EN LA FILA de Natalia Gómez Navajas
Llevo un rato esperando. Aguardo en la fila del supermercado para pagar la compra semanal.
Es sábado por la mañana y está repleto de gente.
Es como si todo el mundo nos hubiéramos puesto de acuerdo para aprovisionarnos a la vez.
En mi carro, además de la compra habitual, descansan un par de botes de legumbres, un paquete de arroz y otro de harina. Marcas blancas, eso sí. Mi economía no da para más, o por lo menos, no para despilfarrarla en estos productos.
Su futuro, unas cajas de cartón a la salida del supermercado.
Un leve revuelo me saca de mis pensamientos.
Acaba de entrar un hombre.
Por su apariencia podría asegurar que padece algún tipo de adicción.
Avanza lento, a trompicones sobre unos zapatos gastados. Tanto, que puedo ver asomar la uña sucia del dedo gordo de su pie derecho.
Sin poder evitarlo, mi rostro se frunce en un gesto de repulsión.
Su sosiego al andar me permite observarlo mejor: el rostro está demacrado, él, escuálido. Los dedos de las manos, apenas piel y huesos, asoman como si de garfios se tratasen por las mangas de un jersey a tono con los zapatos.
El amargo efecto de su adicción se percibe en todo su cuerpo.
La cajera descuelga el telefonillo y, sin apartar la mirada del hombre, su reclamo suena por megafonía.
—Señorita Sandra, señorita Sandra. Acuda a la caja número tres.
En apenas un par de minutos, la señorita Sandra aparece.
No les hace falta hablar.
Con una mirada y un leve gesto de cabeza se han dicho todo.
La recién llegada se gira en dirección del hombre y se coloca a una distancia prudencial. La mínima que le permite ser consciente de sus movimientos, pero sin que dé la sensación de acoso.
El tiempo pasa, la fila no avanza y mi atención continúa fija en el hombre.
Sus pasos lo conducen hasta el pasillo de las bebidas. Repasa las botellas.
Anhela las bebidas de más graduación alcohólica.
Busca en el bolsillo del pantalón y saca unas monedas. Todo su capital descansa sobre la palma de su mano derecha. Una mirada le basta para comprender que esas botellas no están a su alcance.
Avanza por el pasillo y desaparece de mi vista.
Vuelvo a mi carro. A mi mundo.
Cambio el peso de una pierna a la otra.
Esperando que la fila avance.
Por megafonía otro aviso.
Comunican a los clientes que proceden a abrir una nueva caja.
—Pueden pasar por aquí en orden de fila.
Las personas que están detrás de mí se abalanzan sin respetar las indicaciones.
Pienso en que podría ejercer mi derecho a pasar la primera, pero no tengo ganas de discutir con nadie. Así que me quedo donde estoy.
Unos minutos después, el hombre reaparece en mi campo de visión.
Se dirige hacia donde espero.
En sus manos, una brik de vino barato y una bolsa de gusanitos.
Intento mantener la distancia.
Con disimulo, o quizá no tanto, subo el cuello de mi jersey hasta la nariz para respirar a través de la tela e intentar filtrar el olor que desprende.
Mi turno llega.
Coloco los productos sobre la cinta transportadora.
Uno a uno, la cajera los va pasando por la pantalla que lee el código de barras.
Mientras acabo de meterlos en bolsas, el hombre procede a realizar la misma operación.
—Uno con veintiocho —le reclama la cajera.
El hombre vuelve a sacar las monedas de su bolsillo.
—Espera.
Se gira y da un par de pasos para alcanzar la torre de productos de primera necesidad que hay colocada un poco más atrás.
Mira los productos y se decanta por un bote de garbanzos.
—Esto también.
La cajera lo suma a su cuenta. Y mis pensamientos continúan con él.
«Por lo menos, comerá caliente».
Salimos los dos, casi codo con codo.
Me detengo a la altura de las cajas de cartón.
Los voluntarios esperan pacientes la entrega de productos y como si se tratase de fichas de un Tetris los van colocando en su lugar.
Están recogiendo lo que he comprado cuando un bote de garbanzos aparece por mi derecha.
—Tomad.
Me giro y el hombre sonríe.
Salimos a la calle a la par.
Él con una sonrisa y yo con el corazón encogido.
—Qué guapa era la cajera, ¿verdad? —comenta mientras se aleja de mí.
©Relato: Natalia Gómez Navajas, 2022.
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