El sueño de Virginia (La memoria del duende) – LA ANFISBENA – # 2


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Miguel Ángel Contreras | Las Palmas

Donde existen reglas también hay excepciones. Esta es una de ellas dada la intensidad y amplitud del relato, en esta ocasión nos vemos obligados a publicar este excepcional trabajo de nuestro amigo y colaborador GUSTAVO EDUARDO ABREVAYA en tres ocasiones #1, #2 y #3.


La Anfisbena es una vuelta de tuerca de un relato de Borges, There are more things, y que es el homenaje de Borges a H. P. Lovecraft.

Mi relato es un homenaje al homenaje de Borges. Y es mi idea de lo que hubiera pasado si Phillip Marlowe hubiera estado investigando algo en los escenarios donde Borges ensaya su, creo yo, único relato Lovecraftiano. Relato, que si no lo han leído, recomiendo fervorosamente. No es un cuento policial clásico, pero así como Philip K. Dick [¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?] ––Blade Runner, en su versión para el cine–– tampoco lo es, creo que en ese mismo espacio amplio de la narrativa negra se puede instalar este relato.

Gustavo Eduardo Abrevaya. Buenos Aires 2017


El sueño de Virginia (La memoria del duende)

 

Por Gustavo Eduardo Abrevaya

El clima me tenía estupefacto, en Bolivia nunca había hecho tanto fresco, debo decir, aunque antes, bastante más arriba, había sido bien distinto; allá el clima es más bien glacial, aunque uno no lo nota, acá dirían que porque es más seco, pero igual eso no cuenta. Me abrigaba con todo lo que tenía y pasaba el día metido en mi torre con el sobretodo puesto. Quemé algunas partes de muebles para calentar el living, no gran cosa, patas de mesas desvencijadas, algún cajón en desuso, pero en general no salía de la cocina, donde las hornallas estaban encendidas lo que duraban las cargas de las garrafas. Algún día iba a tener que bajar a comprar más, si todavía quedaba alguna. Esperaba que para ese momento llegara la primavera, si llegaba. El cambio había comenzado con una nevada y, al estabilizarse el clima, un frío siberiano se había instalado en la ciudad. Parecía que para siempre. Nevaba por las noches, la ciudad amanecía blanqueada, todo era blanco, la gente que caminaba, algún perro, la calle Corrientes, la casa de gobierno, los techos en los barrios, las terrazas de los edificios, los coches, las veredas. No alcanzaban las máquinas para quitar la nieve y estaban tratando de resolver el problema con algunos buldócers viejos, con palas mecánicas, pero aquello superaba cualquier respuesta. Iban a traer barredoras del exterior, se decía, mencionaban Canadá y, también, Rusia. Circular por la ciudad era una tarea complicada, casi no se veían autos y no había transporte público, sólo se podía viajar en subterráneo. Arriba, y por ahora, las 4×4 se mantenían andando, pero como escaseaba el combustible, eso iba a durar poco. Y, además, ya se estaba volviendo muy peligroso. Había aparecido el mercado negro del combustible. Y el del transporte viable. Así que los que circulaban iban preparados: se veían largos caños saliendo por las ventanillas, incluso arriba de los techos, o en el sector de cargas, exhibían su poder de fuego. Algunos ciclistas se animaban y progresaban pese al frío. Curioso verlos, gruesas figuras arropadas con cualquier cosa, frazadas sobre todo, grandes camperas, sacos derruidos, polietileno. Llevaban las cabezas cubiertas con sombreros o envueltas con toallas, o cascos, o cualquier cosa que protegiera, muchos iban con anteojeras, pedaleando y echando humo por la boca. Les decían los gordos.

Se veían escenas inéditas: muertos por congelación, tirados en los umbrales de los edificios, en los callejones. Multitud de cadáveres, gente que dormía en las calles desde hacía años, cuando el clima era casi subtropical, y que allí había quedado, simplemente, muerta de frío.

