquí? Te dije a las once». Te expliqué lo del telegrama, por si lo habías olvidado y, a través de la breve abertura, te vi las intenciones. Adelanté un pie y se me escapó un grito de dolor. Te pedí que habláramos. Tenía que intentarlo. «Vete», me suplicaste. «Abre», rogué yo. Forcejeamos con la puerta. Creí que perdía el pie. Me acordé de mi navaja multiusos, mi fiel compañera. Eché mano de ella con la intención de cortar la cadena. «Te he dicho que te vayas», me repetiste. Insistías e insistías: «Te odio, te odio». «No digas eso, te recriminé, sabes que es mentira». Entonces vi que abrías mucho los ojos, que el miedo se dibujaba en tus pupilas. Yo no te iba a hacer nada, tú sabes lo que te quiero. Solo quería cortar la cadena. En la chapa dorada de la cerradura lo vi reflejado, cargado con un abeto natural, pero solo me dio tiempo a sentir en el costado un frío desgarrador, como de muerte. Créeme, te lo juro, yo solo quería cortar la cadena.

Texto © Soledad García Garrido- Todos los derechos reservados

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