Gracias, inglés (La fuga I)- Relato esencial

Con ‘Gracias, inglés’ Juan Pablo Goñi inaugura la trilogía ‘La fuga’,  protagonizada por el inspector Hughman

Gracias, inglés

(La Fuga, I)

—Hay que inspeccionar, inglés, para eso sos inspector, ¿no?

Hughman se había sumado a los equipos de búsqueda, pero jamás pensó que sería Corelli quien se ofrecería a acompañarlo. Tres presos habían fugado del Muro. Insólito, habían escapado de la cárcel de máxima seguridad sin usar armas, sin amenazas, sin intento masivo de fuga ni rehenes para escudarse; habían salido por la misma puerta de la prisión y habían atravesado la guardia sin que nadie comprendiera cómo.

—Las nuevas incorporaciones prometen, te lo digo, hay que aprovechar la fascinación de las novatas por los policías experimentados como nosotros. Si yo tuviera tus ojos, arraso.

Ahí estaban las motivaciones del detective; Corelli quería aprovechar para tratar a las jovencitas recién sumadas al cuerpo. Poca gracia le causó al inglés descubrirlo tan tarde, ya estaban en marcha hacia el parque industrial; obreros habían denunciado la presencia de tres personajes sospechosos.

—Hay que tener las armas preparadas.

—¿Para qué?

—¿Cómo para qué?, ¿no leíste los prontuarios de estos facinerosos?

—¡Inglés, sos una cosita! ¿De verdad creés que estos fulanos están todavía en Blanca? Esos ya están en Buenos Aires, escondidos en una villa.

Hughman no respondió. Aprovechando que el otro conducía el Nissan de la brigada, hizo lo que había sugerido; controló su arma, el seguro, el cargador, el funcionamiento de la corredera. Satisfecho, volvió a colocarla en la sobaquera. A tiempo; al cruzar las vías el auto dio un brinco que, de haber tenido la pistola en la mano, probablemente la hubiera disparado. A Corelli no le preocupaba cuidar el vehículo a su cuidado.

A  la izquierda, el parque Lino, en el horizonte las sierras cercanas, a la derecha casas cada vez más espaciadas. Llegarían a la circunvalación y luego virarían hasta el predio donde se asentaban metalúrgicas, fábricas de bolsas y otros emprendimientos medianos. Ocho de la mañana, poca circulación de vehículos por la Yupanqui, incluso un chofer desaprensivo como Corelli tendría problemas para encontrar con quién colisionar.

Al inglés no le agradaba su acompañante, cada vez le costaba más tolerar sus conductas. Prefirió atender los alrededores del camino; no se veían más patrulleros en camino. Ajustó la radio; ningún parte anunció la captura de los fugados. Tres condenados a cadena perpetua, siete homicidios en total. Todos con uso de armas de fuego.

—¡Esa cara! Te lo digo otra vez, inglés, no hay que preocuparse. Aprovechemos para disfrutar los paseos y conocer las nuevas chicas. Acá van a estar las de la tercera, a esas no tenemos forma de verlos seguido.

La zona quedaba fuera de la competencia de la cuarta, donde se asentaba la brigada y sus integrantes socializaban con los efectivos regulares. Para alivio del inspector, apareció el alambrado perimetral; Corelli tomó la curva a la velocidad que venía, que era mucha. El Nissan derrapó, Hughman se aferró a lo que pudo, luego el coche salió quemando gomas hacia la barrera de ingreso.

—Despacio por aquí.

Corelli tuvo la deferencia de bajar la marcha, quizá influido porque la barrera del acceso estaba baja y sus delirios de imitar a Vin Diesel en su personaje de «Toretto» no llegaban al extremo de estrellarse contra una barra de acero.

Como el Nissan no tenía identificación externa y ellos iban de paisano, un rubio de uniforme negro se les acercó. Junto a la barrera, cinco hombres más vestían ropas de la empresa de seguridad privada que custodiaba el parque. En las cercanías, seis hombres de monos grises, con cascos de protección colocados en sus cabezas. En la calle central, ningún móvil a la vista.

—Somos de la brigada, ¿novedades de los fugados?

—¡Al fin llegaron!, pasen.

El rubio hizo un gesto. Un compañero, de gorra, alzó la barrera. Una vez de otro lado de la alambrada, Corelli detuvo el vehículo y descendió. Los seis seguratas lo rodearon, el inglés se les sumó segundos más tarde; tenía la cartuchera desprendida.

—Hace una hora que llamamos.

Corelli sacó pecho y los interrumpió; poca cosa le jodía más al morocho que el tono quejoso de los civiles.

—Nos llegan denuncias de toda la ciudad, han visto a los fugados en los techos, en los árboles y volando como Superman de un edificio a otro.

Hughman decidió tomar parte en la conversación antes que su colega iniciara un altercado. Los obreros se habían sumado al corro. Más allá, había grupos de trabajadores al borde de la calle, mirando hacia ellos y conversando entre sí.

—Por favor, ¿dónde los vieron?

Fue un obrero, de bigote gris, quien se adelantó.

—En la fábrica de alfombras, en la tercera calle a la izquierda.

Hughman tomó del brazo a Corelli y regresaron al Nissan. El detective arrancó. Avanzaron entre los galpones. Algunos eran inmensos, de material firme, ladrillo, otros estaban levantados con el sistema de construcción rápida; los más pequeños, eran de chapa.

A medida que se adentraron, constataron que la presencia de obreros y administrativos a la vera de la calle principal era nutrida; estaban interrumpidas las actividades. Tras la segunda encrucijada, Corelli disminuyó más la velocidad.