Decidí tomarme unos días para reordenar mis ideas y leer el cuaderno de tapas azules. Borgersson había navegado por aguas procelosas, anotaba sus informes sin saber a dónde se dirigía, ni quién iba a leerlos. No hubiera yo podido siquiera imaginar que la historia había ocurrido en un plano bien distinto. En las primeras entrevistas Borgersson comprendió que Virginia no estaba loca. No había un motivo para creer en eso, y Axel, que la había dejado allí, se había negado a dar más datos, limitándose a hablar sólo con Preetorius. Extraña relación aquella, un aspirante a combatiente celestial que sólo se dignaba hablar con alguien que, a esa altura, me parecía más cercano a los muchachos del subsuelo. Tal vez Axel no fuera tan claro como suponía Bruno. Borgersson, fascinado por los relatos de Virginia, que no coincidían con ninguna idea delirante que él conociese, y pese a ser un escéptico, adivinó allí un riesgo y decidió no medicarla más, limitándose sólo a tratar de entenderla. Fue un acto de amor, sin dudas, un hombre despojándose del poder que le daba su ciencia para, apenas, escuchar a esa mujer. Y  entonces entendió, y por eso me dijo que ella estaba aterrada. Porque lo que sea que ella le contó le resultó verosímil. Y eso debió tener un asidero terrenal. Borgersson nunca creyó en ángeles y demonios combatiendo a la vista ciega del mundo. Pero vio algo. Virginia soñaba y Borgersson se limitó a escucharla, despreció esos sueños como elementos de la experiencia, para él sólo eran datos clínicos; sin embargo, con el correr de las sesiones fue perdiendo su compuesta imagen de galeno serio, se iba enamorando, todo lo de ella le resultó importante y también sus sueños. Un hombre se interesa por las nimiedades de la mujer que ama como si en ello le fuera la vida. Aquí comienza a armarse la historia paralela.

Hay toda clase de anotaciones firmadas, simplemente, como JLB, el sentimiento de amor, clandestino, se va apoderando de él. Descarta una locura, Virginia sabe de lo que está hablando, pero él persiste en su incredulidad y se muestra perplejo. Si ella no miente ni está enajenada, ¿cómo explicar aquellas épicas celestiales? Borgersson habrá alzado los ojos al cielo y vio solamente nubes pero decidió seguir oyendo a esa mujer. El cuaderno de tapas azules no podría nunca haber sido un libro científico, era, más bien, el diario íntimo de un hombre que asistía como partícipe de una extraña historia de amor y locura. Un amor contenido, tembloroso, y jamás soñado en ninguna concreción. El nunca abandonaría su lugar de sanador, aunque se hubiera puesto a escuchar con humildad las imposibles historias de aquella mujer. Ella soñaba y en sus sueños algo extraño ocurría. Era visitada por alguien que reposaba a su lado y que también soñaba, y luego ese sueño se profundizaba en un nuevo sueño que iba a desembocar en otro sueño. He leído las ordenadas crónicas de GLB sobre los relatos de Virginia. Son  previos al derrumbe. 

                   Primer Sueño: Virginia ha soñado con ’la visita’, así la llama. Anoche le habló de la guerra del cielo. (¿Qué simbolismo es este? Revisar Jung). Dijo que no marchaba bien, que los oponentes no iban a doblegarse. Luego se acostó a sus pies y durmió. En sus sueños la visita duerme y le relata lo que sueña a Virginia que es, al cabo, la última soñante. Una voz que viene del sueño, no de la garganta. La vista dormía en un sitio lejano y familiar, una casa sin vecinos, una arboleda, el campo oscuro; al fondo, sabía las araucarias, los álamos, alguna serranía, reconoció su cama de bronce, un rosario a su espalda, colchas blancas, dos escopetas se cruzaban enfrente: su cuarto. Y algo que merodeaba. Una sombra, un nudo oscuro, narraba sus visiones de ahogo y opresión que pasaban por su mente que, al fin, era la mente de Virginia que me hablaba en sesión. Un sueño dentro de otro. Lo que merodeaba, un duende, o su memoria, se le trepaba encima y allí, en cuclillas sobre su pecho, con largas uñas rascaba su piel, era una progresión lánguida, rascaba, se detenía, olía sus uñas, sonreía: el rascado daba gozo y dolor, dijo mi paciente que contó la visita, (un hilo de sangre cayó a un lado y manchó las sábanas) y, mientras hundía una uña y abría la piel como una boca sangrante y vertical, separaba las costillas, hurgaba; la visita veía su pecho abierto y veía que aquello lamía su corazón, un frote lerdo como la lengua áspera de un gato. Virginia hablaba acongojada. Dijo que la visita lloró con angustia y que no podía detener aquello que subyugaba su corazón. Ella quiso ayudarle pero la visita la rechazó, nadie podía detenerlo. Aquel ser levantó el corazón como se levanta un anillo de su estuche, la visita percibió el eco afelpado en su pecho, luego el duende bajó por la escalera. La visita lo siguió, más vejada que aprensiva, el enojo superaba el miedo; caminó con su pecho vacío detrás de aquel ser de largas uñas. La escalera fue profunda, se hundía en las sombras más negras.

