EL VALOR (HUGHMAN) por Juan Pablo Goñi Capurro
Cuatro años de vida en Blanca no habían acostumbrado al inspector Hughman al campo. Una cosa era moverse en la ciudad llana, apenas alterado el paisaje por las sierras bajas de las localidades cercanas, y otra diferente era transitar el campo mismo. Para peor, caminaban a orillas de un arroyuelo con un caudal tan escueto como la medida de un whisky. Cada paso era un suplicio, el suelo carecía de consistencia, el inglés ignoraba si bajo el pasto había pozos, si las pajas filosas eran venenosas o si esos abrojos que se le pegaban a los tejanos contenían alguna ponzoña. Pura sugestión, a su lado siete colegas marchaban sin cuidarse; el inspector no se atrevió a consultarles si sus temores eran reales, esa pregunta supondría convertirse en blanco de bromas por un rato largo, quizá hasta su retiro.
Durante cuatro meses la brigada había investigado una banda de piratas del asfalto; los ladrones asaltaban camiones, los desvalijaban y los dejaban abandonados en puntos alejados del lugar del asalto o de los sitios donde liberaban a los conductores. La maniobra que Hughman comandaba provocaría el golpe final a la organización delictiva. Habían descubierto que el casco de estancia rodeado de eucaliptos era el emplazamiento del traspaso de la mercancía robada y acababan de confirmar, una hora antes, que hacia allí dirigían un camión asaltado a más cien kilómetros de Blanca.
El plan era sencillo. Aprovechar la depresión provocada por el surco de agua para acercarse por detrás al monte; una vez allí, emboscarlos y atraparlos infraganti delito. Cuatro móviles aguardaban en un camino vecinal, aprestados para cerrar la salida del frente una vez que los dirigidos por Hughman confirmaran el arribo del camión robado. Sencillo, pensó el inglés con sorna, mientras vencía sus reparos para no quedar rezagado. Ni siquiera era el mayor del grupo para excusarse en la edad; un par de tenientes estaban al filo de la jubilación y avanzaban a paso vivo. Uno de ellos informó al equipo que habían alcanzado la altura del monte. Hughman logró apreciar las copas nutridas de los árboles; aprovechó para ordenar un alto.
—Ahora subiremos hasta el final de la barranca.
Observó el punto escogido; había cardos, pajas bravas y otros arbustos. Especies muy útiles para mantenerse ocultos, ¿especies seguras? El inglés se demoró; los siete efectivos, hombres todos, se mantuvieron mirándolo. Seis cargaban con Ithacas, todos llevaban chalecos antibalas. Hughman y el principal Corelli eran los únicos que habían preferido sus pistolas reglamentarias. Corelli tosió, despertando a su superior.
—Subamos, nos agazapamos entre esos pajonales y estudiamos el siguiente paso.
Otra vez le tocó ser el último en arribar al punto señalado. Notó los dedos nerviosos de los más jóvenes sobre los gatillos de las potentes escopetas. Rodilla en tierra, otra flexionada, sus cabezas quedaban debajo de los cardales crecidos en la temporada de lluvia. Veinte metros de campo sin trabajar los separaban de los primeros eucaliptos; la continuidad de las zarzas, hubiera titulado Cortázar. El monte era nutrido, les impedía ver la casa antigua; la estancia ya no existía como tal, se había desmembrado en sucesivas herencias.
En cambio, divisaban el tendido de cables que acompañaba el camino de tierra. Detectarían con facilidad un camión; su arribo estaba próximo conforme a los cálculos de Hughman y su colega Pérez, al mando de los móviles que aguardaban en una encrucijada más allá de un segundo monte.
—Inglés, ¿si vamos y tomamos el casco? Los esperamos ya ahí adentro.
Corelli hablaba desde su impaciencia; tres oficiales jóvenes de físicos vigorosos parecieron sostener con sus miradas la propuesta del hombre de la brigada menos apreciado por Hughman. Entre otras cosas, por actitudes como esa; ni que fuera un novato.
—Corelli, ignoramos si tienen un sistema de confirmación, un código de seguridad. De nada nos sirve detener a los que esperan si no entra el camión con las mercancías robadas.
Lo dijo fuerte, para que oyeran los siete. Los dos tenientes, uno en cada extremo de la hilera que habían conformado, eran los más relajados; tenían muchos procedimientos encima. Dos veteranos, tres novatos y Corelli; al inglés le faltaba catalogar a Espinoza. Habían coincidido poco, el rubio apenas llevaba dos años en la fuerza; lo vio concentrado, acariciando la culata de la Ithaca. Los ojos marrones semicerrados, como si ya estuviera apuntando.
—Podemos ir hasta el monte, así estamos más cerca´—insistió Corelli.
El inglés lo evaluó por unos instantes.
—Nada, son cinco segundos llegar hasta ahí, son árboles de tronco grueso —argumentó el detective.
—¡Ahí está!
Espinoza señaló a la derecha; un camión Iveco rojo, remolcando un acoplado cerrado de tres ejes, se desplazaba por el camino. Resaltaba sobre la vegetación con nitidez. Era el que esperaban. Corelli llevó la radio a su boca; Hughman lo advirtió.
—Nada de radios, pueden sintonizarnos.