—¿Estacionamos acá o doblamos hasta la fábrica?

Hughman dudó. Desconocía el terreno, no sabía cuánto deberían girar, había cuatrocientos metros hasta la alambrada en esa dirección.

—Doblemos y detectemos la fábrica.

En la intersección, más obreros, amontonados en un único grupo. Superaban los veinte. Aquí también continuaban con sus cascos puestos, algunos no se habían quitado los guantes. Correli detuvo la marcha, uno de los hombres señaló un galpón de paredes blancas a ciento cincuenta metros.

—Menos mal que ese nos avivó, fijate el cartel, «Albarracín», ¿por qué no pondrá «Fábrica de alfombras»?

Detuvieron el coche. El galpón, de material, tenía un portón grande, pintando de blanco también, y a la derecha de los policías, una puerta más chica, casi pegada a una ventana.  

Descendieron, el inglés sacó la pistola.

—¿No habrás visto muchas películas?

Hughman ignoró el comentario de Corelli y avanzó hacia la puerta. Percibió que los obreros se habían acercado y los observaban. Al inglés tampoco le cerraba que los evadidos fueran a meterse en una fábrica, dentro de un predio cercado, pero su obligación era examinarla.

Corelli venía detrás, silbando. En derredor, árboles jóvenes prometían futura sombra, entre la fábrica y sus vecinas. Ninguna presencia, ni sospechosa ni amigable. Hughman abrió la puerta, ingresó a un despacho pequeño, sin vista al interior. Una segunda puerta se abrió, el inglés apuntó. Una mujer soltó las carpetas que traía y gritó.

—¡No me mate, por favor, tengo hijos!

La mujer se puso de rodillas sobre el piso áspero, no más que una capa de cemento.

—¿Ves lo que hacés, inglés, con la pistolita? Asustar gente.

Corelli, galante, tendió una mano a la empleada, que no se atrevió a alzar la vista.

—Somos de la policía, señora. Disculpe al inspector, viene de Inglaterra, allá son todos cowboys.

La mujer aceptó la mano y se puso de pie. Llevaba una falda azul casi hasta la rodilla, una camisa blanca y sandalias de taco mínimo. Su semblante de trazos rectos era atractivo. Corelli la hizo sentar y se ofreció a ir por un vaso de agua. La mujer rechazó el ofrecimiento con un gesto. El detective, colocado a espaldas de la administrativa, apoyó una mano en su hombro.

—Disculpe señora, pero nos informaron que en la fábrica fueron vistos tres penados que se fugaron del Muro.

La mujer recogía en ese instante las carpetas que Corelli le alcanzaba; se le volvieron a soltar de las manos, el detective logró interceptarlas cuando resbalaban por sus rodillas.

—Por eso…

La joven movía los labios pero no salían palabras, sus ojos iban de un hombre a otro, como pidiendo que aclararan la broma.

—Por eso cuando llegué no había nadie trabajando, porque…

Corelli estaba atento. La abrazó cuando caía de la silla, desmayada. Hughman volvió a alzar la pistola que nunca había dejado de empuñar.

—¿Dónde vas? Ayudame con la chica.

—Ahí hay un teléfono, pide una ambulancia.

—¿Vas a entrar solo?

Hughman avanzó por un espacio más grande, dos cubículos, y una tercera oficina al fondo. Echó un vistazo a esta última; mejores muebles, sería la del jefe o propietario. Regresó al sector de los cubículos, dos ventanas y una puerta vidriada permitían ver la zona de máquinas.

Asumió que estaba haciendo el tonto; si de verdad hubiera creído que tres asesinos armados se encontraban allí, nunca hubiera ingresado solo. Empero, continuó, mejor evacuar las dudas y que todo el mundo regresara a la producción, antes que el teléfono del comisario Bermúdez empezara a recibir las quejas de los dueños por las demoras de su policía.

Pasó por estantes cargados de bobinas de hilos de colores. Se acercó a los telares mecánicos, ocho; seis de ellos tenían alfombras en elaboración. De la pared más alejaba colgaban gran cantidad de piezas terminadas; al inglés no le gustaron, las notó ordinarias, baratas. Guardó el arma y regresó a las oficinas, fastidioso. Les habían jugado una broma, la denuncia había tenido por objeto interrumpir el trabajo, conseguir unas horas de recreo. Tres asesinos sueltos y le hacían perder media mañana.

Oyó las risas antes de verlos, inclinados, las cabezas juntas, compartiendo un video en el celular; Corelli y la joven del susto. El detective  alzó la vista al oír el portazo exterior; susurró al oído de la administrativa, provocando una nueva carcajada, beso fugazmente sus labios y se marchó, con un nuevo número incorporado a sus contactos.

Corelli abrió la portezuela canturreando, Hughman ya tenía colocado el cinturón de seguridad. A su pesar, el oficial admitió que para el detective no había existido ninguna pérdida; había aprovechado bien su tiempo, mientras él jugaba al héroe solitario entre máquinas apagadas y alfombras de segunda. Y, para cargar más su rabia, no podía objetarle su conducta; Corelli dijo desde el primer momento que los fugitivos no estaban allí.

El Nissan arrancó, Corelli continuó tarareando una canción desconocida para su compañero. Hughman se puso rojo; para cerrar una diligencia frustrante, él mismo había, literalmente, arrojado a la administrativa en manos del infiel detective, cuando se hizo el SWAT en la oficina. Por fortuna para el futuro de la paz en la brigada, el seductor olvidó dar las gracias.

Texto: © Juan Pablo Goñi Capurro, 2018.

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