Virginia, oprimida, abrió los ojos.

No sabe qué es esto, tal vez la escalera la insinúa, tal vez hay algo sombrío en ella. Llora. Sabe que ocurrirá otra vez. Un sueño recurrente que avanza como un relato. Virginia es testigo de un devenir que la habita. En la Edad Media hubiera terminado en la hoguera.

Segundo sueño: La visita regresó, saludó con ternura a Virginia y se durmió. No hubo relato, Virginia lo mira dormir. Un reloj de péndulo da la hora. El soñante despierta, la besa y se retira silencioso. Ella reconoce el beso. Quizás es el mismo Axel, supone, pero no lo sabe. No distingue si es un hombre.

Tercer sueño: El edificio está en Avenida de Mayo. En lo alto, un dragón en cuclillas otea el horizonte: lee las cúpulas y los techos  donde antenas y cables ejecutan una partitura con la lluvia negra. En su garra de largas uñas está el corazón de la visita que solo duerme, se le niega la conciencia. Virginia sueña entonces que se sienta y estira su mano, llama a su visita pero no puede hacerlo regresar y decide salir a la cornisa. El dragón, de hierro verde por los detritos de la altura, vuelca la cabeza y la ve venir. Virginia reclama el corazón y esta es la respuesta: ‘la solución está en el aire’. Ella retrocede, gira su mirada a la derecha y allí está la ciudad, bajo la tenaz lluvia, abajo caminan, desconocen. Alza sus ojos y dos combaten, alas de plumas blancas y alas correosas baten el aire. Esta no es una guerra para almas puras, muchos caerán. Ella misma pierde el equilibrio y cae, el dragón la mira desde lo alto, sonríe. Despierta y grita y despierta otra vez.

Cuarto sueño: Es una isla fría, un hombre monta un caballo blanco cuyo nombre es Sleipnir, apodado el resbaladizo, como el caballo de Odin, capaz de galopar de un horizonte al otro en un resuello. El jinete es Erlendur Eckhart Borgersson y es mi abuelo. La isla es, claro, Islandia. Virginia sueña el sueño de la visita que habla de mi propio abuelo, de su pelea con el pastor del pueblo. Erlendur padece de mal de amores. Una mujer lo ha enamorado de un amor loco; él no soportó mentirle a su esposa y la abandonó;  ahora reclama el divorcio. El pastor, furioso, le ha negado ese derecho: él desampara a sus hijos, le reprocha, y además, grita, quién es esa muchacha cuyo nombre es Luna y se apellida Levi, Luna Levi, mi abuela, qué se ha creído él, es casi una niña, y judía, para peor, vocifera, sus padres son, qué, buhoneros recién venidos de Oriente. ¿Qué quieren aquí? Apenas llegar traen problemas. Los dos hombres se han mirado con fiereza. No, decreta, no autorizará ésto, haría él mejor en cuidar de sus hijos, que uno es, de hecho, mayor que la judía, escupe el pastor y señala un horizonte incierto, que vuelva con su legítima esposa, es su última palabra. Erlendur calla, muerde, sale, monta a Sleipnir y cabalga rabioso hacia la costa, donde el viento corta la piel y aclara las ideas hasta que, quizás, las oscurece del todo. Refrena la cabalgadura frente a un fiordo: la vista culmina, vertical y hasta el horizonte, en un océano helado. Yo lo he soñado desde mi infancia, esto me relataba mi abuelo sentado en sus rodillas. Erlendur está frente al mar, el viento agita su barba rubia y entonces entiende: él venera sus raíces, él solo pertenece a Odin, Cristo no pasó por Islandia. El pastor es inflexible, pero su amor lo será más aún. Si no es Luna será nada, condenándose condena al pastor cruel. Espolea con furia al caballo que se niega a avanzar, lo fustiga, grita, arrea, insulta, el avance es cortado, los cascos se niegan, avanzan, regresan, avanzan, llegan hasta el borde mismo, caracolea Sleipnir, Erlendur se enardece y pica espuelas tres veces; al fin, de la lucha, salen los dos vencidos: el caballo lo arroja y le salva la vida pero al hacerlo resbala y cae al vacío. Erlendur gime y se asoma, abajo, su amado animal se debate en el agua helada. Sleipnir flota y, en silencio, cae bajo las olas, la espuma blanca se confunde con su lomo blanco. Mi abuelo ha quedado en silencio, tiembla, las lágrimas escarchan su barba rubia, mira al cielo y el alarido llega hasta el Valhalla. Vuelve al pueblo como Odin vengativo, decidido a no detenerse, entra a la capilla, ya su arma está en su mano y el doble cañón mira adelante, su ira es un fuego helado, se detiene frente al sacerdote, el sacerdote interrumpe su sermón, su boca se ha secado. Un silencio letal ha descendido sobre los feligreses: esto ya no es, sólo, un asunto de amor, anuncia el hombre, si no lo libera del mandato, él se va a encargar de que los dos vayan al infierno. El grueso cañón mira fijo al pastor sin parpadear. Son dos balas, anuncia mi abuelo, y yo completo: la segunda irá a su propia sien.