El acoplado, sobre el fondo blanco, tenía escrito en rojo Transportes Verdi. El inglés se preguntó cómo haría el conductor para hacerlo girar en ese camino angosto; la velocidad disminuyó, en segundos quedaría cubierto por el monte, los eucaliptos lo privarían de asistir a la maniobra.
Dedicó su atención al grupo a su cargo.
—Cuando no lo veamos más, nos acercamos al monte.
Corelli, celular en mano, se comunicó con el inspector Pérez en susurros. Los jóvenes apenas se contenían, estaban casi erguidos, un pie delante del otro para lanzarse a correr. Hughman recordó haber oído charlas entre sus compañeros cazadores; habían mencionado vizcacheras, huecos traicioneros en la tierra donde los animalitos construían sus cuevas. Imaginó que ese breve segmento que lo distanciaba de los troncos pálidos era un campo minado de temibles vizcacheras.
—¿Vamos, inglés? Pérez ya salió
Había que ir, Pérez estaría allí en menos de cinco minutos. Hughman alzó el brazo, los compañeros corrieron entre las matas espinosas, sin miedo a caer en un hueco al paso siguiente. El inglés decidió seguir la huella trazada por uno de ellos, un surco de tallos quebrados. Trotó dos pasos detrás del resto, la respiración contenida. Sintió arañazos en las manos, le recordaron que aún no había desenfundado la pistola. Oían avanzar el motor del Iveco.
Se detuvieron a recuperar el aire apenas estuvieron a la sombra. Hughman sintió deseos de abrazarse al tronco en el que se apoyó. Por señas, los hizo distribuirse. Escucharon el ruido semejante a un globo perdiendo aire; el camión se detenía. Avanzaron entre los eucaliptos hasta que tuvieron a la vista el claro y la casa baja, cuadrada, con galería al frente. Delante había dos coches estacionados, dos vehículos caros.
El inglés contó tres hombres de pie, desarmados. Del camión descendieron otros dos. Ninguno mostraba armas; sabían que las tenían, con ellas reducían a los conductores que asaltaban. Corelli estaba con la pistola en alto, los tenientes buscaban blancos con las Ithacas. Los novatos temblaban, los caños se movían en un tramo de diez centímetros. Un leve viento generaba sonidos, roces de hojas y ramas. Hughman tuvo en cuenta ello y dos detalles más: desde el casco no verían las patrullas hasta que estuvieran dentro del camino de ingreso; los cinco ladrones estaban de espaldas a ellos, dirigiéndose a la caja. Lo preocupaba que hubiera otros dentro de la casa.
Tomó el codo de Espinoza y le señaló la edificación; al oído murmuró que ellos se harían cargo de cubrir ese flanco. Ordenó avanzar al resto. En perfecta sincronía, oyeron el ruido de varios motores aproximándose. El inglés fue el primero en ocupar posición, liberado de sus inquietudes ante el piso llano, sin obstáculos mitológicos. Espinoza se colocó en posición de tiro, apuntó a la puerta abierta de la casa.
Un patrullero ingresó por el frente. Corelli y los tres novatos atacaron un flanco del camión, los dos veteranos tomaron el otro. El patrullero se detuvo y descendieron dos oficiales; protegidos por las puertas, encañonaron a los asaltantes.
Hubo algunos amagues de corridas; pronto los ladrones desistieron, al comprobar que los apuntaban más armas desde direcciones distintas. Alzaron las manos y aguardaron junto a la puerta trasera del acoplado. Hughman avanzó hacia la casa, se colocó de costado a la pared. Espinoza se le acercó cubriendo la puerta. El inglés entró, corrió rápido a un esquinero de la sala vacía. Vislumbró cartones y otros restos de embalajes rotos. Aguardó que Espinoza ingresara también. Faltaba revisar las habitaciones.
Repitieron la maniobra cinco veces; la casa tenía tres cuartos amplios, un baño con tina de porcelana y depósito a cadena, más la cocina. Polvo y dejadez. Nadie vivía allí, se limitaban a descargar y cargar mercadería robada. Hughman guardó la pistola, Espinoza aseguró su escopeta. Al regresar al claro, se encontraron con los cinco detenidos esposados, tendidos en el piso junto al acoplado, vigilados por los novatos que habían formado parte del grupo del inglés. Corelli hablaba por la radio, Pérez daba órdenes al resto de los uniformados.
—Un honor, inspector, debo decir que estoy impactado.
Hughman se volvió, era Espinoza quien le hablaba; se preguntó a qué se refería. Su interlocutor captó la duda del hombre de ojos claros y se explicó.
—De la actuación de recién, en la casa, no tuvo miedo en ningún momento, se metió sin saber si había gente, conociendo que estos tipos andan armados.
Tras el sofocón del embarazo, el inglés dio unas palmadas al muchacho.
—Son años, nada más.
Se separó de Espinoza y se acercó al camino de ingreso al casco. Contó los patrulleros, los efectivos y los detenidos. No había espacio para él en los vehículos. Le temblaron las piernas, le sudaron las manos. Recordó a tiempo que no era necesario regresar a campo traviesa hasta el sitio donde dejaran sus automóviles. Exhaló sus preocupaciones y se dirigió hacia el grupo de novatos; ellos serían encargados de caminar los dos kilómetros y venir a buscarlos. Y él podía regresar a casa sintiéndose el valiente policía al cual se había referido el oficial Espinoza.
Relato: © Juan Pablo Goñi Capurro, 2019.
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