LA DESPARECIDA (Hughman) por Juan Pablo Goñi

El calor se había vuelto intolerable, treinta y cinco grados en una calle sin un árbol. Si algo odiaba Hughman de Blanca, eran las veredas sin sombra, fruto del egoísmo de propietarios que no querían coches estacionados en lo que consideraban sus veredas. La ciudad se volvía un horno, las calzadas anchas refractaban el calor solar sin cortinas arboladas que protegieran a los peatones. Al atardecer, los vecinos echaban agua para bajar la temperatura de las baldosas.

            El inglés dejó de despotricar contra  sus convecinos y pasó a quejarse por el llamado, ¿qué tenía que ver la brigada con la desaparición de personas? Conocía la respuesta: vacaciones. Pereyra, sin mandos naturales a quienes recurrir, había optado por pedir la presencia del inspector para que lo auxiliara. El joven agente no cambiaría, pasaría su carrera policial sin generar una iniciativa. Ahí estaba, a pasos del patrullero estacionado a un metro del bordillo.

            Cejas y labios perdieron rigidez, Pereyra no reprimió el alivio provocado por la presencia de su jefe favorito; por un designio inexplicable, la mayoría de las veces en que debían recurrir a los regulares, estaba el joven de turno. Llegó el punto final de las buenas tardes y Pereyra descargó rápido la información, cosa de quitársela de encima.

            —Ha desaparecido la esposa del dueño. No se sabe de ella desde anoche, el hombre no entiende nada. Trabajó de noche, se acostó creyendo que ella estaba en la cocina, y al despertar, no la encontró por ningún lado.

            Ni siquiera habían pasado veinticuatro horas, la mujer podría estar haciendo las compras, aparecer desde la esquina y morirse de un infarto al ver a la policía en la puerta de su casa, creyendo que venían a visarle que su esposo había muerto.

            —¿Lo interrogaste?

            —Se llama Martín Eskude, tiene un bar cerca del río, vuelve a la casa a eso de las siete de la mañana, cuando terminan de limpiar y cargar las heladeras.

            Hughman se resignó, el concepto de interrogatorio tampoco estaba bien grabado en Pereyra. Se preguntó si estaría Martina Mendoza acompañándolo; un motivo extra para apresurar su ingreso a la casa.

            Subió un escalón, abrió la puerta y se introdujo en una sala de medianas dimensiones. Pereyra, tras él, casi le pisó los talones. Hughman abrió dos botones más de la camisa, el interior era más caluroso que el afuera, lo que era decir mucho. Y las primeras noticias no eran alentadoras; en lugar de la insinuante Mendoza, estaba junto al hombre de rostro compungido la agente Marisa Ruiz. Por el momento, su incontinencia verbal parecía controlada; se puso de pie y le efectuó la venia.

            El hombre alzó el rostro, Hughman le tendió la mano y se presentó. En la pared, una foto amplia de una mujer con una silueta envidiable, cabello rojo furioso y ropa —poca— de playa. No le resultaría fácil pasar desapercibida con esa melena y ese lomo, aventuró.

            —Ella es Albertina, mi mujer —expresó Eskude ante el interés demostrado por el inspector—. Suele posar como modelo para fotógrafos y estudiantes del Fotoclub de Blanca.

            Primeras pistas, el fotoclub, además de buenos profesionales reunía también varios hombres de buen pasar que tomaban la fotografía como un hobby; ¿había escapado con alguno de ellos?

            —Por favor, repasemos lo de anoche, ¿estaba ella aquí cuando fue a trabajar?

            —¿Otra vez tengo que contar todo?

            —Quiere encontrar a su mujer, ¿no?

            Hughman se mordió el labio, no debía dejar que los pequeños detalles que estaban convirtiendo el turno en una tarde insoportable interfirieran con la investigación. La agente Ruiz se adelantó; Hughman alzó la mano, no precisaba su verborragia. Pereyra había aprovechado y estaba sentado en un sillón frente al televisor, repasando la actividad de las redes en su telefonito.

            Eskude se adelantó, unió las manos entre las piernas abiertas. Cabello húmedo, recién bañado. Vestía una musculosa de marca y un short de baño; en los pies, ojotas de tres tiras.

            —Me fui tarde, después de cenar. Albertina había conectado el lavavajilla, me dijo que esa noche no quería ir al bar, estaba cansada. Ella hace zumba los viernes.