Estoy derrotado, y ya no sé cuál es mi función.

Quinto sueño: Cuando las guerras no culminan es necesario que los campeones decidan el destino. En un cielo de nubes rojas vio quebrarse el aire y de sus grietas surgieron dos colosos grandes como el mundo, acaso el mundo mismo. Chocaron, hubo un grito absoluto y una caída; un coro de dolor cruzó el universo. La visita despertó, tiró de las sábanas de Virginia y su angustia la inundó hasta que abrió sus ojos.

Ella me contó este sueño atroz y luego preguntó qué fue del corazón de su soñado.

                   Cómo saberlo.

Sexto sueño: La visita empuña una botella y llega a una puerta, la abre y pasa. En las sombras ve figuras torvas, ojos rojos, pupilas negras, carteles que nombran a la madre de sus súbditos. Alza la botella que ahora está en llamas y la arroja sobre las figuras. Todo arde.

            Séptimo sueño: Un hombre desnudo que flota, un velo de oro cubre su rostro. Alguien desde su espejo proyecta la mano para quitar el velo y Virginia despierta gritando.

Axel iba y venía, se encerraba con Preetorius, salía, pasaba a visitar a Virginia. Se mostraba hostil con Borgersson, nunca se avino a una entrevista con él. Preetorius sabe, replicaba Axel cuando el médico intentaba pedirle datos sobre Virginia. A Borgersson, estaba claro, le importaba ella y, si hubiera sido por él, Axel podría haberse ido al infierno. No sabía qué cerca andaba de la verdad. Preetorius, en ese tiempo, sólo observaba, a veces se interesaba por la marcha del tratamiento, pero se mantenía al margen. Borgersson avanzaba en sus entrevistas, comenzaba a creerle a Virginia, pero sus ojos seguirían cerrados y aquellas historias no terminarían nunca de hacérsele carne. A veces, pude notar, se le filtraba una cierta ironía, una sorna tierna sobre las extrañas fantasías que atormentaban a esa mujer que amaba en silencio. Así y todo, se le iba armando una idea, la modesta cosmogonía de una mujer que había visto lo suficiente para contarlo hasta en detalles. Y Axel, que no dejaba de hablar con ella, salía de sus visitas furioso, daba un portazo y se iba derecho al consultorio de Preetorius. Borgersson no sabe de qué hablaban, pero después de leer el cuaderno de tapas azules me doy una idea. Primera especulación: Preetorius sabe de la guerra del cielo, esto me parece necesario para entender aquello. Y Axel habla con él de Virginia: ha dicho que ella está descontrolada, que se ha visto superada por la guerra, algo ha ocurrido entre ellos, algo grave, todavía no sé qué pero sé que es importante, y ella se ha puesto a hablar con quien quisiera oírla. Esto es palpable, se lo ve, al entrar ella al sanatorio ya no tiene ningún recelo en decir lo que pasa en el mundo. Es posible que Axel no pueda hacerla callar, y también que pida ayuda a los guerreros pero, sé de esto, no obtiene respuesta: Virginia sigue siendo su responsable, le habrán dicho, así es como funciona esto, ellos le dan esa prioridad a ella. Axel, desolado, la presiona para que se calle, ¿con brutalidad?, es posible, él es un combatiente frustrado y entonces, como respuesta, obtiene un intento de suicidio. Virginia se acuesta en las vías del tren a esperar la muerte.  Algo intercede, quizás los muchachos de las terrazas, hasta el mismo Número Uno, quién puede decirlo, y el tren ni siquiera le raspa la frente. Entonces acude a Preetorius, que a esta altura es claro que pertenece a la zona gris, él sabe pero anda en otra cosa. La otra cosa en que anda Preetorius es el color que cayó del cielo. Axel hace un trato con él: que Virginia pase por loca, él sabrá cómo hacer eso, si no se puede callar entonces será una trastornada, es mucho lo que está en juego y él no puede tomar más riesgos. Después, es un hecho, la zona gris es un lugar de negocios, le pregunta cómo se lo va a pagar. No sabe cuál es el precio que Preetorius puede ponerle, pero sabe que puede pagarle. Acá le voy a dar un crédito a Axel: es un ingenuo que piensa que está en posición de imponerle condiciones a un tipo así. No lo conoce, cree que está hablando con un médico loco y Preetorius es más que eso. Borgersson lo dice y se verifica.  Preetorius le contesta que ya le va a comunicar el costo, no hay apuro para eso, ya puede confiar en él. Y deriva el caso a Borgersson. Ninguno de los dos sabe, todavía, en qué va a acabar aquello. Al principio, Borgersson compra la idea del delirio de los ángeles y los demonios, la medica, la embrutece, pero Virginia sigue diciendo lo mismo: no tiene otra cosa para decir, no miente. Preetorius mira distraído las notas de la historia clínica y aprueba, no anda por allí su interés todavía. Entonces ocurre algo, a Borgersson se le ablanda el corazón y cambia de tratamiento. Pero va a mantener el cambio en secreto, aún para el mismo Preetorius. Comienza a escribir en un cuaderno que tiene en su escritorio, de tapas azules. Y en la historia clínica solo anota Sin comentarios. Al liberarla del cepo químico ella vuelve a soñar. Preetorius comienza a sospechar: esa paciente está demasiado despejada para las supuestas dosis masivas que anota Borgersson en la historia clínica. Una noche entra al escritorio del médico y encuentra el cuaderno, lo lee y entonces, furioso y engañado por un pobre diablo, comprende: ha dado con el precio a cobrarle a Axel. Es, al fin, la misma Virginia, que sueña los sueños de los otros. Esto a Preetorius le resulta mucho más interesante que todas las otras cuestiones: esa mujer es la pieza que le falta. Borgersson ha visto que el Necronomicón (y lo vuelca a sus notas) dice, claramente, si es que algo es claro en ese libro de extravíos y aberraciones, que lo que advenga del cielo (Nyarlathothep, la Anfisbena), lo hará a través de un parásito del sueño de sus hermanos. A Preetorius le resultaba extraña la frase, no la interpretaba. Pero esto es lo que ocurre en las notas de Borgersson, Virginia parasita el sueño del otro, se cuela en su interior, lo hace propio, y entonces se le aclara la comprensión: ella es la respuesta. Releva del caso a Borgersson, se lleva a Virginia a La Colorada y comunica a Axel que ya no volverá a verla. Este es un punto oscuro todavía, qué ocurre con Axel. Ella resulta ser la vía por donde se crea alguna clase de generación de luz, ella sueña para Preetorius un rayo rojo que asciende al cielo y por allí llega aquel visitante del espacio. Sí, Virginia, acaso, soñaba para quien estuviera a su lado. 

Anfisbena  #  1

FINALIZA CON  # 3, el 30 de Agosto 2017

Texto ©  Gustavo Eduardo Abrevaya – Todos los derechos reservados

Publicación ©   Solo Novela Negra – Todos los derechos reservados

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