            Zumba, fotos, ¿qué más hacía Albertina para escapar del tedio matrimonial? Eskude tendría treinta años, pocos más; por la foto, su esposa le andaba cerca. Pocos años para tanto aburrimiento existencial.

            —Hoy volví a eso de las siete y media. Había música sonando en la cocina, deduje que ella estaba en casa. Fui directo a darme una ducha y me acosté.

            ¿Sin darle los buenos días a la esposa?; raro, se dijo el inglés.

            —¿Cuánto llevan de casados?

            —Tres años, ¿qué tiene que ver?

            Hughman hizo una seña, la agente Ruiz le trajo una silla de madera del juego del comedor. Se puso cómodo, los ojos a la altura del interrogado.

            —¿No le dice buen día a su mujer cuando vuelve del trabajo?

            —Le grité buenos días desde el pasillo. Tenía la puerta cerrada, signo de que estaba haciendo sus ejercicios de meditación, la música era esa que llaman trascendental, algo así. Un embole. No le gusta que la interrumpa cuando medita.

            Muy considerado el señor con la esposa que, además, iba a yoga.

            —La cosa es que me levanté tipo dos de la tarde, hará una hora. En la cama no estaba, ni en el pasillo, ni acá, en la sala, ni en la cocina. La llamé al celular; ninguna respuesta, apagado, fuera de servicio. Llamé a las dos mejores amigas, no estaba por allí. Entonces, llamé a la policía y acá estamos.

            ¿Para qué se había duchado recién, si se había bañado antes de acostarse? Las alarmas de Hughman estaban encendidas, ¿por qué tanto apuro en pedir ayuda a la policía si, según sus dichos, no había pasado una hora desde la desaparición?

            —¿La música seguía sonando?

            Eskude dudó; el inglés desvió la vista, la agente Ruiz lo observaba como un fanático ante su ídolo, temió que comenzara a aplaudir en medio de una pregunta.

            —No, no. Estaba en la portátil, creo que se había apagado la pantalla.

            —¿O sea que piensa que desapareció mientras usted dormía?

            —No encuentro otra explicación, desapareció, sin más. Ojo, sé lo que piensa, pero no se fue con otro, están todas sus cosas menos las calzas verdes que se ponía para meditar y unas como zapatillas de danza que no eran zapatillas de danzas. Y alguna remera, supongo.

            Eskude era de los que hacían rendir los minutos, ¿una hora le había dado tiempo también para revisar placares y cajones?

            —Desapareció —repitió el esposo y se dejó caer en el respaldo del sofá.

            Hughman pensó en cadáveres enterrados; por las dimensiones externas, era difícil que hubiera un patio amplio en la casa. ¿Debía pedir el peritaje del automóvil? Necesitaba entretener a Eskude mientras se le ocurría alguna manera de descubrirlo en falta.

            —¿Se llevaban bien?

            —¿Está sospechando de mí? Secuestran a mi mujer…

            —¿Secuestro?, ¿cómo sabe que es un secuestro? —lo interrumpió el inspector; por el rabillo del ojo apreció que Ruiz se paraba y llevaba la mano a la pistolera; maldijo el entusiasmo de la novata parlanchina.

            —¿Qué otra cosa puede ser? Mírela, era preciosa, seguro que ahora la están violando.

            ¿Era? El resto de la frase fue conjugado en presente, ¿lo había traicionado el inconsciente? El inglés se puso de pie.

            —Con su permio, voy a revisar la casa.

            —Haga lo que quiera pero rápido, quién sabe lo que está sufriendo mientras usted pierde el tiempo.

            —Vaya tranquilo, inspector, yo custodio al prisionero —afirmó, rígida, Marisa Ruiz.

            Eskude tuvo una reacción imprevista al escucharla. Se puso de pie, corrió a la puerta y salió a la calle. Marisa sacó la pistola; no disparó, Hughman se interponía en el radio de  tiro. El inglés, superado por la velocidad de la escena, le pidió calma. Pereyra sonreía ante la pantalla del celular.

            —Tranquilidad. ¡Pereyra!

            El aludido dio un respingo. Afuera se escuchó un motor potente, un coche arrancó haciendo rechinar las gomas.

            —Comunicate con el comando, da las señas de Eskude y pedí la captura, en algún lado debe haber un recibo que identifique el coche.

            —Yo tengo anotada la patente, inspector. Apenas llegué, olí que había gato encerrado, los hombres que se las dan de preocupados por sus mujeres son siempre sospechosos. Lo tengo anotado, marca, color y matrícula. Ya le decía yo a Pereyra que acá tendríamos un caso importante, mi olfato policial no me falla, se olía desde…

            El tufo que despedía la sudada agente sí que se olía, casi tanto como torturaba los oídos su voz de pito. Hughman la cortó.

            —Vos te subís al patrullero con él, te encargás de manejar, den unas vueltas a ver si lo atrapan. Yo voy a quedarme, pidan que me manden a la policía científica.

            Marisa se cuadró, arrancó a Pereyra de su asiento y lo empujó a la calle. Hughman se colocó guantes de látex, se despegó la camisa del cuerpo —volvió a adherirse a su pecho en un segundo— y se dispuso a revisar la vivienda.

            Dejó la sala para más tarde; vio otras fotos enmarcadas de Albertina en poses soñadoras, en castillos derruidos, hasta un desnudo tomado de costado. Exhibicionista, ¿los celos habrían sido el motivo? Estaba junto a la puerta del pasillo cuando sonó un teléfono. Se volvió; en el apuro, Eskude lo había olvidado sobre la mesa. La pantalla indicaba que llamaba un tal Ñato. Atendió.

            —¡Martín! ¿Qué te pasó anoche que no viniste? Mil veces te llamé, hasta las seis de la mañana. Tuvimos razzia y nos clausuraron el bar.

            Cortó. La había matado por la noche, ¿qué había hecho con el cadáver? El auto, cuando lo atraparan, brindaría más indicios. Dejó el teléfono en su bolsillo, iría a peritaje con todo lo demás. Lo sacó, había quedado encendido, por fortuna. Buscó el número de la mujer, figuraba como Albertina. Llamó.

            Fuera de servicio, estaría junto al cadáver. En un cuento de Poe, hubiera sonado indicándole el sitio, pero la realidad solía fastidiarlo eludiendo las soluciones de la literatura. Paseó por la casa; ninguna pared reciente donde emparedarla, ningún signo de modificación en el piso de cemento del minúsculo patio, ninguna bolsa con carne descuartizada en el freezer del garaje.

            Volvió a la cocina; allí estaba la portátil, como dijera Eskude. Movió el mouse inalámbrico hasta que la pantalla se encendió; no tenía contraseña, muy confiada Albertina. Los analistas de la científica obtendrían más, podrían ingresar al mail y a las redes sociales; pero ya que estaba, decidió abrir los archivos del escritorio que estuvieran sin protección.

            Abrió el titulado «Copias» .Una decena de PDF. Escogió el que decía plazo fijo. Silbó. Albertina tenía un plazo fijo de quinientos mil dólares en el Banco Nación. Lo estudió; Eskude estaba autorizado a sacar el dinero o renovarlo. Se fijó en la fecha de vencimiento; era el próximo lunes. Se sirvió un vaso de agua. Y otro. Quinientos mil motivos muy poderosos para desprenderse de una mujer, por hermosa que fuera. Se preguntó dónde guardaría sus papeles el dueño del bar. Apostó por el garaje.

            Era el sitio más fresco de la casa; encendió la luz con desgano, aumentaría la temperatura. Tenía dos metros más de altura que el resto de la vivienda, quizá fuera hecho con la idea de anexarle un entrepiso. Vio cajas de cartón junto al freezer. Una tenía escrito «Albertina». Hurgó en ella, encontró el contrato de venta de un campo; de allí habían salido los dólares. Al regresarla, cayó una carpeta pequeña. En ella halló la pieza que faltaba: una ejecución hipotecaria, Eskude debería pagar una fuerte suma para evitar que le embargaran el bar. Hizo una cuenta rápida, equivalía a más de cuatrocientos mil dólares. Ya lo tenía, solo faltaba hallar el cuerpo.

            Le sonó el celular; Marisa Ruiz. No la atendió. Por evitar su cháchara fue el último en enterarse: habían capturado a Eskude y en el baúl del BMW habían encontrado a Albertina, muerta de un golpe en la cabeza.

 

©Relato: Juan Pablo Goñi, 2019.

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